San Vicente de Paúl es un hombre que sigue fascinándonos como Hermanos de la Caridad y, aún más, continúa desafiándonos. Por eso llevamos con razón y orgullo su nombre como nuestro santo patrono, y no olvidamos que incluso estaba presente en nuestro nombre original: Hermanos Hospitalarios de San Vicente. Fue una elección consciente de nuestro Fundador, el Venerable Padre Triest, profundamente inspirado por este gran santo de la caridad.
Son muchas las cosas que Vicente todavía puede enseñarnos hoy: la importancia de la humildad, la radicalidad con la que expresó su amor por los pobres, la plena coherencia de su oración con su compromiso hacia los pobres, su confianza incondicional en la Providencia divina, su capacidad para inspirar a otros a asumir la causa de los pobres, su habilidad para moverse sin distinción tanto entre los más pobres como entre los más ricos de su tiempo, el modo en que dio un nuevo significado a la caridad. Estas son solo algunas de las características que extraemos de la rica vida de Vicente de Paúl, a quien la Iglesia conmemora hoy el 27 de septiembre.
Su confianza incondicional en la Providencia divina no fue compartida con el mismo entusiasmo por todos sus seguidores de su tiempo, aunque repetía a menudo que siempre había que caminar con la Providencia, ni demasiado deprisa ni demasiado despacio. Así lo evidencia la advertencia que dirigió al final de su vida a varios misioneros que se quejaban de que les pedía demasiado. No se mordió la lengua al expresar su santa indignación: «Habrá caricaturas de misioneros que propongan falsedades y traten de sacudir los cimientos de la Congregación. Unos cuantos cañones sueltos que solo piensan en su propia satisfacción, en una mesa bien servida, y que no hacen ningún esfuerzo por los demás. Son ovejas preocupadas por sí mismas, que permanecen encerradas en su propio círculo, que reducen sus horizontes y sus ideales a su esfera personal de vida y se encierran en un único punto del que no quieren salir… Entreguémonos a Dios, hermanos, para que nos conceda la gracia de mantenernos firmes. Tengamos firmeza, hermanos míos, tengamos firmeza, por amor de Dios; él será fiel a sus promesas».
A primera vista, no es un texto al que estemos acostumbrados a oír de Vicente, pues solía encontrar las palabras justas para animar a los demás a entregarse radicalmente, como él lo hizo, al cuidado de los pobres. Pero, al parecer, esta es la historia de muchos fundadores que, al final de sus vidas, deben reconocer que la pureza del ideal con el que comenzaron se ve comprometida, debilitándose y rindiéndose a consideraciones meramente humanas. También san Francisco de Asís tuvo que reconocer, al final de su vida, las visiones contradictorias que surgían y minaban su experiencia radical de pobreza.
En el caso de Vicente, algunas personas expresaron explícitamente su deseo de calcular todo de antemano, con la vana esperanza de eliminar todos los riesgos futuros, pero al hacerlo no dejaban espacio al poder de la Providencia divina, que fue verdaderamente la fuerza motriz de Vicente para responder siempre con generosidad cuando un pobre llamaba a su puerta o cuando se encontraba frente a una injusticia social. «Dios proveerá» era desestimado por ellos como un pensamiento piadoso ingenuo y sustituido por lo que hoy llamaríamos un pensamiento de gestión estéril. Sin embargo, Vicente no era un aventurero imprudente que lanzaba iniciativas al azar para luego retirarse avergonzado. No: calculaba cuáles podían ser los riesgos, pero no se dejaba paralizar de antemano por las posibles dificultades que creía entrever. Confiaba en encontrar las soluciones adecuadas para esas dificultades. Esa fue su interpretación concreta de lo que llamaba «caminar con la Providencia». Buscaba colaboradores fiables y personas dispuestas a apoyarle económicamente. Era un hombre que sabía organizar, que elaboraba reglas claras, que llamaba a otros a asumir responsabilidades, pero cuyo pensamiento organizativo nunca estuvo desligado de la Providencia.
Vicente fue un hombre que siempre supo unir fuerzas aparentemente opuestas: su compromiso concreto con el necesitado individual con una atención más organizada hacia los pobres; la forma sencilla con que trataba a los pobres con la soltura con que se movía en los círculos más altos de la sociedad de su tiempo; su capacidad de animar a los demás a desarrollarse plenamente con su indignación cuando los pobres no eran respetados. Un hombre de aparentes contradicciones, pero que supo reconciliar todo ello porque en él acción y oración fluían juntas y se fecundaban mutuamente. Desde su intensa relación con Dios, salía al encuentro de su prójimo y lo llevaba a su oración. Así, cada encuentro con su prójimo se convertía también en un encuentro con Dios. Como se expresa tan poderosamente en nuestra regla de vida: «Tu oración como Hermano de la Caridad adquiere un matiz especial. Presentas a Dios la necesidad de liberación de un mundo deformado. Oras con las preocupaciones de tantas personas que viven en situaciones dolorosas. A menudo también por quienes están contigo y no pueden orar. Tu oración y tu apostolado son inseparables» (n. 59).
En esta fiesta de san Vicente, podemos preguntarnos qué nos diría hoy como Hermanos de la Caridad en este período de transición en que nos encontramos como congregación. Espero que sus palabras sean de aliento, invitándonos a permanecer abiertos al clamor de los pobres, a no encerrarnos en una existencia segura donde todo pueda calcularse de antemano y que, con frecuencia —demasiado a menudo—, nos lleva a decir “no” cuando se nos pide ayuda. Un aliento a no encerrarnos en un modelo de gestión estéril, donde no dejamos espacio alguno a la siempre sorprendente acción del Espíritu Santo a través de la Providencia divina. Un aliento a mantener la humildad en todas nuestras relaciones y a considerar siempre nuestro liderazgo como un humilde servicio a la comunidad y no como una expresión de poder, como vemos tan a menudo en el mundo. Un aliento a seguir siendo sensibles a las grandes tragedias que se desarrollan en el mundo, junto a nuestro cuidado concreto de los pobres, preguntándonos qué podemos aportar para remediarlas. Un aliento, sobre todo, a dejar que toda nuestra existencia como hermanos, como comunidad, como congregación, se deje guiar por una intensa vida de oración, una oración fiel a la vida, mediante la cual desarrollamos una espiritualidad viva que irradia en nuestra comunidad y en nuestro apostolado. Esta es la verdadera espiritualidad vicenciana a la que hoy estamos llamados y a la que Vicente y, siguiéndole, el Padre Triest fueron y permanecen como nuestros guías vivos.
Porque, en definitiva, la verdadera espiritualidad vicenciana es una espiritualidad que rechaza cualquier división que pretenda separar nuestra vida de oración, nuestra vida comunitaria y nuestro celo apostólico. Aquí, las palabras de Vicente resuenan siempre desafiantes: «Los pobres son nuestros señores y amos, a quienes debemos servir con respeto y amor. Los pobres son los iconos de Cristo. Cuando dejamos la capilla para servir a un pobre, encontraremos en él al mismo Cristo al que hemos adorado en el sagrario. Eso es dejar a Dios por Dios». Estas palabras nos resultan familiares, pero depende de todos nosotros hacerlas realidad en nuestra vida cotidiana. Para ello pedimos en nuestras oraciones la especial intercesión de san Vicente y, con él, del Venerable Padre Triest.
Hno. René Stockman,
27 de septiembre de 2025.













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