Hacia el año 1620, una aldeana de 26 años cuidaba las vacas en la ladera del Monte Valerien, a 11 kilómetros al oeste de Paris. Mirando a lo lejos divisaba la capital, mientras cerca, a sus pies, se acurrucaba Suresnes, su pueblo. Distinguía la parroquia y hasta su pobre casa, hecha, como todas las del pueblo, de adobes, reforzadas con vigas delgadas de madera para resistir las lluvias. A pesar de abundar los viñedos y los pastos, en el pueblo había cantidad de pobres. La joven se llamaba Margarita Naseau. Frecuentemente se emocionaba al ver subir a labriegos y ciudadanos de rodillas la ladera del monte hasta la cumbre a rezar en la ermita y junto a un Calvario que allí había, centro de peregrinaciones desde hacía muchos siglos.
Mientras contemplaba el panorama de aire limpio, pensaba, y era una rutina, qué podría hacer por tantos pobres como veía por los pueblos cercanos y en Paris. Sin saber por qué, se sentía empujada a encaminar especialmente a las chicas a que salieran de la pobreza hacia un porvenir seguro. Pero ni las niñas ni las jóvenes del pueblo sabían leer y muy poco de catequesis, pues en el pueblo no existía escuela de niñas. Y únicamente si sabía leer, una mujer podría llevar una granja o ser dependienta en una tienda o convertirse en algo más que una simple criada en los elegantes palacios de los nobles y burgueses. Todo esto solía pensarlo casi a todas las horas. Y un día se decidió a enseñarles ella misma a leer sin cobrarles nada. No se lo encargaría a otros, lo haría ella. Pero Margarita no sabía leer.
Mientras arreaba las vacas hacia la cuadra de su casa, repetía en su interior: no sé leer y así no puedo ayudarlas. Mientras cenaba en un cuenco mijo cocido y un trozo de pan, en su cabeza resonaba «no sé leer». Cuando se tumbó para dormir en el jergón lleno de paja que le correspondía en una esquina de la única habitación de la casa, su cabeza parecía estallar con la retumbona frase «no sé leer». De repente encontró la solución tan conocida como inesperada: pues aprendo a leer. Así de sencillo, aunque comprometido y sacrificado.
Por la mañana encargó a un vecino que iba a Paris que le comprara un abecedario, y de nuevo llevó las vacas a pastar. Cuando volvió a comer, ya tenía el abecedario. Lo pagó con sus pequeños ahorros y derecha fue a encontrar al párroco o al vicario. Le enseñó el abecedario recién comprado y le preguntó cuales eran las cuatro primeras letras. Mientras pastaban las vacas, ella aprendía las letras. Por la tarde, de nuevo al cura para que le enseñara las otras cuatro. Así un día y otro día hasta que aprendió también a unirlas y formar las sílabas y las palabras. Si alguna sílaba o palabra se le hacía difícil y veía a un señor con aire de saber leer, le preguntaba cómo se leía «aquello», hasta que supo leer. Al principio, lenta como una carreta entre piedras tirada por una mula torpe, luego sin tropezar, a no ser que la palabra fuese desconocida
Cuando supo leer de seguido llamó a otras chicas del pueblo y a otras y a otras y las fue enseñando lo que ella había estudiado mientras trabajaba. Así durante tres años. Pero en 1623 Margarita comenzaba el año 30 de su nacimiento; lo cual indicaba que era mayor de edad y podía decidir su futuro, y decidió ir por las aldeas a enseñar a otras mujeres lo que ella sabía. Por otro lado en el pueblo había ya una promoción de jóvenes que sabían leer y las animó a ir, como iba a hacerlo ella, por los pueblos para enseñar a más chicas. No todas aceptaron la invitación. Era arriesgado y hasta un poco vergonzoso.
