El 2 de septiembre celebramos la fiesta del beato Pedro Renato Rogue

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1 septiembre, 2025

El 2 de septiembre celebramos la fiesta del beato Pedro Renato Rogue

por | Sep 1, 2025 | Formación, Santoral de la Familia Vicenciana | 0 Comentarios

I. Un hijo de Vannes

En la ciudad amurallada de Vannes, en la región de Bretaña (Francia), donde las estrechas calles medievales todavía respiran el aire salado del golfo de Morbihan, Pedro Renato Rogue nació el 11 de junio de 1758. Fue bautizado ese mismo día en la catedral que más tarde guardaría sus restos mortales. Su padre, sombrerero y peletero, murió cuando Pedro Renato era un bebé; su madre, Françoise Loiseau, llevó adelante el hogar y el negocio con una fe firme y una dulzura tenaz. La memoria local lo recuerda como un hombre de baja estatura —apenas un metro y medio—, pero rápido de mente y ardiente en devoción, un joven cuya pequeña complexión nunca limitó la grandeza de su caridad.

Destacó en los estudios en el Collège Saint-Yves (hoy Collège Jules-Simon), donde discernió su vocación sacerdotal e inició su formación en el seminario diocesano de Vannes. El seminario estaba dirigido por sacerdotes de la Congregación de la Misión, cuyo celo pastoral y amor a los pobres le marcaron profundamente. Ordenado sacerdote el 21 de septiembre de 1782, ingresó en la Congregación de la Misión en 1786 y pronto comenzó a enseñar en el seminario, siendo un joven formador con corazón de pastor.

II. Una Revolución que llama a la puerta de la Iglesia

Cuando la Revolución francesa se extendió por Bretaña, sus promesas iniciales de reforma pronto se endurecieron en exigencias que golpeaban de lleno la vida de la Iglesia. Entre ellas destacaba la Constitución Civil del Clero (1790), que obligaba a los sacerdotes a hacer un juramento que subordinaba la Iglesia al nuevo orden político. Muchos sacerdotes en Bretaña estaban abiertos a reformas sociales; pocos podían aceptar una refundación de la Iglesia separada de la comunión con el sucesor de Pedro. El padre Rogue —por convicción, conciencia y comunión— se negó a prestar el juramento. Eligió la fidelidad a la Iglesia antes que la seguridad, uniéndose aún más estrechamente a Cristo y a su pueblo.

La negativa tuvo un precio. Los sacerdotes «no juramentados» fueron apartados de sus cargos, vigilados, exiliados o encarcelados. Vannes, como muchas ciudades bretonas, se convirtió en un paisaje de altares ocultos y sacramentos susurrados. Entre epidemias y turbulencias, Rogue siguió siendo pastor: confesaba en secreto, predicaba en graneros o salas traseras, y sobre todo llevaba la Eucaristía a los enfermos y moribundos. Más tarde, la Iglesia le veneraría como «mártir de la Eucaristía», porque su decisión pastoral de llevar el Viático a un moribundo acabaría conduciendo a su arresto.

Óleos enmarcados; originales en la curia general de la Congregación de la Misión, Roma.

III. Arresto en Nochebuena

En la noche del 24 de diciembre de 1795, Rogue salió discretamente para llevar la Comunión a un feligrés moribundo. Fue reconocido y denunciado; los agentes lo detuvieron mientras llevaba la píxide (recipiente pequeño donde se guardan las hostias consagradas). Lo encarcelaron en Vannes junto con otros sacerdotes, a quienes confortaba, instruía e incluso componía versos sagrados durante aquellas semanas de invierno. La imagen es sobrecogedora: mientras el mundo cantaba al Verbo hecho carne, un sacerdote paúl se encontraba en una celda fría, custodiando al mismo Verbo hecho pan, seguro de que ninguna prisión podía impedir la Presencia que llevaba en el corazón.

