VIII. Virtudes de san Vicente de Paúl
San Vicente de Paúl es considerado a menudo un ejemplo eminente de virtud cristiana. Cuando la Iglesia investigó su vida para la causa de canonización, destacó el “grado heroico” con que practicó las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las virtudes cardinales (prudencia, justicia, templanza y fortaleza). Pero, dicho en términos más sencillos, ciertas virtudes irradiaban de manera especial de su persona y de sus acciones:
- Caridad (Amor): Por encima de todo, Vicente de Paúl fue conocido por su extraordinaria caridad. No se trataba de un amor meramente sentimental, sino de un amor activo y concreto que se manifestaba en dar de comer al hambriento, cuidar al enfermo, consolar al prisionero y levantar al pobre. Su amor era universal: no hacía distinciones a la hora de servir. Para él, un mendigo cubierto de llagas o un criminal encadenado eran tan prójimos suyos (a los que amar y servir) como cualquier noble o amigo. Mostraba una compasión entrañable, muchas veces conmovido hasta las lágrimas por el sufrimiento ajeno. Sin embargo, su caridad también era sabia y organizada; no se conformaba con dar limosnas, sino que buscaba realmente sacar a las personas de la miseria y devolverles su dignidad. No basta con darles pan y caldo —decía—, hay que transmitirles nuestro amor. Enseñaba que la verdadera caridad significa hacer nuestras las necesidades del prójimo. Quizá una de las pruebas más claras de su caridad fue lo contagiosa que resultaba: encendía la llama de la caridad en incontables personas, desde damas de alta sociedad hasta sencillas muchachas de pueblo, inspirándolas a unirse a sus obras. Este efecto multiplicador de su amor demuestra cuán genuino y profundo era.
La amplitud de la caridad de Vicente era asombrosa. Respondía a todo tipo de miserias, ya fuera el abandono espiritual (como en Folleville), el hambre física, la enfermedad o la ignorancia. Decía con frecuencia que la verdadera caridad inventa modos nuevos de ayudar cuando los antiguos no bastan. Así, si había huérfanos que morían en la calle, creó la casa de expósitos; si la guerra provocaba refugiados, organizaba convoyes de socorro; si los presos languidecían, fundaba hospitales para ellos. En esto, no solo fue personalmente compasivo, sino también pionero en la acción social, anticipando muchas prácticas modernas de caridad.
Es importante subrayar que la caridad de Vicente no humillaba a quienes ayudaba; respetaba su dignidad. Instaba a sus seguidores a tratar a los pobres “como a vuestros amos”, una indicación asombrosa en una época de estricta jerarquía social. Esta humildad en su caridad le daba un carácter cristocéntrico. Su amor era directo y tangible: abrazaba a mendigos sucios y enfermos sin apartarse, viendo más allá de la suciedad a la persona sufriente amada por Dios. - Humildad: Quienes conocieron a Vicente coincidían unánimemente en su profunda humildad. A pesar de sus grandes logros y de la veneración que se le tenía, Vicente siempre se veía a sí mismo como un pobre pecador y un simple instrumento de Dios. Atribuía cualquier bien que hiciera a la gracia divina, no a su propia capacidad. No se sentía cómodo con los elogios. Por ejemplo, cuando alguien le felicitaba por algún proyecto caritativo, respondía con una sonrisa: No soy más que el pequeño instrumento de una gran obra. Cultivaba deliberadamente la modestia: continuó vistiendo una sencilla sotana y una capa vieja, incluso cuando benefactores ricos le ofrecían ropas mejores. Prefería un lenguaje llano al estilo retórico y florido, y se llamaba a sí mismo “un hombre sin letras” (aunque en realidad estaba bien instruido), para poder relacionarse con todos de manera sencilla.
Existe una anécdota entrañable: unos visitantes llegaron a San Lázaro queriendo ver al famoso señor Vicente; él mismo abrió la puerta, con un aspecto tan corriente que le tomaron por un sirviente y le preguntaron si podían ver a Vicente de Paúl. En lugar de corregirles con indignación, Vicente les guio amablemente en una breve visita y conversó con ellos; solo después alguien les informó de que el “sirviente” era en realidad Vicente. Tenía la costumbre de desviar el mérito: si le alababan por organizar una obra de socorro, mencionaba la generosidad de los donantes o el esfuerzo de sus colaboradores, nunca el suyo propio. Su humildad no era fingida, sino enraizada en una profunda conciencia de la grandeza de Dios y de sus propias limitaciones. Esta humildad le permitía colaborar con todos, pedir perdón cuando se equivocaba y asumir tareas humildes sin avergonzarse.