Con todo se formó un grupito de jóvenes que, como si pertenecieran a una institución anárquica, sin dinero y sin más provisión que la divina providencia, se desparramaron por pueblos diminutos de la campiña. Unas veces convocaban a la gente en la plaza, junto a la iglesia, y otras iban casa por casa ofreciéndose a enseñar a sus hijas sin cobrar nada. Unas familias recibían ansiosas la noticia, pero otras con frialdad. No les interesaba. Sus hijas debían trabajar desde los ocho años. El tiempo de escuela era una pérdida de trabajo; el catecismo ya se lo enseñaba el cura los domingos; a vivir como cristianas se lo enseñaban ellos, sus padres; y saber leer ¿para qué? Para escribirse con los chicos, y esto era peligroso. Además, por mucho que aprendieran, las hijas de los labradores pobres nunca saldrían de la pobreza.
Además de vivir en la pobreza el campesinado de aquel siglo era un campesinado sin ilusión para la lucha por salir de la miseria. En el campo todo labrador que no fuera potente estaba pisando el umbral de la pobreza. Bastaba que llegara una helada, una sequía o una mala cosecha para que se convirtiera en un pobre. A todas estas plagas se añadían las revueltas y las guerras con sus ejércitos de paso que impedían la siembra y asolaban las cosechas.
Si se presentaba un mal año, el campesino pequeño se endeudaba para poder comer y comprar la semilla. Si el segundo año también era malo, tenía que vender los aperos, el ganado y hasta los campos para pagar las deudas. Si llegaba un buen año, quedaba mermado en gran parte debido a las deudas, al coste de las semillas, a los arriendos y al pago de los impuestos. Si no llegaba el tan esperado buen año, se convertían en arrendatarios de los nuevos dueños o en braceros mal vestidos, alojados en viviendas miserables y repletos de hambre. Las tierras se concentraban en pocas manos, aumentaba el paro y subía el precio del pan. Las deudas se convertían en impagables para estos pobres campesinos. La «Justicia» venía para apoderarse de lo poco que aún podía quedarles y encerrarlos en la cárcel, si antes no habían huido, abandonando mujer e hijos o llevándoselos consigos. Iban a engrosar la muchedumbre de vagabundos que merodeaban los caminos o se perdían en las ciudades en busca de ayuda o a pedir limosna.
Es comprensible que a muchas familias no les importara la enseñanza para sus hijos. Su principal interés era sobrevivir.
A las niñas que acudían Margarita y sus amigas las enseñaban a leer en cualquier libro religioso que hubiera en casa, en la iglesia o que llevara Margarita para estas ocasiones. Además de la lectura y los números, enseñaban el catecismo y a llevar una buena vida cristiana. La escuela ante todo era eso: aprender a ser futuras madres de provecho que educaran a sus hijos en el catolicismo.
Frecuentemente Margarita llegaba a la casa o al pajar que le había prestado alguna generosa familia, cansada y hambrienta; no era raro que tampoco en casa encontrara nada que comer. En una ocasión, después de varios días sin probar bocado, fue a misa hambrienta y pensando si podría resistir tanta debilidad. Al volver, encontró que alguien le había dejado sobre la mesa pan para alimentarse durante varios días. Y es que en el pueblo todo el mundo comentaba el testimonio y el ejemplo que les daba aquella joven, sacrificada por sus hijas, sin pedir nada para ella. Todo lo hacía por Dios, decía ella. Sentía que Dios le hablaba no sólo en la oración o a través del sermón del sacerdote, sino también por los sucesos de la vida.
Margarita se había autoconvertido en maestra porque estaba convencida de que la enseñanza era insustituible en el progreso de los pobres. No obstante ella pretendía ser un instrumento de Dios en favor de los necesitados, y lo que Dios le proponía era el amor, la caridad.
Hablando con la gente conoció a unos jóvenes que deseaban ser sacerdotes, pero no tenían con qué costearse los estudios. Triste, porque también ella era pobre, les dio el poco dinero que llevaba; insuficiente aún para pagarles la pensión de sólo unos meses. Discurriendo a solas el medio de ayudarlos, encontró una solución: después de dar las clases trabajaría para sacar algún dinero y enviárselo a aquellos seminaristas. Así hasta que se ordenaron de sacerdotes.
