En su primera visita a África en 2015, durante la cual abrió la puerta de la catedral de Bangui con motivo del Año Santo de la Misericordia, el Papa Francisco fue preguntado sobre su postura ante la corrupción, omnipresente en África. Él la comparó con el azúcar: a primera vista da un sabor agradable y es fácil de ingerir, pero cuando se consume en exceso puede causar diabetes, una enfermedad que, finalmente, puede devastar a todo un país. Pero, ¿qué hacer si todos y en todas partes están, por así decirlo, infectados por esta corrupción? Su respuesta fue muy clara: «Empieza tú mismo a luchar contra esta corrupción: en tu corazón, en tu vida, en tu entorno, en tu patria: ¡empieza! La corrupción no es un camino hacia la vida, sino un camino hacia la muerte.»
Este pensamiento tan notable me vino a la mente durante la ceremonia de beatificación de Floribert Bwama Chui, de Goma, el 15 de junio de 2025, en la Basílica de San Pablo en Roma. Por un momento, nos sentimos transportados al Congo, rodeados por los cantos congoleños y los vestidos y camisas multicolores con las imágenes del nuevo beato. Cuando se proclamó la beatificación, cayó el velo que cubría el cuadro colocado junto al altar, y apareció el joven Floribert rodeado por los niños de la calle a los que cuidaba, con el volcán Nyiragongo al fondo, el mismo que en 2002 arrasó gran parte de Goma con su lava.
La existencia de Floribert transcurrió en Kivu del Norte, más concretamente en la ciudad de Goma, cerca de la frontera con Ruanda, donde fue asesinado el 8 de julio de 2007, con tan solo 26 años. ¿Por qué? Porque no quiso hacer lo que supuestamente todos hacían: participar en la corrupción que imperaba —y sigue imperando— allí como un sistema. Pero su decisión radical de decir no a la oferta que le hicieron para dejar pasar mercancías corruptas desde Ruanda a cambio de un soborno estaba en consonancia con toda su manera de vivir, donde la honestidad ocupaba un lugar central. Fue una virtud que vivió de forma heroica y que lo condujo al martirio.
Nació el 13 de junio de 1981 en Goma, una ciudad que distaba mucho de ser pacífica, debido a un conflicto latente que llevaba tiempo sacudiendo a toda la región del Kivu. Un entorno poco propicio para una educación equilibrada, donde los niños y jóvenes afrontan la violencia, el riesgo de ser secuestrados como niños soldados, donde las mujeres son violadas por milicias extranjeras, y donde muchas familias intentan huir y sobreviven en campos de desplazados. En esta situación, la vida humana pierde valor. Esta parte del Congo, rica en minerales, es explotada por potencias extranjeras mientras la mayor parte de la población vive en la pobreza. Goma se ha convertido en una ciudad de millones de habitantes, situada entre el volcán mencionado y el lago Kivu. Ha tenido que ser reconstruida varias veces tras las erupciones. La última gran erupción, en 2002, arrasó más de la mitad de la ciudad, y también destruyó la catedral, de la que hoy solo quedan los muros. Es este lugar el que ahora se convertirá en capilla conmemorativa del nuevo beato.
Floribert creció en una familia con once hijos. Su padre, Deogratias, era empleado bancario, y su madre, oficial de policía. Aunque sus padres acabarían separándose, su infancia estuvo marcada por una cierta estabilidad, lo que le permitió seguir una trayectoria educativa bastante normal, desde la primaria hasta la secundaria, culminando con estudios superiores en el liceo jesuita, donde se graduó en ciencias comerciales. Era consciente de que eso lo colocaba en la élite con posibilidades de ocupar buenos puestos en el futuro. Pero, al mismo tiempo, también se tomaba muy en serio su cristianismo y participaba activamente de la vida parroquial. Allí comenzó a trabajar con los niños de la calle, que vivían una existencia más que caótica en Goma. También entró en contacto con el movimiento de Sant’Egidio, que se difundió en África en los años 80, reuniendo a jóvenes y alentándolos a marcar la diferencia en medio de su realidad. Se tomó muy en serio sus estudios y, aprovechando al máximo las capacidades que se le habían dado, se preparó seriamente para ser un futuro líder también en el ámbito político. Por supuesto, el genocidio de Ruanda en 1994 no pasó desapercibido para el joven, y Goma se convirtió en escenario de una oleada de refugiados que huían de la violencia étnica. Eso agudizó los antagonismos y creó un clima de desconfianza mutua. Dentro del creciente grupo de Sant’Egidio se hizo todo lo posible para contrarrestar esta división: se reunían jóvenes de distintas regiones y sus encuentros fueron auténticas fuentes de inspiración para Floribert, que buscaba construir una sociedad más justa y pacífica. Trabajar por la justicia y la paz en una sociedad marcada por las diferencias étnicas, la explotación y la corrupción se convirtió para él en una vocación de vida. A partir del año 2000, los encuentros con Sant’Egidio fueron su espacio vital, donde se forjaron amistades profundas y donde brillaba por su espíritu lúcido y una fe entusiasta que marcó profundamente su vida.
