I. Fundamentos bíblicos: Pureza de corazón y recto deseo
El noveno mandamiento, que aparece en Éxodo 20,17 y se repite en Deuteronomio 5,21, aborda las dimensiones ocultas del pecado: la disposición interior del corazón. A diferencia del Sexto Mandamiento, que condena el acto del adulterio, el Noveno se adentra en el terreno de la intención y del deseo: «No codiciarás la mujer de tu prójimo». Este mandamiento no es solo una prohibición moral, sino una invitación a la pureza de corazón, al dominio de sí mismo y al amor auténtico.
En la visión bíblica, el corazón es el centro de la vida moral. Proverbios 4,23 advierte: «Por encima de todo, guarda tu corazón, porque de él mana la vida». Jesucristo retoma la profundidad espiritual de este mandamiento en el Sermón de la Montaña: «Yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mateo 5,28). Cristo revela que el pecado no se limita a la acción física, sino que incluye el deseo desordenado, especialmente cuando convierte al otro en objeto o viola la alianza matrimonial.
En la Biblia, el matrimonio es una alianza sagrada, no simplemente un contrato o institución social. Codiciar a la esposa de otro es violar el misterio de unión que refleja la propia alianza de Dios con su pueblo (cf. Efesios 5,25-32). Es malgastar el don de la sexualidad y reducir a una persona a un objeto de gratificación personal. Esto no solo es injusto para el otro, sino que también deforma el corazón de quien codicia, convirtiendo el amor en posesión y la comunión en consumo.
II. Una reflexión vicenciana: Mirada íntegra y amor desinteresado
San Vicente de Paúl vivió y enseñó el núcleo de este precepto: que las personas nunca deben ser utilizadas, sino siempre amadas. Para los vicencianos, la llamada es a la pureza de corazón, no por sí misma, sino en función de la caridad y de la misión.
En la tradición vicenciana, codiciar no es solo desear lo que no nos pertenece; es olvidar que cada persona es templo del Espíritu Santo, especialmente los pobres. Cuando el deseo se convierte en dominio, aunque sea de manera sutil, la caridad se distorsiona. Vicente advertía con frecuencia contra el orgullo espiritual oculto o la posesividad disfrazada de servicio. La verdadera castidad, en sentido vicenciano, es libertad para amar radicalmente, sin apegos, sin control, sin esperar nada a cambio.
Para los vicencianos, la castidad —ya se viva en matrimonio o en celibato— no es solo una disciplina, sino una vocación de hospitalidad. Significa hacer espacio para que el otro sea plenamente sí mismo. Es negarse a que los demás sean instrumentos de nuestras necesidades emocionales. En un mundo que comercializa cuerpos y manipula corazones, los vicencianos están llamados a ser testigos de relaciones sagradas.
Codiciar es objetivar; amar en Cristo es venerar. Santa Luisa de Marillac habló de la importancia de la «pureza de intención» en todos los actos de servicio. Para ella, la castidad era un medio de estar totalmente disponible para Cristo y para los pobres, viéndolos no como proyectos, sino como iconos de Jesús sufriente.
Además, la misión vicenciana exige examinar no solo el deseo personal, sino también la codicia sistémica: la manera en que el mundo explota a otros emocional, económica e incluso espiritualmente. Cuando mujeres y niños son víctimas de la trata, cuando los medios fomentan la envidia y la insatisfacción, cuando la caridad se convierte en escenario de gloria personal… todo ello son expresiones de codicia.
La respuesta vicenciana es una conversión de la mirada: ver al otro no como objeto, sino como un milagro. También es proteger a los vulnerables de ser reducidos a mercancía. La castidad, en este sentido, no es un abandono, sino claridad misionera, una llamada a servir con manos limpias y corazón puro.
En un mundo obsesionado con el control, la conquista y el consumo, el Noveno Mandamiento nos invita a una libertad más profunda. Nos pregunta: ¿A quién amas de verdad… y por qué?
Los vicencianos están llamados a amar con pureza, no con posesividad. Esto requiere silencio, oración, ascetismo y rendición de cuentas en comunidad. Significa examinar no solo las acciones, sino las motivaciones. ¿Amamos a los pobres por Cristo, o por lo que su aprobación nos da? ¿Servimos a los demás con veneración, o con una expectativa sutil de recompensa emocional?
En definitiva, el noveno mandamiento es una llamada a la libertad de Cristo, que nunca usó a nadie, sino que se entregó por completo. Los vicencianos, formados por este mandamiento, están llamados a construir una cultura en la que nadie sea utilizado, nadie sea comprado, nadie sea invisible.
Al hacerlo, nos convertimos en servidores no de nuestro deseo, sino del Amor Divino. Y en el espejo de los pobres, empezamos a ver el rostro de Aquel que nunca codicia, sino que siempre da.
III. Preguntas para el discernimiento personal y comunitario
- ¿De qué maneras me siento tentado a reducir a las personas a objetos de mi deseo o de mi beneficio? ¿Cómo puedo crecer en ver a los demás como sagrados?
- ¿Cómo influyen las imágenes sociales de las relaciones en mi comprensión de la fidelidad y de la pureza de corazón?
- ¿Existen ámbitos en mi vida en los que confundo amor con posesión? ¿Qué me puede estar invitando Dios a entregar?
- ¿De qué manera el llamado vicenciano a honrar la dignidad de cada persona cuestiona mi visión sobre las relaciones, especialmente con los más vulnerables?
- En mi comunidad, ¿hay hábitos, estructuras o actitudes que favorezcan la codicia o la cosificación? ¿Cómo podemos juntos construir una cultura de veneración y respeto?
- ¿Qué prácticas (oración, servicio, rendición de cuentas, etc.) me ayudan a mantenerme fiel en el amor y puro de corazón?
- ¿Cómo podemos, como Familia Vicenciana, promover sanación y esperanza en un mundo marcado por la traición, el abuso y las relaciones rotas?
IV. Oración vicenciana por la pureza de corazón
Señor Jesús,
Tú que miraste con amor a los humildes,
purifica nuestros corazones de la posesividad y del orgullo.
Enséñanos a ver en cada persona tu imagen,
no un objeto de deseo, sino un misterio sagrado.
Concédenos la gracia de la castidad interior,
para honrar todas las relaciones con reverencia.
Haznos vigilantes ante las sutiles tentaciones
que reducen el amor a control y el afecto a conquista.
Por la intercesión de san Vicente de Paúl,
que vivió castamente y sirvió con libertad,
danos corazones abiertos para amar sin aferrarnos
y ojos que vean a cada persona como un don, no una posesión.
Que nuestra pureza sea fuente de fortaleza,
nuestra fidelidad signo de esperanza
y nuestra caridad reflejo de tu corazón fiel.
Amén.













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