San Vicente de Paúl: Una vida al servicio de los pobres (parte 4)

por | Sep 21, 2025 | Formación, Santoral de la Familia Vicenciana | 0 Comentarios

VI. Reforma del clero y formación de los sacerdotes

El celo de san Vicente de Paúl por renovar la Iglesia se extendía no solo al cuidado de los laicos, sino también a la reforma del clero. Entendía que muchos de los problemas a los que se enfrentaban los fieles —como la ignorancia generalizada de la fe o la falta de atención pastoral— tenían su raíz en un clero mal formado y, en ocasiones, corrupto. Por ello, una parte fundamental de la misión de Vicente pasó a ser la formación de los sacerdotes y la mejora de su vida espiritual. Este aspecto de su labor tuvo un impacto más discreto, entre bastidores, pero fue de enorme importancia para la salud a largo plazo de la Iglesia.

A comienzos del siglo XVII, los decretos del Concilio de Trento sobre la creación de seminarios para la formación de sacerdotes aún no se habían aplicado por completo en Francia. Algunas diócesis contaban con seminarios, pero, debido a guerras y problemas económicos, muchas no los tenían o los que había funcionaban mal. Muchos sacerdotes en parroquias rurales apenas tenían formación; tal vez conocían algo de latín y teología por aprendizaje práctico, pero carecían de una formación sistemática. La disciplina era con frecuencia laxa: algunos clérigos eran mundanos, incluso escandalosos, acumulando beneficios eclesiásticos para obtener ingresos y descuidando a sus feligreses. Incluso los sacerdotes bien intencionados solían sentirse aislados y mal preparados.

Vicente de Paúl abordó este problema desde varios frentes:

  1. Retiros para ordenandos: En 1628, el clero de París debatía cómo garantizar que los candidatos al sacerdocio estuviesen debidamente preparados. Lo habitual era que un hombre fuese ordenado tras algunos estudios, pero sin haber pasado por un seminario formal. Vicente propuso que, antes de la ordenación, los candidatos hicieran un retiro —un tiempo intenso de oración, reflexión e instrucción— para prepararse espiritualmente para recibir el Orden Sagrado. El obispo de Beauvais invitó a Vicente a dirigir el primer retiro de este tipo para los ordenandos de su diócesis en septiembre de 1628. Vicente reunió a los futuros sacerdotes y dirigió un retiro de diez días que combinaba exhortaciones espirituales, enseñanzas sobre las virtudes y deberes sacerdotales y oportunidades para la confesión y la reflexión. La experiencia fue un éxito: los jóvenes salieron más conscientes de la santidad de su ministerio y mejor instruidos en cuestiones básicas como celebrar la Misa con devoción o catequizar a los fieles. La noticia se difundió y pronto otros obispos, incluido el de París, pidieron a Vicente que hiciera lo mismo. Estos “retiros para ordenandos” se convirtieron en una oferta habitual de la Congregación de la Misión. Se celebraban en San Lázaro y, más tarde, en otras casas vicencianas, varias veces al año, coincidiendo con las grandes épocas de ordenaciones (como la solemnidad de la Trinidad o las Témporas). En cada sesión podían participar cientos de ordenandos. Vicente o uno de sus sacerdotes ofrecían charlas sobre la santidad del sacerdocio, la importancia del breviario y de la Misa, y las responsabilidades de un párroco. Los participantes también recibían los sacramentos, a menudo haciendo una confesión general de su vida como parte del retiro. El objetivo era grabar en ellos la gravedad y la belleza de su vocación.
    El éxito de estos retiros fue notable: muchos jóvenes ordenandos salían con un renovado sentido de la sacralidad de su ministerio y con conocimientos prácticos que no habían recibido en su deficiente formación. Según todos los datos, los vicencianos dirigieron retiros de ordenación a más de 12.000 candidatos durante la vida de Vicente, lo que suponía una parte enorme del clero francés de la época. Numerosos testimonios hablan de sacerdotes que, años después, atribuían al retiro de ordenandos un cambio de perspectiva y el sostén de su fervor en los primeros años de ministerio.
  2. Fundación de seminarios: Aunque los retiros eran una solución inmediata, Vicente sabía que era necesaria una formación más profunda, tanto académica como espiritual. Fue pionero en la creación de seminarios o en influir en su desarrollo. Hacia 1635, Vicente asumió la dirección del colegio de Bons-Enfants en París. Inicialmente lo utilizó como escuela para jóvenes con vocación sacerdotal pero sin formación, funcionando en la práctica como un seminario menor. En 1642, adquirió otra casa, cerca de San Lázaro, para establecer el Seminario de San Carlos para estudiantes de filosofía (una especie de seminario menor para quienes cursaban humanidades).
    Fuera de París, los obispos empezaron a pedir a Vicente que enviara misioneros para ayudar a dirigir seminarios diocesanos. Por ejemplo, en 1641 el obispo de Annecy invitó a los paúles a dirigir allí el seminario siguiendo el método de Vicente. Sus equipos asumieron también seminarios en Le Mans, Saintes, Agde, Troyes y otros lugares, a petición de los obispos. Vicente era selectivo —no tenía suficientes sacerdotes para atender todas las solicitudes—, pero procuraba responder donde la necesidad era más urgente.
    Además, su concepto de seminario no se limitaba a la enseñanza académica, sino que incluía una sólida formación espiritual y práctica. En los seminarios dirigidos por los paúles, los alumnos seguían un horario disciplinado de oración, estudio, trabajo manual y prácticas pastorales supervisadas (como enseñar catequesis a niños o visitar enfermos bajo orientación). Vicente creía que un sacerdote debía estar tan formado en virtud como en doctrina.
    Un paso intermedio que promovió fue la creación de “seminarios para ordenandos”: un programa residencial breve para quienes ya habían terminado los estudios de teología, pero necesitaban una preparación inmediata para la ordenación. Estos podían durar unos meses e incluían el aprendizaje de habilidades prácticas (predicación, administración de sacramentos, etc.) y el fomento de la vida de piedad. Con el tiempo, estos programas evolucionaron hasta convertirse en seminarios más largos, de varios años, en algunos casos bajo dirección de la Congregación de la Misión.
    Para medir el impacto de Vicente en este asunto, digamos que, a su muerte, la Congregación de la Misión dirigía directamente 11 seminarios mayores en Francia. Antes de sus esfuerzos, menos de la mitad de las diócesis francesas tenían seminario; hacia la década de 1660, muchas contaban con uno, y los paúles estaban en primera línea de este crecimiento. Hacia 1700 (una generación después), misioneros paúles dirigían hasta 53 seminarios mayores y 9 menores en Francia, aproximadamente un tercio del total del país. Es un impacto asombroso en la formación del clero.
  3. Formación espiritual continua – Conferencias de los martes: Vicente también comprendió que la formación no debía terminar con la ordenación. Incluso los buenos sacerdotes necesitaban apoyo mutuo y ocasiones para reavivar su fervor. Así, en 1633 organizó lo que se conoció como las “Conferencias de los martes”. Eran reuniones semanales abiertas a cualquier sacerdote de París que quisiera asistir (inicialmente se celebraban los martes, de ahí el nombre). En San Lázaro, se reunían grupos de sacerdotes —a veces 20, otras hasta 60— para tratar temas concretos de la vida sacerdotal: cómo predicar de manera sencilla, cómo confesar bien, cómo cultivar la virtud personal, etc. Vicente moderaba las conversaciones, que eran algo informales pero con rigor espiritual. Cada sacerdote podía intervenir, compartiendo experiencias o ideas sobre el tema tratado. También rezaban juntos y concluían con resoluciones prácticas.
    Las Conferencias de los martes atrajeron a participantes ilustres, prueba del respeto que Vicente inspiraba. El gran Jacques-Bénigne Bossuet, famoso orador y después obispo de Meaux, asistió de joven sacerdote y reconoció que le ayudaron a formar su visión pastoral. Otros clérigos notables y futuros obispos asistían con regularidad. Más importante aún, párrocos corrientes de París acudían y encontraban fraternidad, consejos prácticos y renovación espiritual. La influencia de estas conferencias se extendió fuera de París: sacerdotes que habían asistido a ellas a veces organizaban encuentros similares en sus regiones.
    Además, Vicente abría San Lázaro a cualquier sacerdote que quisiera hacer un retiro personal o necesitara descanso espiritual. Aceptaba incluso a sacerdotes caídos en pecado grave o con problemas de alcoholismo para que pasaran un tiempo con los misioneros y renovaran su vida, un gesto de caridad ya que muchos consideraban a esos clérigos irrecuperables. Algunos lograron su conversión y regresaron renovados a sus parroquias.