Incluso cuando aconsejaba a nobles o era apreciado en la corte, insistía en que le llamaran “Monsieur Vincent” (el señor Vicente) o “Père Vincent” (padre Vicente), títulos sencillos, y no otros más altisonantes. Cuando el papa Urbano VIII quiso nombrarle obispo en la década de 1630, Vicente suplicó rechazar el honor, convencido de que no era digno y de que sería más útil en su función actual. - Simplicidad: Muy ligada a la humildad estaba la virtud de la simplicidad. Valoraba la franqueza y la sinceridad, tanto en el hablar como en el vivir. Enseñaba a los miembros de sus comunidades a evitar la doblez o la afectación. Su propio estilo de comunicación era claro y sin artificios, ya hablara con campesinos o con príncipes. En una época en la que los religiosos solían usar un lenguaje teológico florido, Vicente expresaba las verdades de la fe de forma sencilla y concreta, lo que fue clave para su éxito al enseñar a la gente sencilla.
Practicaba también la transparencia en sus gestiones; por ejemplo, en la administración de los cuantiosos fondos de caridad que pasaban por sus manos, llevaba cuentas escrupulosas y explicaba con claridad cómo se empleaban los recursos, generando confianza. Vicente creía que Dios es simple (en el sentido de puro y verdadero) y que acercarse a Él requería un corazón sin engaño. Declaró célebremente que la simplicidad era su virtud favorita, “la virtud que más amo y a la que, me parece, rindo mayor homenaje”. Por simplicidad entendía decir la verdad con claridad y tener pureza de intención (buscar únicamente agradar a Dios).
La simplicidad de Vicente significaba también una especie de corazón indiviso. No complicaba las cosas en exceso; veía el Evangelio en términos claros: amar a Dios, amar a los pobres, hacer la voluntad de Dios. Y se mantenía fiel a lo esencial sin dejarse distraer por ambiciones personales o controversias inútiles. Esta concentración le daba una serenidad y claridad de juicio que otros admiraban. - Mansedumbre y dulzura: Aunque por naturaleza Vicente tenía el temperamento fogoso de un gascón, experimentó una transformación notable y llegó a ser conocido por su carácter afable y apacible. Los relatos contemporáneos lo describen como bondadoso, paternal y sereno. Rara vez, si es que alguna, levantaba la voz con ira. Incluso al corregir a alguien o en reuniones tensas (como en el Consejo de Conciencia de la reina), permanecía cortés y mesurado. Su dulzura le hacía cercano; la gente se sentía a gusto en su presencia, desde niños de la calle hasta nobles. Creía que se podía lograr más bien con la amabilidad que con la severidad. Esto no significa que fuera blando: sabía ser firme cuando era necesario, pero siempre intentaba suavizar la firmeza con compasión.
Su espíritu gentil brillaba especialmente en su ternura hacia los que sufrían: los testigos relataban cómo abrazaba o sostenía en brazos a huérfanos enfermos y mendigos, ofreciendo no solo ayuda práctica sino también el calor del afecto humano. Muchos comentaban la serenidad que mantenía incluso bajo provocación. En una ocasión, un sacerdote parisino simpatizante con el jansenismo le insultó y atacó públicamente en una reunión; Vicente escuchó sin responder con el mismo tono y, cuando contestó, lo hizo con una amabilidad tan medida que avergonzó al agresor y puso fin a la discusión. Este tipo de respuesta apaciguaba muchos conflictos y ganaba a los oponentes. - Celo (fervor apostólico): Vicente de Paúl tenía un celo incansable por la salvación de las almas y la gloria de Dios. En su madurez y en sus últimos años, pese a su salud frágil, trabajó sin descanso; podría decirse incluso que se desgastó por Cristo. Viajaba siempre que era necesario, escribía a las autoridades para defender a los pobres, predicaba y enseñaba, y ampliaba ministerios ya existentes o creaba nuevos cuando surgía una necesidad. Hablaba a menudo del fuego de la caridad que debía encender a sacerdotes y hermanas para servir plenamente a Dios. Su celo era contagioso: muchos que le conocían se sentían inspirados para ofrecerse voluntarios o cambiar su propia vida.
