San Vicente de Paúl: Una vida al servicio de los pobres (parte 2)

por | Sep 19, 2025 | Formación, Santoral de la Familia Vicenciana | 0 Comentarios

III. Fundación de la Congregación de la Misión

A medida que la labor misionera de Vicente entre los pobres se expandía, se dio cuenta de que necesitaba una comunidad estable de sacerdotes dedicados a tiempo completo a este apostolado. Hasta ese momento, había trabajado de manera algo informal: aquí y allá, algunos sacerdotes diocesanos le ayudaban en las misiones cuando podían. Pero Vicente imaginaba una compañía de obreros evangélicos que consagraran sus vidas a “llevar la Buena Noticia a los pobres”, tal y como él había empezado a hacerlo. Esta intuición condujo a la fundación de la Congregación de la Misión, la congregación religiosa de sacerdotes y hermanos conocida comúnmente como misioneros paúles o lazaristas.

La señora de Gondi y su marido acordaron dotar una fundación para sostener los esfuerzos misioneros de Vicente entre la gente pobre del campo. El 4 de septiembre de 1826, con la dotación de los Gondi y de acuerdo con el Contrato Fundacional de la Congregación de la Misión [17 de abril de 1625], Vicente y un pequeño grupo de tres sacerdotes se reunieron en París y firmaron un documento por el que se comprometían a vivir juntos como comunidad y a dedicarse a la salvación de los pobres. El 17 de abril de 1625, este contrato fue elevado a escritura pública ante notario, y esa fecha se considera a menudo como el inicio formal de la Congregación de la Misión.

Al principio, la pequeña comunidad se reunió en el Collège des Bons-Enfants de París. El 25 de enero de 1626 (nueve años exactos después del sermón de Folleville), el grupo hizo promesas mutuas para cumplir los objetivos de la misión. En 1627 recibieron la aprobación papal para su labor de parte del papa Urbano VIII, que la elevó al rango de “Congregación” misionera. El arzobispo de París aprobó formalmente su Regla el 24 de abril de 1626. Vicente fue designado primer Superior General de la Congregación de la Misión, cargo que desempeñaría durante el resto de su vida.

La finalidad de la Congregación era audaz en su sencillez: la evangelización de los pobres del campo y la mejora de la formación del clero. Vicente y sus compañeros realizaban campañas itinerantes de predicación, llamadas “misiones”, en pueblos adonde acudían invitados por párrocos o por obispos. Normalmente pasaban varias semanas en un lugar, predicando cada día las verdades básicas de la fe, enseñando el catecismo a niños y adultos, animando a la gente a hacer buenas confesiones, reconciliando enemistades y reformando costumbres. Su enfoque era compasivo y adaptado a la gente sencilla; a diferencia de algunos misioneros anteriores, que adoptaban un tono severo y apocalíptico, Vicente insistía en la suavidad y la comprensión, yendo a encontrarse con las personas allí donde estaban. El efecto de estas misiones era con frecuencia espectacular: pecadores empedernidos se convertían, matrimonios se reconciliaban, se restituían bienes o derechos por injusticias cometidas y se producía un notable impulso de la vida moral y espiritual en aquellas parroquias.

En 1633, la joven comunidad encontró una sede permanente en París. Ese año, el Priorato de San Lázaro, en las afueras de la ciudad, fue entregado a la Congregación (el prior de San Lázaro, admirador de la labor de Vicente, cedió la propiedad). San Lázaro había sido un leprosario medieval y era un amplio recinto cerrado: se convirtió en la casa madre de la Congregación de la Misión y en centro de muchos de los proyectos de Vicente. Desde entonces, al pueblo le dio por llamar a los miembros de la Congregación “lazaristas” (por San Lázaro). El lugar contaba con una espaciosa iglesia, alojamientos, jardines y salas de reuniones, lo que lo hacía ideal para formar sacerdotes y acoger a los muchos que acudían a Vicente en busca de consejo o de caridad. Bajo su dirección, San Lázaro se convirtió en un núcleo de fervor misionero y también en una especie de “cuartel general de la caridad” en París.

