IX. Espiritualidad y vida de oración
El fundamento de la vida virtuosa de san Vicente fue una espiritualidad profunda y dinámica. Aunque estaba constantemente activo, Vicente era un hombre de oración y de unión con Dios. Entendía que todas sus obras de caridad habrían sido imposibles sin la dependencia de la gracia divina. Varios aspectos clave caracterizan la espiritualidad vicenciana:
- Confianza en la Divina Providencia: Vicente de Paúl tenía una confianza inquebrantable en el cuidado providente de Dios. Su actitud favorita era “esperar en la Providencia”, lo que significaba que rezaba y discernía cuidadosamente antes de emprender un nuevo proyecto, para asegurarse de que era verdaderamente la voluntad de Dios y que llegaba en el momento oportuno. Advertía a sus seguidores “que no se adelantaran a la Providencia”. Por el contrario, una vez que percibía que Dios abría una puerta, avanzaba con valentía, confiando en que Dios proporcionaría los medios necesarios. Esta dependencia de la Providencia le permitió emprender enormes obras de caridad sin quedar paralizado por el miedo al fracaso o a la falta de recursos. Creía que, cuando uno realiza la obra de Dios para la gloria de Dios, Dios interviene —no siempre del modo esperado, pero sí de forma suficiente—. Su calma ante las dificultades brotaba de esta confianza.
Este abandono en manos de la Providencia no significaba pasividad o fatalismo. Vicente hacía todo lo que humanamente era prudente y posible: planificaba, organizaba y trabajaba duro; pero, una vez hecho esto, dejaba el resultado en manos de Dios con serenidad. Como suele decirse: “El hombre propone, Dios dispone”; debemos esforzarnos, pero aceptar que, en último término, es Dios quien tiene el control. Esta perspectiva le preservaba del desánimo: si una obra fracasaba o se veía obstaculizada, lo interpretaba como permiso o redirección de Dios, no como motivo para perder el ánimo. - Vida de oración: Para Vicente, la acción y la contemplación iban de la mano. Insistía en que sus misioneros y hermanas alimentaran sus almas con la oración, para no convertirse en meros trabajadores sociales sin fuerza espiritual. El propio Vicente dedicaba diariamente un tiempo considerable a la oración —a menudo se levantaba a las cuatro de la mañana para orar en silencio en la capilla antes del bullicio del día—. Sentía especial predilección por orar ante el Santísimo Sacramento. También meditaba las Escrituras; tenía un amor particular por pasajes como Mateo 25,35-40 (Cristo en los pobres) y Lucas 4,18 (la misión de llevar la Buena Nueva a los pobres), que fueron estrellas guías de su ministerio. La oración de Vicente era sencilla, conversacional y llena de fe. Ponía las necesidades de los pobres ante Dios, pidiendo orientación y milagros cuando era necesario.
Vicente recomendaba que cada día incluyera oración mental (meditación) de al menos una hora. En sus conferencias a las comunidades, ofrecía estructuras básicas para la meditación: ponerse en presencia de Dios, considerar una escena de la vida de Cristo o una verdad espiritual, hacer afectos (actos de amor, contrición, etc.), propósitos y, después, encomendar todo a Dios. A menudo sugería meditar sobre la vida de Cristo, especialmente su amor por los pobres y los que sufren. Las notas de oración de Vicente (en sus cartas encontramos referencias a sus temas de oración) muestran que reflexionaba con frecuencia sobre la Encarnación —la humildad del Hijo de Dios al hacerse hombre— y sobre la Pasión de Cristo —el amor manifestado al sufrir por la humanidad—. Estos misterios alimentaban la propia humildad y caridad de Vicente.