Un día de finales de 1629 o comienzos de 1630 se levantó en la aldea un alboroto encantador: el cura del pueblo anunció que unos sacerdotes venían de Paris a dar una misión en el pueblo. La gente sinceramente católica recibió emocionada la noticia. Una misión implicaba muchas ventajas: que Dios se acordaba de ellos y podían confesarse con un sacerdote desconocido distinto del párroco que les era tan familiar; que arreglarían las divisiones del pueblo hasta llegar a un abrazo de perdón y de unión; y especialmente sabían que estos misioneros fundados por Vicente de Paúl no se marchaban del pueblo hasta haber arreglado el problema de los pobres. Decían además que venía al frente el mismo Vicente de Paúl.
El sacerdote Vicente de Paúl era el fundador de las Cofradías de la Caridad. Las había fundado unos trece años antes en una pequeña ciudad, Chátillon, cerca de Lyon. Fue inesperado, algo que tan sólo se comprende cuando está realizado, pero que se ve después como incuestionable porque responde a un problema social de primera necesidad: cómo solucionar el aprieto en que se encuentran los enfermos pobres.
Es lo que le sucedió a Vicente de Paúl cuando era párroco de Chátillon. Todos los miembros de una familia campesina, que vivía en un caserío de las afueras, cayeron enfermos. Eran pobres para poder contratar sirvientas o empleados. Se lo vinieron a decir cuando estaba para celebrar la Misa el domingo 20 de agosto de 1617. En la homilía habló firme y compasivo sobre la necesidad de salvar a los pobres. La gente se volcó; no hubo una familia de la pequeña ciudad que no le llevara alimentos: pero él descubrió que lo había organizado mal: aquella familia ahora tenía demasiado y dentro de unos días de nuevo no tendría nada. Tres días más tarde reunió a las señoras pudientes de la ciudad y fundó con ellas una cofradía o asociación de mujeres comprometidas a ayudar día a día y personalmente, no por medio de otros o a través de oficinas, a los pobres enfermos de la ciudad. Las «Caridades», como se llamaba a estos grupos de cristianas militantes, se implantaron en multitud de pueblos.
En 1625 Vicente de Paúl había fundado a los Misioneros Paúles con el fin de evangelizar a los pobres por medio de las misiones populares y de socorrerlos a través de las Cofradías de la Caridad. Allí donde daban una Misión instituían las «Caridades».
Llegó el día de comenzar la misión en el pueblo donde Margarita se había instalado como maestra temporal de niñas, y todos los vecinos se vistieron de domingo y, sin faltar nadie, llenaron la parroquia. Entre ellos estaba Margarita Naseau. La misión día a día entraba en los corazones del público. El pueblo se sentía contento y feliz. Finalmente la misión llegaba a su término y era el momento de solucionar la indigencia de los pobres. El señor Vicente subió al púlpito y convencido habló con coraje, con emoción, con persuasión, como si los pobres fueran hermanos suyos. Habló de la injusticia, de la pobreza y de la obligación que tiene cada cristiano, cada hombre de arrancarla por sí mismo. Luego convocó a las señoras para que se reunieran con él, al final, en la sacristía. Con las señoras que libremente quisieran iba a crear una cofradía de Caridad; ellas se encargarían por sí mismas de atender a todos los pobres enfermos en sus casas. Les harían la comida, les llevarían las medicinas y les limpiarían la casa y a ellos, si no tenían a nadie que se lo hiciera.
Desde el púlpito les contó que esa Cofradía de Caridad ya estaba instituida en muchos pueblos y ciudades y hasta en una parroquia de Paris. En Paris pertenecían a la Caridad grandes señoras de la nobleza y de las finanzas. Claro que, al ser de alta cuna, las leyes francesas del siglo XVII les impedían hacer trabajos físicos, y a veces también se lo prohibían los maridos o sus padres, y no era raro que a ellas les diera vergüenza ir por las calles con un puchero de comida y un paquete de medicinas para los pobres o tuvieran miedo de ser contagiadas por tantas misteriosas enfermedades que sufrían los hambrientos. La consecuencia era enviar a sus criadas en lugar de ellas. Todo esto era un inconveniente para la buena marcha de las Caridades. Al llegar a este punto Vicente preguntó si no habría alguna joven pobre que, por un salario, hiciera en Paris los trabajos burdos o pesados que había que hacer a los pobres y que una noble de Paris consideraba humillantes para ella.