El efecto acumulado de todos estos esfuerzos fue una notable mejora de los estándares clericales en Francia hacia mediados de siglo. Un resultado concreto: en muchas parroquias, los fieles empezaron a tener sacerdotes que realmente se ocupaban de ellos, predicaban de forma comprensible y llevaban una vida moralmente íntegra. Esto contribuyó a contrarrestar el avance del protestantismo y el rigorismo jansenista, pues los sacerdotes formados bajo la influencia de Vicente solían ser más compasivos y ortodoxos. En cierto modo, Vicente de Paúl anticipó el ideal moderno del sacerdote diocesano: bien instruido, espiritualmente devoto y socialmente comprometido.

La humildad de Vicente brillaba en todo esto. A pesar de ser uno de los sacerdotes más influyentes de Francia, siempre se presentaba como un hombre sin letras en teología (lo que no era del todo cierto). A menudo invitaba a clérigos más eruditos a dar conferencias o sermones a los seminaristas si creía que podían hacerlo mejor. Su interés estaba en los frutos, no en el mérito personal.

Además, mantenía una actitud de obediencia a los obispos. Los paúles hacían un voto especial de estabilidad y obediencia al Papa en materia de misiones, pero Vicente insistía en que siempre trabajasen bajo la autoridad del obispo local en cada diócesis. Esta colaboración con la jerarquía hizo que sus reformas se integraran y no se vieran como una amenaza o competencia.

Conviene destacar su postura contra la herejía del jansenismo (un movimiento rigorista dentro del catolicismo francés que, entre otras cosas, desaconsejaba la comunión frecuente y subrayaba la predestinación). El jansenismo atraía a algunos clérigos como una llamada a la austeridad, pero Vicente percibía su falta de caridad y su incompatibilidad con la doctrina de la Iglesia sobre la gracia. Durante las décadas de 1640 y 1650 fue un firme opositor del jansenismo. En 1653, tras condenar el papa Inocencio X ciertas proposiciones jansenistas, Vicente trabajó incansablemente para que el clero de Francia firmara el formulario de rechazo. Algunos sacerdotes, e incluso un paúl, se sintieron atraídos por su rigor; Vicente trató de corregirlos con paciencia. Su actuación en esta crisis mostró aún más su compromiso con un clero sano, unido y fiel a Roma.

Al final de su vida, entre el clero francés reinaba un nuevo espíritu: santidad personal, sencillez de vida, celo pastoral y comunión con la Iglesia. Esta renovación daría fruto en la siguiente generación con obispos como Bossuet y Fénelon, y misioneros que llevarían el Evangelio al extranjero (algunos formados en seminarios vicencianos). No es exagerado decir que Vicente de Paúl fue uno de los arquitectos del renacimiento católico del siglo XVII en Francia, tanto en obras de caridad como en reforma eclesial.

Las Conferencias de los Martes.

VII. Últimos años y muerte

En la fase final de su vida, Vicente de Paúl —ya ampliamente venerado como Monsieur Vincent— continuó guiando y expandiendo las obras que había fundado, incluso cuando su salud física comenzaba a debilitarse. Las décadas de 1640 y 1650 fueron años turbulentos en Francia (con una revuelta civil conocida como la Fronda y guerras continuas), y Vicente actuó a menudo como figura estabilizadora y conciliadora, buscada por todas las partes para recibir consejo. A pesar de su bajo rango —nunca fue obispo, sino un simple sacerdote—, terminó ejerciendo una enorme influencia tanto en asuntos eclesiásticos como civiles debido a la autoridad moral que había ganado.

En 1643, murió el rey Luis XIII y su esposa, Ana de Austria, asumió la regencia del joven Luis XIV. La reina, reconociendo la fama de santidad y sabiduría de Vicente, lo nombró miembro del Consejo de Conciencia, un reducido grupo asesor encargado de proponer candidatos para obispados y grandes beneficios eclesiásticos. Normalmente, este consejo solía estar compuesto por personas designadas por motivos políticos, pero Ana incluyó deliberadamente a Vicente para asegurarse de que sus nombramientos se basaran en el mérito y la virtud, y no únicamente en el linaje noble o el favoritismo. Para Vicente, este era un papel delicado. Lo asumió con gran seriedad, esforzándose por identificar sacerdotes santos y competentes que pudieran ser nombrados obispos. Defendió, por ejemplo, la designación de reformadores respetados como Monseñor François Bourgoing u otros con probada trayectoria de santidad. En varias ocasiones, Vicente se opuso a candidatos promovidos por ministros poderosos si sabía que no eran dignos, incluso a riesgo personal.