Los interrogatorios llegaron a finales de febrero. El 2 de marzo de 1796, un tribunal revolucionario lo condenó a muerte. Los testigos recordaban su serenidad; pasó la noche en oración. El 3 de marzo —con el duro invierno bretón aún sin ceder—, Rogue y otro sacerdote, el abbé Alain Robin, fueron conducidos a la guillotina en la plaza del mercado, frente a la capilla de Saint-Yves. Cantaba mientras caminaba, entonando un cántico a Cristo en la que fue su Vía Dolorosa por las calles de Vannes.

A las tres de la tarde inclinó la cabeza bajo la cuchilla. Muchos lloraban abiertamente; algunos corrieron tras la ejecución para empapar paños en la sangre del mártir, un gesto visceral e inmediato de devoción muy común en la época de los mártires de la Revolución. La madre de Rogue estaba allí; el pueblo de Vannes nunca olvidó su valentía ni la de su hijo.

IV. «Mártir de la Eucaristía»

El vínculo eucarístico recorre la historia de Rogue como un tejido luminoso: era el sacramento que enseñaba a amar a los futuros sacerdotes; el don que arriesgó su vida para llevar a un moribundo; el misterio que adoró en prisión; y la presencia por la que murió. La diócesis de Vannes lo venera como «prêtre, martyr de l’Eucharistie», el sacerdote márir de la Eucaristía, y la catedral mantiene su memoria junto al altar. Piedra labrada y vidrio templado custodian una efigie y un relicario yacentes bajo el altar de la capilla del beato Pedro Renato Rogue, una catequesis tierna en mármol y memoria que predica a los peregrinos: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».

Ese amor sacrificado no era un acto teatral, sino un hábito. Antes de su arresto, Rogue había pasado meses moviéndose por callejuelas, visitando a los pobres, instruyendo a los indecisos, reconciliando a los enemigos con Dios. Durante un brote de tifus se recuerda que prestó «servicios señalados», un tipo de olvido de sí mismo que familiariza al sacerdote con la muerte mucho antes de la suya propia. Para él, el martirio no fue una interrupción, sino una consumación: el «Amén» final a mil pequeños «sí» cotidianos.

Capilla del Beato Pierre-René Rogue. Está enterrado bajo el altar.

Vannes mantuvo viva su memoria. Los fieles cuidaban su tumba; las madres enseñaban a los hijos a santiguarse en el lugar de su ejecución; y las oraciones en busca de coraje encontraban un intercesor seguro en aquel pequeño misionero paúl que había cantado camino al cadalso. Mucho antes de que Roma se pronunciara, ya había arraigado un culto local: un caudal vivo de devoción y testimonio, de favores solicitados y gracias confiadas. Cuando amainaron las tormentas políticas, esa devoción no hizo sino crecer, y la catedral se convirtió en el corazón palpitante del recuerdo de Rogue.

V. El camino hacia la beatificación

Proceso informativo (diócesis de Vannes): A principios del siglo XX se llevaron a cabo investigaciones diocesanas para recoger documentos y material testimonial de testigos sobre su vida y muerte. Las fuentes vicencianas y las síntesis históricas coinciden en este proceso inicial en Vannes.

Revisión de escritos: Teólogos analizaron sus cartas y cualquier escrito conservado para verificar su rectitud doctrinal. Esta aprobación es imprescindible para avanzar la causa cuando no se halla nada contrario a la fe y las costumbres.

Introducción de la causa en Roma: Tras las investigaciones locales, la causa pasó a Roma (entonces a la Congregación de Ritos) para su evaluación histórica y para emitir un juicio sobre el martirio in odium fidei («por odio a la fe»).

Dada la claridad de su negativa a la Constitución Civil, su ministerio sacerdotal clandestino, el arresto mientras llevaba la Eucaristía y la ejecución en calidad de «sacerdote no juramentado», el juicio romano reconoció la muerte de Rogue como verdadero martirio. El 10 de mayo de 1934, Pío XI lo beatificó en la basílica de San Pedro, incorporándolo a los queridos mártires vicencianos de la Revolución francesa.

