“No teman a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más”
Rom 4, 1-8; Sal 31; Lc 12, 1-7.
Hoy recordamos a san Ignacio de Antioquía, un obispo fuerte, un pastor celoso. Los seguidores de su comunidad cristiana lo llamaban “un creyente de fuego”. Durante su episcopado comenzó la terrible persecución del emperador Trajano. El obispo se negó a abjurar y por lo tanto fue condenado a muerte y transportado encadenado a Roma. Así comenzó su larguísimo viaje, durante el cual fue torturado a menudo por los guardias, hasta su llegada a Roma. La ejecución de la sentencia se realizó en el 107 en el Coliseo, durante las celebraciones por las victorias del emperador en Dacia, y de ese modo, fue triturado por las feroces bestias para ser convertido en “Pan eucarístico de Cristo”.
“Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animen a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie”.
Sabía que la verdadera vida era aquella que le esperaba después de la muerte, en donde podría contemplar cara a cara el rostro de Cristo.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Benjamín Romo Martín, C.M.













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