A Margarita le sonó la última proposición como una insinuación de Dios. Mientras el cura hablaba sobre tan chocante Cofradía de Caridad, ella hablaba con Dios: ¿Por qué no yo? Pero yo ya estoy entregada a los pobres enseñándoles a leer. Y lo hago gratis, solo por Tú, Dios mío. Pero ¿no es más urgente sanar los cuerpos que la cultura? Sin embargo, en esa Cofradía no serviría a los pobres por Dios, sino por un salario. En este momento, de repente, le golpeó rápida una idea, como si fuera una inspiración divina: ¿Y por qué no hacerlo también gratis, por Dios? Esa sería su vocación. Superior a la de las señoras ricas; ellas daban su dinero, pero Margarita, su persona.
Entre tanto la gente se estaba confesando. Le tocó a ella, y se acercó a Vicente de Paúl. Temblando y entrecortada le expuso el trabajo que hacía en sus improvisadas escuelas, pero que ella creía que era más importante la labor de las Caridades. Ella se ofrecía para hacer el trabajo humillante para las nobles. Eso sí, con una condición: ella lo haría gratis, por Dios, como si fuera su vocación.
Esta inesperada visión de las Caridades sorprendió a Vicente de Paúl. Era una nueva concepción de sus Caridades. ¿Vendría de Dios? Había que considerarlo y esperar la voluntad de Dios. Después de un silencio que a Margarita le pareció un siglo, el sacerdote le dijo: «Está bien, examinaré tu proposición. Cuando puedas, vete a Paris, a la calle de San Víctor y pregunta por la señorita Le Gras. Y dile, de parte mía, todo lo que me has contado a mí. Si llego yo antes, ya la pondré al corriente».
Al domingo siguiente Margarita se puso el vestido de fiesta y se fue a Paris. Llegó a la calle San Víctor y preguntó por la señorita Le Gras. Llamó a la puerta y le salió una mujer pequeña, delgada, todo nervio. A Margarita le pareció de golpe simpática y agradable. Su nombre de familia era Luisa de Marillac; su marido había muerto en las Navidades de 1625 y tenía un hijo, Miguel, estudiando en el seminario. Luisa de Marillac era tan solo cuatro años mayor que ella. Entró y se pusieron a hablar. Margarita le contó su encuentro con Vicente de Paúl y el ofrecimiento que le había hecho. La Señorita la escuchaba extasiada. Inteligente comprendió que era una visión audaz lo que presentaba aquella aldeana. Pero parecía que venía de Dios. Estuvieron charlando horas. Cuando se despidieron, Margarita llevaba la impresión de que aquella señorita era encantadora. Luisa sacó la sensación de que la joven era maravillosa y que venía de parte de Dios.
De un carácter vivo y apresurado, la señorita Le Gras escribió inmediatamente un papel al señor Vicente, urgiéndole para que hablase con ella. Y hablaron muchas veces sobre la nueva idea de Margarita. Y Margarita visitó frecuentemente a la señorita Le Gras durante varias semanas. Por fin Vicente de Paúl y Luisa de Marillac vieron claro que era la providencia quien les enviaba a Margarita Naseau y convinieron que Luisa la acogiera, la formara, la enseñara a servir a los enfermos pobres y la pusiera a ayudar a las señoras de la Caridad en la Parroquia de San Salvador.
Todas las mañanas Margarita iba a casa de la señora de la Caridad que le tocaba socorrer a los pobres ese día, le pedía el puchero con la comida y las medicinas y se marchaba a atender a los enfermos pobres en sus humildes habitaciones. Arreglaba la casa y les limpiaba a ellos, si no tenían a nadie que lo hiciera, les daba la medicina y les dejaba la comida para ese día. Luego marchaba a casa de otro enfermo y de otro y de otro. Reservaba un tiempo para hacer oración y, si tenía una hora libre, la empleaba en formarse o en lavar ropa en el río Sena para sacar un poco de dinero y no ser gravosa, aunque las señoras le pagaban el alojamiento y la comida. Por las tardes las señoras visitaban también a los enfermos, se interesaban por ellos, se enteraban de sus necesidades y les enseñaban el catecismo.