Esto lo llevó a entrar en conflicto con el cardenal Julio Mazarino, primer ministro de Francia. Mazarino era más cínico en su forma de abordar los nombramientos episcopales, utilizándolos a menudo como recompensas políticas. En un momento dado, en 1649, Vicente firmó, junto con otros miembros del Consejo de Conciencia, una protesta formal dirigida a la reina Ana en la que criticaban el gobierno de Mazarino y pedían su destitución (en plena tensión por la revuelta de la Fronda). Este acto valiente reflejaba la disposición de Vicente a decir la verdad al poder cuando estaban en juego la justicia y la paz. Mazarino no aceptó de buen grado tal interferencia. Una vez recuperada su influencia, Mazarino maniobró para que Vicente fuese retirado del Consejo de Conciencia hacia 1652, reemplazándolo por alguien más complaciente. Vicente aceptó esta destitución sin resistencia —de hecho, se sintió aliviado de liberarse del peso de la política cortesana—. Siempre se había sentido incómodo en medio de las intrigas palaciegas y solo las había soportado como una cruz por el bien que podía hacer. Una vez apartado, se volcó con más ímpetu aún en sus ministerios.

La última década de su vida estuvo marcada tanto por grandes pruebas como por importantes logros. La agitación de la Fronda dejó a muchos parisinos empobrecidos y hambrientos. Vicente movilizó ingentes recursos de caridad para asistir a refugiados y a los pobres de la ciudad que sufrían el desempleo y el alza de los precios del grano. Llegó incluso a organizar la distribución de pan en los barrios más castigados de París y a enviar ayuda a provincias devastadas.

Al mismo tiempo, combatió la expansión del jansenismo en la Iglesia de Francia. Un episodio particularmente doloroso fue el del convento de Port-Royal y sus partidarios, inclinados hacia el jansenismo. Vicente fue un firme firmante del formulario anti-jansenista y animó a todos los sacerdotes y religiosos bajo su dirección a adherirse igualmente a las enseñanzas del Papa. Escribió cartas a diversos abades y clérigos para persuadirles de abandonar la postura jansenista por el bien de la unidad de la Iglesia. El futuro papa Benedicto XIV (Prospero Lambertini) señalaría más tarde que los constantes esfuerzos de Vicente contra el jansenismo fueron un factor clave para contener su influencia entre el clero común.

En lo físico, Vicente padecía un deterioro creciente de salud en la década de sus setenta años. Sufría de úlceras crónicas en las piernas (probablemente varicosas) que le dificultaban caminar y, en ocasiones, lo mantenían en una silla de ruedas primitiva (en San Lázaro usaban un modelo rudimentario para moverlo cuando sus piernas estaban vendadas). También tenía problemas estomacales y probablemente artritis, lo que le causaba un dolor considerable. Aun así, mantuvo un ritmo de trabajo intenso casi hasta el final. Se levantaba temprano (a las 4 o 5 de la mañana) para orar, celebraba Misa cuando podía (en los últimos años a menudo debía hacerlo sentado, ya que estar de pie le resultaba demasiado doloroso) y luego mantenía reuniones, escribía cartas y recibía visitas a lo largo del día. Contaba con ayuda, por supuesto —su comunidad lo cuidaba con cariño—, pero se negaba a dejar que el dolor o la edad le impidieran seguir trabajando por Dios mientras hubiera almas en juego. Una carta de un visitante en 1657 lo describe así, a los 76 años: «El buen Señor Vicente, encorvado por la edad, con el rostro radiante y amable, recibía en audiencia a una fila de personas: un pobre mendigo, una dama noble, un sacerdote, un niño… cada uno pasaba por turno y él tenía una palabra y una bendición para cada uno. Era como si la caridad misma se hubiera hecho visible».

En uno de sus últimos días activos, Vicente se presentó cojeando en una reunión de sus misioneros y los exhortó a permanecer fieles al espíritu fundacional, especialmente en la humildad y la sencillez. Si alguno se sentía tentado al orgullo por los elogios recibidos a su labor, les advirtió que atribuyeran todo a la gracia de Dios y no a su propia capacidad. Muchos de los presentes se emocionaron hasta las lágrimas, sintiendo que Vicente hablaba como si dejara un testamento espiritual.