Sin embargo, Vicente cuidaba que el celo estuviera guiado por la prudencia y no se adelantara a la Providencia. Su vida encarnaba la del trabajador incansable en la viña del Señor, decidido a no dejar piedra sin mover si eso significaba consolar y salvar más almas. Pocos en la historia han sido tan fervientes defensores de los pobres y abandonados como Vicente de Paúl. En las misiones que organizaba, se entregaba por completo: predicaba varias veces al día, confesaba durante horas hasta la noche y luego se levantaba temprano para orar y volver a empezar. Quienes le acompañaban se maravillaban de su resistencia y dedicación. - Prudencia y sabiduría: Aunque quizá menos celebrada, la sabiduría práctica de Vicente fue una virtud clave para su éxito. Tenía una gran capacidad para conocer a las personas: discernía bien sus aptitudes y carácter, lo que le permitió elegir excelentes líderes como Luisa de Marillac u organizar eficazmente grandes grupos. Sus decisiones solían ser acertadas; planificaba con cuidado, administraba los recursos con austeridad pero con confianza, y negociaba con diplomacia tanto con autoridades eclesiásticas como civiles. Su prudencia se veía en cómo ampliaba las obras de caridad de forma sostenible (estableciendo normas, formando personal, buscando apoyo de manera sistemática). En las crisis, mantenía la cabeza fría.
Por ejemplo, en el apogeo de la guerra civil de la Fronda, cuando las turbas agitaban París, Vicente no adoptó posturas políticas precipitadas; en cambio, amplió discretamente la ayuda a los afectados por el conflicto y utilizó canales reservados para promover la paz. También fue prudente en el manejo de problemas internos: no toleraba faltas graves entre sus sacerdotes o hermanas, pero corregía con paciencia y a menudo prevenía males mayores abordando los pequeños a tiempo. Fue prudente en lo económico: aunque por sus manos pasaban sumas enormes, vivía de forma muy sencilla y utilizaba los fondos con eficiencia en favor de los pobres.
La combinación de estas virtudes hizo de Vicente un cristiano ecuánime y brillante. Quizá el secreto que las sostenía todas era su profunda fe y confianza en la Providencia, que le impedía caer en la soberbia cuando recibía elogios o en la desesperación cuando llegaban las dificultades. Su humildad le hacía flexible: no insistía en su propio camino, sino que buscaba de verdad el de Dios. Y su confianza le permitía emprender grandes empresas sin miedo, porque sabía que Dios era quien estaba al frente.
Un rasgo que impresionaba a sus contemporáneos era que las virtudes de Vicente estaban integradas. Su humildad alimentaba su caridad (porque veía a todos por encima de sí mismo), su caridad alimentaba su celo (porque amaba a las personas y quería su bien), su celo se moderaba con mansedumbre y prudencia (para que fuera eficaz y no temerario), y su simplicidad daba a todas sus acciones un testimonio claro y creíble.
Muchos que testificaron en el proceso de beatificación de Vicente mencionaron su serenidad y alegría. A pesar de llevar enormes cargas y de ver diariamente sufrimientos desgarradores, mantenía un carácter equilibrado e incluso alegre. Tenía un sentido del humor irónico: por ejemplo, cuando una persona demasiado entusiasta sugirió que las Hijas de la Caridad hicieran un cuarto voto para atender a los enfermos mentales, Vicente bromeó: Creo que ya tienen bastante con cuidar a los locos sin añadir un voto para ello, un comentario amable que mostraba que no quería imponer cargas innecesarias. A menudo animaba a sus colaboradores a ser alegres, diciéndoles que la tristeza no ayuda a nadie y que una palabra amable y una sonrisa podían levantar el corazón de un pobre tanto como el pan.
Las virtudes de san Vicente eran las del Evangelio en acción. Amaba a Dios con todo su corazón, y eso se veía en su amor eficaz al prójimo. Era humilde, viéndose verdaderamente como un siervo, lo que le abría a la fuerza de Dios. Era sencillo, centrado en lo esencial de la fe sin ego ni complicación, lo que hacía su mensaje accesible. Era manso y paciente, lo que conquistaba corazones endurecidos. Se mortificaba, lo que le daba dominio de sí para perseverar. Y era celoso, lo que le permitió lograr una cantidad asombrosa en una sola vida. No es de extrañar que incluso en vida la gente sintiera que estaba en presencia de un santo y que, después de su muerte, la Iglesia reconociera que sus virtudes brillaban en grado heroico.
(Continuará…)













0 comentarios