VI. Lo que su testimonio nos dice hoy

Para los cristianos de hoy, la vida de Rogue proyecta tres puntos de atención poderosos:

  1. Fidelidad eucarística. Vivió lo que enseñaba: la Eucaristía es Cristo mismo —fuente, culmen, viático—. Llevar la Eucaristía a un moribundo en Nochebuena no fue una hazaña arriesgada, sino lo más «ordinario» que puede hacer un sacerdote, ordinario en el único sentido cristiano de la palabra: algo hecho fiel y amorosamente hasta que se vuelve luminoso. En una época en la que la Comunión puede ser tratada como costumbre, Rogue nos recuerda que el sacramento es una Persona que pide nuestra vida entera a cambio.
  2. Valor pastoral sin rencor. Rogue nunca alimentó su vida con odio. Incluso cuando fue denunciado y condenado, vivió la mansedumbre de las Bienaventuranzas. No prestó un juramento corrosivo contra la Iglesia; no dejó entrar la amargura en su corazón. La santidad tiene una textura; en Rogue fue tierna, firme y equilibrada.
  3. La santidad de la pequeñez. El pueblo de Vannes lo llamaba «el pequeño sacerdote». En la economía de Dios, eso es una corona. He aquí un hombre que dejó que la gracia engrandeciera lo que el mundo pasa por alto. Su escasa estatura se plantó ante la maquinaria del terror y no se doblegó porque ya se había doblegado —de la forma correcta— ante el Señor.

Cuando Pío XI declaró «Beato» a Pedro Renato Rogue en 1934, la voz universal de la Iglesia se hizo eco de lo que la Iglesia en Vannes ya sabía: este sacerdote dio su vida por odio a la fe y, por tanto, es intercesor y ejemplo para todos. Cada 10 de mayo, la diócesis recuerda con discreción ese reconocimiento romano; cada 3 de marzo, la Iglesia local guarda su memoria con especial afecto. En la Familia Vicenciana, su fiesta forma parte del recuerdo conjunto de los mártires de la Revolución el 2 de septiembre. Tres calendarios, una misma historia santa.

«Cántico en el cadalso»,
compuesto por el padre Pierre-René Rogue
mientras esperaba su ejecución.

¡Qué encantador es mi destino, mi alma se colma de alegría!
En este instante saboreo un gozo infinito.
Que todo mi ser proclame las bondades del Señor;
Mi miseria ha terminado, estoy a las puertas de mi dicha.

He servido a Dios, mi Rey, imitando su celo;
he conservado la fe, y voy a morir por ella.
¡Qué hermosa es esta muerte, digna de un gran corazón!
Orad, pueblo fiel, para que salga victorioso.

¡Oh vosotros, a quienes mi suerte conmueve y afecta!,
lejos de llorar mi muerte, saltad de júbilo;
dirigid vuestra ternura hacia mis perseguidores;
rogad sin cesar por el fin de sus errores.

¡Ay! Ya no son hijos de la luz,
pues no escuchan más al sucesor de Pedro.
Pero, puesto que son nuestros hermanos, amémosles siempre;
a su guerra no opongamos sino dulzura y amor.

¡Oh, Monarca de los cielos, oh, Dios lleno de clemencia,
dignaos posar vuestra mirada sobre los males de Francia!
¡Que mi penitencia, igual a sus delitos,
desarme vuestra justicia y le otorgue la paz para siempre!

He amado apasionadamente a este Cristo
que está aquí, presente entre nosotros en el Santísimo Sacramento,
y que se ha declarado presente también
en cada uno de los seres que nos rodean.

A vosotros que queréis honrarme, repito las palabras
de mi última carta a mis hermanos sacerdotes
de mi querida ciudad de Vannes:
«¡Amémonos siempre, en este tiempo y para la eternidad!»
Amén.

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