En septiembre de 1660, quedó claro que Vicente estaba muriendo. Luisa de Marillac había fallecido seis meses antes, en marzo, lo que supuso para él un golpe muy duro. Comentó a alguien: «Se me ha ido el brazo derecho», aludiendo a lo estrechamente que había trabajado con ella. Vivió lo suficiente para ver el nombramiento de una nueva superiora para las Hijas de la Caridad y para asegurar la sucesión en la Congregación de la Misión (había designado como sucesor al padre René Alméras, que efectivamente lo sucedió tras un breve período interino). Vicente mantuvo la lucidez mental, continuando hablando de la providencia de Dios y rezando los salmos.

En sus últimas noches, postrado en cama en San Lázaro, los misioneros se reunían en silencio fuera de su habitación para rezar por él. En la madrugada del 27 de septiembre de 1660, a los 79 años, san Vicente de Paúl falleció apaciblemente. Se dice que murió como había vivido: con mansedumbre y pensando en los demás. Según un testimonio, sus últimas palabras audibles fueron la oración: «Jesús, Jesús, Jesús».

La noticia de su muerte se extendió rápidamente y, de inmediato, personas de toda condición comenzaron a lamentarla. Los pobres de París sintieron que habían perdido a su padre. Las Hijas de la Caridad lloraron a Mon Père (mi padre, como lo llamaban). Los misioneros paúles perdieron a su fundador y guía. Las autoridades, tanto eclesiásticas como civiles, reconocieron que había muerto un santo. Su funeral se celebró el 28 de septiembre en la iglesia de San Lázaro. Tal fue la multitud que quiso asistir que hubo que pronunciar varios elogios fúnebres en distintos lugares para dar cabida a todos. El obispo de Toul pronunció la oración oficial, en la que dijo célebremente: «Transformó casi por completo el rostro de la Iglesia en Francia por medio de su caridad». El obispo destacó especialmente la renovación del clero y la extraordinaria caridad de Vicente como legados inseparables. Significativamente, incluso en esa alabanza, subrayó su humildad, señalando que Vicente mantenía sus virtudes “ocultas bajo las alas de la humildad” y que, pese a todo el bien realizado, se veía a sí mismo como “el más malvado de los hombres”.

Tras el funeral, Vicente fue enterrado en San Lázaro. Casi inmediatamente comenzaron a reportarse milagros y favores en su tumba. La gente tomaba pequeños trozos de su ropa u objetos que había usado como reliquias. La devoción popular hacia él fue espontánea; de hecho, ya existía antes de su muerte (se cuenta que, al oír hablar de sus obras, algunos en los pueblos exclamaban: «¡Es un santo!»). Se decía que, si la caridad pudiera representarse en forma humana, sería en la persona del señor Vicente.

En 1712, cuando se abrió la tumba durante una investigación canónica oficial, se halló que su cuerpo, que inicialmente se había encontrado incorrupto, se había deteriorado algo debido a factores ambientales (en 1705 unas inundaciones habían afectado la cripta de San Lázaro). Sin embargo, los huesos principales estaban intactos y, de manera notable, su corazón se halló extraordinariamente bien conservado. Extraído y colocado en una urna, su corazón permaneció blando y con aspecto vivo durante muchos años, algo que quienes lo examinaron consideraron inexplicable por medios naturales. Se interpretó como un signo de su excepcional caridad (simbolizada por el corazón). Sus huesos y resto del cuerpo fueron colocados posteriormente en un nuevo relicario y, tras las convulsiones de la Revolución francesa, acabaron en la capilla de la Casa Madre de la Congregación de la Misión en París, donde aún hoy se veneran. Su corazón se custodia en la capilla de las Hijas de la Caridad en la Rue du Bac de París.

Incluso en los años inmediatos a 1660, las obras iniciadas por Vicente continuaron con vigor. Su sucesor como superior de los paúles, René Alméras, y luego otros superiores, prosiguieron fielmente su misión. Tanto la Congregación de la Misión como las Hijas de la Caridad crecieron y se expandieron internacionalmente. Mientras tanto, las Cofradías de la Caridad formadas por Vicente siguieron sirviendo en las parroquias (y aún hoy, cuatro siglos después, siguen activas). Para todos los que conocieron su historia, era evidente que Vicente de Paúl había vivido una vida de virtud heroica. En consecuencia, la Iglesia comenzó a reunir pruebas para declararlo oficialmente santo.

El cuerpo de San Vicente de Paúl, expuesto en la iglesia de la Casa Madre de la Congregación de la Misión en París.

(Continuará…)

 

 

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