La Congregación de la Misión fue creciendo de forma constante. Sacerdotes talentosos y celosos de distintas partes de Francia se unieron a ella. Vicente les inculcaba un espíritu de humildad, sencillez y caridad como virtudes esenciales. No eran una orden monástica, sino clérigos que vivían en comunidad para un fin misionero. El estilo de liderazgo de Vicente era paternal: firme en los objetivos, pero flexible en los métodos. Les dio como lema Evangelizare pauperibus misit me (“Me ha enviado a llevar la Buena Noticia a los pobres”, Lc 4,18). Otra frase latina que Vicente repetía con frecuencia era Totum opus nostrum in operatione consistit (“Toda nuestra obra consiste en la acción”), subrayando que el amor de Dios debe expresarse en esfuerzos concretos. Y equilibraba esto insistiendo en que los misioneros fueran hombres de oración: “Por encima de todo, tened una gran vida interior —solía decirles—, porque si os falta la vida interior, os falta todo”. Les instaba a no descuidar nunca los momentos de meditación, el rezo del Oficio Divino y la lectura espiritual, para que la actividad no les hiciera olvidar la fuente de su fuerza.

En vida de Vicente, los misioneros paúles se extendieron más allá de la región de París a diversas zonas de Francia e incluso al extranjero. Fundaron casas de misión en varias diócesis francesas, a menudo haciéndose cargo de la formación del clero o de circuitos regulares de predicación. Iban allí donde la necesidad era más acuciante. Por ejemplo, en 1642 Vicente envió un equipo a Roma, invitado por el papa Urbano VIII, para encargarse de una casa destinada a misiones en los Estados Pontificios. Mandó sacerdotes a Túnez y Argel para atender espiritualmente a los esclavos cristianos de las galeras y colaborar en su rescate (Vicente nunca olvidó a los cautivos cristianos del norte de África, pues él mismo lo había sido). En 1651 envió miembros a Polonia, a petición de la reina de aquel país, donde comenzaron misiones y acabaron abriendo casas que atendían a los pobres y formaban a sacerdotes. Quizá lo más arriesgado fue la misión a Madagascar en 1648: una empresa inmensa y peligrosa. Un grupo de sacerdotes y hermanos paúles zarpó para evangelizar aquella remota isla, soportando enormes penurias, y muchos, incluido el superior, murieron de enfermedad. Aunque la misión de Madagascar tuvo un éxito limitado en vida de Vicente (daría fruto más adelante), reflejó la universalidad de su visión: no había fronteras para la caridad y la evangelización.

Hacia 1650, la Congregación de la Misión contaba con unos 70 sacerdotes y 20 hermanos en Francia, más los destinados a misiones en el extranjero. A la muerte de Vicente en 1660, se estima que había 25 casas paúles en funcionamiento. En las décadas siguientes crecería aún más: poco antes de la Revolución Francesa, los lazaristas dirigían 53 seminarios mayores y contaban con más de 800 miembros. Vicente, sin embargo, permaneció humilde ante estos logros. En una conferencia a sus sacerdotes en 1658, dijo: “Nuestra vocación consiste en ir, no a una parroquia, ni sólo a una diócesis, sino por toda la tierra; ¿para qué? Para abrazar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra para inflamarla de su amor. […] No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo”. Estas palabras muestran el fuego que impulsaba a Vicente y el propósito que dio a su Congregación.

En el funeral de Vicente, en 1660, el predicador afirmó que Vicente de Paúl “prácticamente había transformado el rostro de la Iglesia en Francia”. Aunque Vicente habría sido el primero en quitar importancia a semejante elogio, es cierto que la Congregación de la Misión —junto con sus otras iniciativas— tuvo un efecto profundo en el catolicismo francés, reavivando la práctica religiosa entre la gente sencilla y elevando el nivel del clero. Ingenioso, afable, práctico y sincero, Vicente tenía una extraordinaria capacidad para conectar con todo tipo de personas e inspirarlas a unirse a la misión del Evangelio. La Congregación de la Misión fue uno de los instrumentos clave de ese legado.

IV. Servicio a los prisioneros de galeras y otras obras de misericordia

Mientras fundaba misiones y cofradías, Vicente de Paúl se implicó en diversas obras de misericordia que demostraron aún más su caridad sin límites. Una de las más conocidas fue su ministerio a los convictos de las galeras de Francia. Esto comenzó gracias a su relación con la familia Gondi: el señor de Gondi era General de las Galeras Reales y, en 1618, nombró a Vicente capellán de sus remeros. En aquella época, los condenados eran sentenciados a remar en las grandes naves de la marina francesa. Cuando no estaban en el mar, estos galeotes eran recluidos en condiciones espantosas en las ciudades portuarias: encadenados en mazmorras oscuras y sucias, alimentados apenas con pan y agua, y obligados a yacer en su propia suciedad, cubiertos de llagas y de parásitos. La mayoría, incluso personas de la Iglesia, se apartaba de ellos o los ignoraba como si estuvieran más allá de toda ayuda. Vicente de Paúl, en cambio, veía en ellos almas por las que Cristo había muerto, y prójimos dignos de compasión.