De forma notable, Vicente integraba la oración en cada tarea. Animaba a sus misioneros a elevar breves oraciones a Dios a lo largo del día (“jaculatorias”), como “Señor, ayúdanos a servirte en los pobres” o “Espíritu Santo, guíame en esta acción”. Se detenía un momento antes de llamar a una puerta o dirigirse a una reunión, pidiendo interiormente la guía de Dios. Este hábito de oración constante y silenciosa le daba una paz interior y un sentido de la presencia de Dios en todo lo que hacía. - “Dejar a Dios por Dios”: Quizá el aspecto más célebre de la espiritualidad de Vicente se resume en su consejo a las Hijas de la Caridad: si una hermana está en medio de sus oraciones establecidas y un pobre llama pidiendo ayuda, debe ir sin ansiedad. Al hacerlo, decía Vicente, no está dejando a Dios; está “dejando a Dios por Dios”. Con ello quería decir que una forma de devoción a Dios (la oración) se deja momentáneamente para otra forma (la caridad), y ambas se dirigen a Él. Esta enseñanza ha resonado a lo largo de los siglos porque resuelve hermosamente una aparente tensión entre la contemplación y la acción. En efecto, Vicente santificó el servicio, diciendo que atender a un prójimo necesitado es un acto santo de obediencia a la voluntad de Dios, tan grato a Él como la oración —e incluso, si se hace con amor, una forma de oración en sí misma—.
La propia vida de Vicente ejemplificó esta integración. Ante todo, era un hombre de Dios, “profundamente impregnado del espíritu del Evangelio”, como escribió un biógrafo. Y precisamente por eso se convirtió en un hombre de acción. Una vez dijo: “La acción es toda nuestra tarea”, pero añadió de inmediato: “La perfección no consiste en éxtasis, sino en hacer la voluntad de Dios”. Para él, la voluntad de Dios se conocía en la oración y después se cumplía en el deber diario y en las obras de misericordia. Creía que un cristiano debía tener a la vez una vida interior (una relación con Dios alimentada por la oración) y una vida exterior (buenas obras). Si uno carecía de vida interior, decía Vicente, le faltaba todo. Y si uno sólo rezaba sin vivir la caridad, su oración era sospechosa a sus ojos. Por eso insistía en el equilibrio. - Cristocéntrica e encarnacional: La espiritualidad vicenciana es cristocéntrica, centrada en Jesucristo como Señor y modelo. Vicente destacaba de modo especial a Jesús en dos aspectos: Evangelizador de los pobres y Servidor. Le gustaba contemplar a Jesús en los Evangelios recorriendo las aldeas, enseñando, sanando, consolando; esa era la imagen que buscaba imitar con sus misioneros. También se detenía en las virtudes de Jesús: la humildad (nacer en un establo, lavar los pies a los discípulos), la mansedumbre (la paciencia de Jesús con los pecadores) y el celo (predicar incansablemente, soportar la cruz). Vicente decía a sus sacerdotes que sus reglas y constituciones no eran sino una transcripción de la vida de Jesucristo, es decir, que todas sus directrices remitían al modo en que Jesús vivió y sirvió.
También creía firmemente que Cristo vive en los pobres. Esta es una espiritualidad encarnacional: así como Dios se hizo carne en Jesús, del mismo modo Jesús, de manera mística, adopta la apariencia del pobre. Por eso Vicente era tan reverente con los pobres e insistía en que sus seguidores lo fueran igualmente. Servir a los pobres era, para él, servir directamente a Jesús. Citaba con frecuencia las palabras del Señor: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. No era una mera teoría; animaba la forma en que trataba literalmente a mendigos y marginados con el honor que se daría a un amigo o a un maestro. - Devoción a la Eucaristía: Como sacerdote católico, Vicente sentía una profunda reverencia por la Sagrada Eucaristía. Celebraba la misa diaria con devoción; quienes le veían en el altar señalaban a menudo su actitud recogida, su modo suave, e incluso, a veces, lágrimas de amor. También dedicaba tiempo a la adoración eucarística. Sus cartas mencionan que, en tiempos de gran necesidad, hacía que la comunidad realizara novenas ante el Santísimo Sacramento.
- Amor a la Escritura y a la enseñanza de la Iglesia: Vicente no fue un teólogo que escribiera tratados, pero estaba empapado de las Escrituras. Citaba o aludía con frecuencia a pasajes bíblicos, especialmente de los Evangelios y de las enseñanzas de san Pablo. Usaba la Escritura para iluminar la caridad (como el célebre capítulo 13 de la primera carta a los Corintios sobre el amor, que recomendaba leer con frecuencia a sus miembros). También tenía una lealtad sencilla y firme al Magisterio de la Iglesia. Esto formaba parte de su espiritualidad: enseñaba obediencia y respeto a la autoridad de la Iglesia, motivo por el cual se opuso al jansenismo (pues éste resistía la autoridad papal). Decía que obedecer a la Iglesia es obedecer a Cristo, y que hay que amar a la Iglesia, Esposa de Cristo.
