«La Sociedad ha mantenido desde el principio —recuerda el Manual de la Sociedad de San Vicente de Paúl— que los fondos donados a la Conferencia pertenecen a los pobres… los miembros nunca deben adoptar la actitud de que el dinero es suyo, ni que los destinatarios tengan que demostrar que lo merecen» [Manual, 23]. Cuando describimos a la Sociedad como dedicada tanto a la caridad como a la justicia, hablamos de esto: el dinero que se nos da para los pobres pertenece a los pobres.
La Sociedad encarna así la enseñanza más básica de la justicia en nuestra Iglesia: es la “virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido” [CEC, 1807]. Es decir, darles lo que merecen. Como Cristo mismo enseñó, debemos compartir nuestro abrigo con quien no tiene, y “el que tenga comida que haga lo mismo” (Cf. Lc 3,11). El Señor no creó a nadie para que muriera de hambre, y entregó la abundancia de esta tierra a todos, para todos.
Con frecuencia entendemos, y con razón, nuestras obras en la Sociedad como cumplimiento de las Obras de Misericordia corporales a las que Cristo nos llama. Y sin embargo, como enseña san Gregorio Magno, “cuando administramos cosas necesarias de cualquier clase a los indigentes, no damos lo nuestro, sino que les devolvemos lo que es suyo; más bien pagamos una deuda de justicia que realizamos una obra de misericordia” [Regla pastoral, III:25] En otras palabras, los pobres no tienen que demostrar que lo merecen: la abundancia de Dios, que se nos ha dado, ya es suya, y esto es una cuestión de simple justicia.
Comprender esta enseñanza no es encontrar un modo de exigir las donaciones de los demás. Más bien, es una exigencia mucho más desafiante: descubrir nuestros propios “segundos abrigos”. Es muy fácil reclamar buenas obras de otros, pero la Iglesia no nos enseña a exigirlas a los demás. La justicia nos obliga a amar al prójimo, con la misma fuerza, con la misma calidad y en el mismo grado que nuestro amor propio y nuestro amor a Dios.
Comprender esta enseñanza no significa buscar la manera de exigir a los demás que hagan donaciones. Más bien, supone un reto mucho más exigente: descubrir cuáles son nuestros propios “abrigos de sobra”. Resulta muy fácil pedir a otros que hagan buenas obras, pero la Iglesia no nos enseña a poner cargas sobre los demás, sino a asumirlas nosotros mismos. La justicia nos compromete a amar al prójimo con la misma intensidad, de la misma forma y en el mismo grado que nos amamos a nosotros mismos y que amamos a Dios.
Por eso, la justicia por sí sola no basta. Como escribió el beato Federico, es necesario “que la caridad haga lo que la justicia sola no podría hacer” [carta a François Lallier, 5 de noviembre de 1836]. Y, como explicó san Juan Pablo II, la justicia con frecuencia no logra librarse del rencor, del odio o incluso de la crueldad. Por sí sola, la justicia no alcanza, porque “la justicia ha de complementarse con la caridad” [Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2004].
Nuestra llamada a vivir la justicia viene antes que la llamada a la caridad, pero no la sustituye. Y es que, aunque “justicia y amor aparentan ser fuerzas antagónicas… no son más que las dos caras de una misma realidad” [Ibid]. La justicia no nos invita a exigir a los demás, sino que nos impone una exigencia personal: la de dejar a un lado el egoísmo para amar de verdad al prójimo como a nosotros mismos, reconociendo en él a alguien que merece plenamente todos los frutos de la creación de Dios, frutos que le corresponden tanto como a nosotros. Y la tesorería de nuestras Conferencias, que solo existe para ser compartida, es, en definitiva, ese “abrigo de sobra” que debemos ofrecer.
Contemplar
¿Guardo los fondos de la Conferencia para más adelante o los dedico a los que más los necesitan?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.













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