Hacia 1619, Vicente comenzó a visitar la prisión de galeras en París, situada en el antiguo complejo del Louvre. El espectáculo le horrorizó: hombres medio desnudos, desnutridos, muchos enfermos o heridos, todos viviendo mísera y desesperadamente. Vicente hizo lo que pocos se atrevían: se arremangó y les atendió directamente. Hablaba con ellos con amabilidad, les escuchaba y les llevaba pequeños consuelos. Les limpiaba y vendaba las llagas y heridas (tarea nauseabunda, pues muchas estaban infectadas por el roce de las cadenas o los azotes). Les repartía comida, sirviendo cuencos de sopa o pan y carne que pedía a sus benefactores. Viendo también sus necesidades espirituales, les invitaba a volver a Dios, pero lo hacía con un tono fraternal y cercano que ganaba su confianza. Criminales endurecidos, violentos y hostiles, eran vistos llorando ante sus palabras o pidiéndole confesión, conmovidos por aquel amor inesperado.

En 1622, el rey Luis XIII nombró oficialmente a Vicente de Paúl Limosnero Real de Galeras, un título que reconocía su labor y le daba autoridad para atender a los galeotes de todo el reino. Vicente viajó a los puertos de Marsella y Burdeos, donde había galeras, para inspeccionar las condiciones y promover mejoras. En Marsella encontró los mismos horrores que en París. Allí fundó una cofradía de mujeres del lugar para asistir a los condenados con alimentos y cuidados. También subió personalmente a las galeras atracadas para hablar con los remeros encadenados. Una historia legendaria (aunque apócrifa) cuenta que Vicente, tan conmovido por un esclavo agotado, tomó su lugar al remo durante un tiempo. Aunque no sea literalmente cierta, esta anécdota simboliza perfectamente el espíritu de solidaridad de Vicente con los más afligidos.

Otra faceta de su ministerio en las prisiones fue la redención de cautivos. Con frecuencia los marineros franceses eran capturados por piratas berberiscos. Vicente recaudaba fondos para rescatar a estos cautivos cuando era posible, colaborando con órdenes religiosas como los trinitarios y mercedarios, especializados en la redención de cautivos cristianos. Incluso envió a dos sacerdotes paúles, entre ellos un dinámico misionero llamado François du Coudray, a Túnez y Argel en 1645 como emisarios. Su misión, guiada por Vicente, era atender espiritualmente a los esclavos cristianos en aquellas ciudades y negociar o facilitar rescates. Era una labor extremadamente peligrosa (uno de los sacerdotes de Vicente fue martirizado en Argel posteriormente), pero mostraba el alcance audaz de su caridad: estaba dispuesto a seguir la llamada de la caridad hasta los confines de la tierra y hasta las mismas fauces de la hostilidad.

Más allá de las galeras, Vicente se volcó prácticamente en toda clase de sufrimiento que se le presentara. En los últimos años de la década de 1620 y en los 30, por ejemplo, una serie de inviernos duros y malas cosechas provocaron hambrunas en partes de Francia. Vicente organizó una ayuda a gran escala. Entre 1639 y 1640, cuando la región de Lorena quedó devastada por una combinación de hambre y los saqueos de las tropas durante la Guerra de los Treinta Años, Vicente dirigió desde París una inmensa operación de socorro. Recaudó donaciones de los ricos de la capital, reuniendo lo que hoy equivaldría a millones de euros, y envió convoyes de grano, vino y carne hacia el este. Escribía cartas coordinando equipos de sacerdotes y de Hijas de la Caridad para repartir alimentos en los pueblos más afectados y para montar comedores y refugios. Se calcula que entre 1639 y 1643 Vicente canalizó más de 1,5 millones de libras (una suma enorme para la época) en ayuda a las regiones devastadas por la guerra. Esta labor salvó a miles de la inanición y dio a Vicente un gran prestigio: incluso oficiales de los ejércitos sueco y español dejaron pasar algunos de sus convoyes al saber que eran “para la caridad de Monsieur Vincent”.