Esta joven y su manera de vivir llamó la atención de muchas personas. Unas la admiraban y hasta la envidiaban. Otras, sobre todo chavalas, la insultaban. A veces por las estrechas calles o por el mercado hablaba con algunas jóvenes que le preguntaban por su manera de vivir y de trabajar. Ella les contaba su vida y las animaba a buscar el destino que Dios proponía a cada persona. En cierta ocasión una joven le preguntó si no podía hacer ella lo mismo también por amor de Dios. Margarita se la presentó a la señorita Le Gras, que la formó y la puso a ayudar a las señoras de otras parroquias. Ya eran dos, y luego fueron tres y más. Una de ellas se llamaba María Joly. Margarita la encontró en casa de una burguesa de mucha categoría, la señora Goussault. Era su criada. Margarita y María y las otras se animaron a buscar chicas que siguieran su ejemplo, y pronto hubo un puñado de jóvenes sirviendo a los pobres, sin salario, únicamente por amor a los pobres y por la gloria de Dios. Así pasaron tres años. Y justamente tres años después iba a suceder una tragedia irremediable.
En febrero de 1633 aparecieron algunos hombres, mujeres y hasta niños con bubones en las ingles, vómitos y fiebre altísima. A los pocos días morían. Al principio eran en pocas casas. Luego la plaga se extendió como una sombra apocalíptica arrasando los barrios. Los parisinos se espantaron: era la peste. Enloquecidos cerraron comercios y casas para que nadie entrara y contagiara. Los ricos huyeron a sus castillos del campo o se encerraron en sus palacios; los pobres deambulaban por las calles. No era extraño que, si la plaga atacaba a alguien de la familia, se le echara de casa. Difícilmente se encontraba un médico; todos se resistían a visitar a los enfermos, y el ayuntamiento se sentía impotente para contratar a alguien que quisiera enterrar a los muertos.
A mediados de febrero Margarita tropezó con una apestada que se moría en la calle. Los familiares, enloquecidos por el terror, la habían echado de casa. Con la mayor naturalidad, o mejor, como si reconociera a Jesús tirado en la calle, Margarita la recogió y la llevó a su habitación. La acostó en su cama y allí murió la pobre mujer, cuidada por aquel ángel que le había enviado el Señor. Margarita cambió la paja de su jergón pero no fue suficiente; en la tela y en la manta anidó la peste. Sin conocer la fuerza del contagio, se acostó en la misma cama, y unos días después le invadió la fiebre y le salieron en las ingles los espantosos tumores. Estaba contagiada.
El sacerdote Vicente escribió a Luisa que le buscara un buen médico y que, si la llevaban al hospital de San Luis, no tuviera miedo en visitarla. Era el 24 de febrero de 1633. Mandó igualmente que la compañera que estaba con Margarita saliera del piso y que le diera dinero para vivir en otro lugar, hasta que pasara la epidemia.
No conocemos más de su vida. Sólo sabemos que murió pronto, pienso que consolada por Luisa de Marillac. Tenían casi la misma edad y durante tres años habían sido amigas. De nacimiento tan distinto y por caminos diferentes Dios las guió, por medio de Vicente de Paúl, hacia el mismo objetivo: salvar a los pobres. Tanto San Vicente como Santa Luisa tuvieron que llorarla: delante de las Hijas de la Caridad frecuentemente la recordaban. Todavía nueve años más tarde, en una conferencia, San Vicente la consideraba como la primera Hija de la Caridad.
Autor: Benito Martínez, C.M.
Fuente: Folleto «Las cuatro cumplieron con su misión» (Ediciones Fe y Vida, Teruel, 1994).













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