- Comunidad y espíritu de familia: La vida espiritual de Vicente no era solitaria, sino vivida en comunidad. Valoraba la vida común: orar juntos, comer juntos, trabajar juntos. Animaba a sus misioneros y hermanas a apoyarse mutuamente en su crecimiento espiritual. Celebraba semanalmente el “Capítulo de faltas”, en el que los miembros de la comunidad podían reconocer humildemente cualquier fallo, y otros ofrecían corrección fraterna con delicadeza —una práctica destinada a fomentar la santidad colectiva sin caer en el juicio—. Ponía énfasis en la caridad dentro de la comunidad. Les enseñaba a sobrellevar pacientemente las diferencias y debilidades mutuas, considerándolo parte de su servicio a Cristo. Este enfoque comunitario hacía que la espiritualidad vicenciana fuera colaborativa: se trata de ser una familia en Cristo realizando su obra, no de actuar como “lobos solitarios”.
- Mortificación y sencillez de vida: Vicente practicaba discretamente la penitencia personal. A veces llevaba un cilicio y utilizaba pequeñas prácticas disciplinarias comunes en los ascetas de su época (lo sabemos porque algunos de estos objetos fueron hallados en su celda tras su muerte). Sin embargo, nunca exhibía esto ni promovía penitencias severas para otros. De hecho, desaconsejaba el ascetismo extremo en sus comunidades, pues quería que estuvieran sanas y equilibradas para el servicio. Les decía que la mejor mortificación era aceptar con alegría las incomodidades diarias y dominar las propias pasiones (como la impaciencia o la vanidad).
La vida simple de Vicente (mantenía una sotana raída, una habitación pequeña, comía con moderación, etc.) formaba parte de su testimonio espiritual: no quería que nada se interpusiera entre él y su confianza en Dios. Pero también cuidaba razonablemente su salud e insistía en que sus miembros hicieran lo mismo, lo que lo hacía más moderado que algunos santos anteriores que abrazaron privaciones severas. Su principio rector era: Haz lo necesario para agradar a Dios y haz incluso las cosas sencillas con gran amor.
En definitiva, la espiritualidad de san Vicente de Paúl es una espiritualidad de acción arraigada en la contemplación. Encarnaba el lema que suele atribuirse a san Benito: Ora et labora —reza y trabaja—. En el caso de Vicente, podría decirse: Reza como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti, y también: El trabajo es amor hecho visible. Creía de verdad que servir a los pobres era servir a Dios, de modo que su espiritualidad derribaba cualquier muro falso entre los deberes “espirituales” y los “temporales”. Para él, alimentar a un hambriento y pasar una hora en adoración eran actos santos, y de hecho cada uno enriquecía al otro.
Su vida demuestra que una profunda unión interior con Dios puede sostener obras externas asombrosas sin agotamiento, porque se extrae la fuerza del amor inagotable de Dios. Por eso, a pesar de dirigir una red increíble de misiones y obras de caridad, Vicente seguía siendo personalmente amable, accesible y, según muchos testimonios, “serenamente alegre”. La gente esperaba a un hombre agobiado, pero a menudo encontraba en él una presencia calma y amable, prueba de ese anclaje interior en Dios.
En definitiva, la espiritualidad de san Vicente de Paúl puede resumirse en la frase que tanto amaba: “La caridad de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14). Todo lo que hacía estaba motivado por el amor de Cristo en su interior, que le impulsaba a seguir adelante, y quería que ese amor moviera también a los demás. Su espiritualidad nos anima igualmente a encontrar a Cristo en la oración y luego a ir a encontrarlo en el prójimo —especialmente en el prójimo necesitado—, confiando en que, al hacerlo, hallaremos también la salvación y santificación de nuestra propia alma.
(Continuará…)













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