Uno de los grupos necesitados a los que Vicente prestó especial atención fueron los niños abandonados. El París del siglo XVII tenía una elevada mortalidad infantil y muchos bebés nacidos fuera del matrimonio o en pobreza extrema. Estos recién nacidos eran abandonados con frecuencia en las puertas de las iglesias o, peor aún, dejados morir. Conmovido por esta realidad, Vicente y las Damas de la Caridad tomaron cartas en el asunto. Hacia 1638, Vicente se encontró con un recién nacido abandonado en una calle, destinado a morir de frío. Lleno de indignación y compasión, planteó el asunto a las Damas de la Caridad en París. Predicó en las iglesias sobre la situación de estos inocentes, tocando las conciencias. Las Damas, bajo su dirección, iniciaron un ministerio para los expósitos. Alquilaban una pequeña casa donde recibían a los bebés que les llevaban, contrataban nodrizas o madres de acogida para alimentarlos y cuidarlos (pues no existían leches artificiales y la única forma de mantener vivo a un lactante era con leche materna). Esta labor era muy costosa y a menudo desgarradora. En un momento dado, el número de bebés que recibían creció tanto y los gastos eran tan elevados que las Damas comenzaron a temer por la viabilidad del proyecto. Habían acogido a docenas de niños, proporcionándoles leche, medicinas y, más adelante, aprendizajes para los mayores, pero los fondos se agotaban y algunas voces sostenían que era insostenible. Según un relato, al oír que las Damas consideraban abandonar la obra, Vicente pronunció en 1640 un encendido discurso que avergonzó e inspiró a la asamblea a donar lo suficiente para mantener abierta la Casa de Expósitos. Les dijo que aquellos pequeños eran los “más pequeños hermanos” de Jesús y que abandonarlos equivaldría a un asesinato. Sus palabras encontraron eco. Las donaciones llegaron y la obra continuó. Las Hijas de la Caridad acabarían asumiendo la gestión diaria de la casa, y hacia 1670 atendían a cientos de niños cada año.

Vicente también se ocupó de los enfermos mentales, que a menudo estaban encadenados en cárceles o vagaban por las calles. En San Lázaro reservó un edificio para alojar a un grupo de hombres con trastornos mentales, dándoles techo y cuidados básicos, en lo que fue uno de los primeros pequeños asilos para el trato humano de estas personas. A veces se refería a ellos afectuosamente como nuestros pobres afligidos e insistía en que se les tratara con amabilidad, no como a animales.

Además, Vicente apoyó la creación de las Damas de la Caridad del Hôtel-Dieu de París. El Hôtel-Dieu era el principal hospital de la ciudad, que atendía a los enfermos pobres, y era tristemente famoso por su hacinamiento e insalubridad. Hacia 1634, Vicente ayudó a reunir a unas 200 mujeres de la alta sociedad parisina para que se turnaran como voluntarias en el hospital, cuidando a los enfermos, lavando ropa y llevando comida de mejor calidad. Les dio una regla y aliento espiritual, reforzando lo que podría considerarse el primer cuerpo de voluntarias hospitalarias.

De los prisioneros a los huérfanos, de los refugiados a las personas con discapacidad, apenas hubo en la Francia de Vicente un grupo sufriente al que no tratara de ayudar. A menudo lo hacía de forma indirecta, empoderando a otros, un aspecto clave de su método. Tenía un talento notable para organizar a personas de diferentes estratos sociales para trabajar juntas por una causa. Por ejemplo, para sostener sus múltiples obras de caridad, Vicente cultivó relaciones con aristócratas e incluso con miembros de la familia real, asegurando donaciones y respaldo político. Al mismo tiempo, insistía siempre en que el servicio real —visitar a los pobres, dar de comer al hambriento— debía implicar un encuentro personal, no solo una contribución económica. Esta forma de entender el servicio significaba que, tanto si se era duquesa como sirvienta, al entrar en la puerta de un hospital de caridad o en una choza de pobres para servir, todos estaban en pie de igualdad como siervos de Cristo.

Las obras de misericordia de Vicente iban más allá del socorro inmediato: también le preocupaba el bienestar espiritual a largo plazo de los que atendía. A menudo organizaba misiones o catequesis junto con la ayuda material. Por ejemplo, cuando enviaba ayuda a las regiones devastadas por la guerra, también mandaba sacerdotes misioneros para predicar y restablecer los sacramentos allí, reparando el tejido tanto del cuerpo como del alma.

Vicente de Paúl distribuye la comunión a los prisioneros de las galeras. Ilustración de Jean-Loup Chamet. Fuente: Archivo de imágenes DePaul. Mejorada digitalmente.

(Continuará…)

 

 

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