Pocas cosas alegran más el corazón de un padre o una madre que oír a su hijo exclamar: “¡Ha sido el mejor día de mi vida!”. Escuchar eso es uno de los momentos más felices para cualquier progenitor, independientemente de lo que esté ocurriendo en el mundo, de las preocupaciones del mañana que puedan pesarnos. Y aunque ese niño aún tenga por delante muchos días —unos alegres, otros tristes—, siempre recordará este no tanto por las actividades que lo hicieron feliz, sino por la felicidad en sí. El recuerdo de días y momentos así puede ayudarnos a sobrellevar los tiempos difíciles.
Una de las grandes cargas de la pobreza —ya sea temporal y circunstancial, o crónica y heredada de generación en generación— es la sensación de aislamiento y abandono que puede generar. Sentirse superado por desafíos que parecen imposibles puede hacer que perdamos no solo la esperanza, sino también la energía para siquiera intentar salir adelante. Incluso los voluntarios vicentinos que visitamos los hogares podemos vernos sobrepasados por las historias que escuchamos y desanimarnos al no poder resolver todos los problemas. Y eso puede hacernos olvidar por qué acudimos a las personas necesitadas en primer lugar.
¿Cuántas veces hemos oído que fuimos los únicos en devolver una llamada de auxilio? ¿Cuántas veces, al irnos, el prójimo nos ha dado las gracias de corazón “aunque no podáis ayudar”? La poeta Maya Angelou dijo una vez: “La gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero nunca olvidará cómo les hiciste sentir”.
Es cierto que ayudamos con facturas, alquiler, comida y con “cualquier forma de ayuda que alivie el sufrimiento o la carencia” [Regla, Parte I, 1.3], pero no son esas cosas las que secan las lágrimas o aligeran las cargas del futuro. Es cuando nuestra presencia y nuestro cariño permiten que el prójimo “vislumbre el gran amor de Dios por él” [Regla, Parte I, 2.1] cuando la visita se convierte en uno de esos momentos que levantan el ánimo, no solo ese día, sino durante muchos más.
Todos hemos llamado a un amigo en un momento de angustia, no porque pensáramos que pudiera solucionar la enfermedad, la pérdida de trabajo u otra dificultad, sino porque necesitábamos que compartiera nuestra carga, que nos recordara con su presencia y comprensión que no estamos solos. Justo por eso, nuestra Regla nos llama a “establecer relaciones basadas en la confianza y la amistad” [Regla, Parte I, 1.9].
Siempre damos con generosidad, siempre ofrecemos toda la ayuda material que podemos, pero nunca debemos olvidar que, incluso si “reparto todo lo que tengo… pero no tengo amor, de nada me sirve” [1 Cor 13, 3 ss]. Visitamos como amigos, con la esperanza, por encima de todo, de que el prójimo se sienta reconfortado, hoy y en los días venideros, por cómo le hicimos sentir: amado.
Contemplar
¿Cómo puedo ser un mejor amigo para el prójimo?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.













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