Durante la erupción del 17 de enero de 2002, en la que su familia perdió su hogar, Floribert fue uno de los colaboradores activos en organizar la ayuda humanitaria. Allí conoció varias organizaciones internacionales y fue testigo de las dificultades a las que se enfrentaban debido a la corrupción, que a menudo impedía que la ayuda llegara a su destino. Esto lo indignó profundamente, y quizá ahí nació su aversión radical a cualquier forma de corrupción. Llegó a la convicción de que solo la conversión personal podía sentar las bases para superar esas estructuras injustas. Durante estas labores de socorro conoció aún más personas, entre ellas a los niños de la calle que ahora deambulaban más aún que antes. No se limitaba a saludarlos de lejos, sino que intentaba construir relaciones humanas cálidas. Así fue como muchos de estos niños llegaron a verlo como un verdadero amigo. Uno de ellos, llamado Jonathan, que llegó como refugiado desde Bukavu y no tenía a nadie que le diera cobijo, fue especialmente acogido por Floribert, que le ayudó a continuar sus estudios. Quería ayudar a muchos, y lo hacía, pero a algunos de ellos de manera personal.
En diciembre de 2005, obtuvo su título de abogado con una tesis sobre los conflictos en su ciudad natal y cómo los acuerdos internacionales podrían ayudar a gestionarlos. Sintió que era el momento de involucrarse también en la política y, desde su formación científica y sus convicciones cristianas, ayudar a su país a salir del ciclo de pobreza, injusticia y guerra. En 2006, pudo hacer una pasantía en Kinshasa, donde tuvo la oportunidad de ocupar un puesto en la administración nacional de aduanas. Aunque era tentador quedarse en la capital y construir allí una vida más segura, Floribert rechazó esas ofertas y decidió volver a Goma. La situación allí no había mejorado, y la violencia causada por los diversos grupos milicianos hacían que la vida en Goma fuera todo menos segura. Su familia le rogó que se quedara en Kinshasa, pero Floribert regresó a Goma en abril de 2007, donde se le asignó la tarea de supervisar el transporte de mercancías extranjeras, para evitar la entrada de productos en mal estado que pusieran en riesgo la salud de la población. Una tarea delicada. Los intentos de sobornar a funcionarios aduaneros eran frecuentes, especialmente para permitir la entrada de alimentos en mal estado y evitar su destrucción. Muy pronto, Floribert fue topó con esta práctica, pero rechazó de inmediato cualquier ofrecimiento, preocupado solo por el bienestar de sus semejantes. Sabía que se enfrentaba a un sistema de corrupción tan grande que él solo no podría vencer. Pero ceder a la corrupción era lo último que se le pasaba por la cabeza. Sabía que su obstinada negativa a aceptar sobornos no cambiaría el sistema, pero su ejemplo podría hacer reflexionar a otros. A su alrededor veía cómo la corrupción se había convertido en un sistema y cómo todos, desde los altos cargos hasta los más bajos, participaban con entusiasmo en ella: médicos que cobraban por atender a los pacientes, soldados que presionaban a la población y la amenazaban si no aceptaba sus propuestas. La expresión « On se débrouille » (nos las arreglamos), que se oía por todas partes, era la norma: significaba sobrevivir haciendo la vista gorda ante la corrupción a todos los niveles y haciendo la vista gorda él mismo. Al mismo tiempo, él también era consciente de lo peligrosa que era la situación si aceptaba la oferta ilícita que le harían y que su vida podría correr peligro. Esto ocurrió poco después de llegar a Goma, cuando rechazó un soborno de 2.000 dólares para permitir la entrada de un cargamento de 815 sacos de arroz no apto para el consumo, con un valor de 22.000 dólares, y ordenó su destrucción según la ley. Declaró a quienes lo rodeaban que, como cristiano, no podía aceptar poner en riesgo la vida de tantos, y que estaba dispuesto a morir antes que sucumbir a la corrupción. Estas palabras apenas habían salido de su boca, cuando la tarde del sábado 7 de julio fue abordado por unos desconocidos y secuestrado. Al día siguiente apareció muerto, con claros signos de tortura: le habían arrancado los dientes y tenía graves heridas en los genitales. Rápidamente se intentó desviar la atención diciendo que había sido asesinado por razones políticas, para impedir una investigación a fondo sobre la causa real. ¡La corrupción también frustró la investigación sobre su muerte!
Así como Rosario Livatino fue martirizado a manos de la mafia en Sicilia en 1990, también podemos considerar a Floribert Bwama Chui como un mártir, víctima de la corrupción estructural. Ninguno de los dos sucumbió al dinero ni a la injusticia, y desde sus profundas convicciones religiosas dieron la última palabra a la justicia, a costa de sus vidas. Son santos modernos, que pueden animarnos a resistir las muchas tentaciones que nos ofrece el entorno y nos alejan de nuestro ideal de vida, para que, a través de la búsqueda de nuestra propia santidad, participemos en la santificación del mundo: un mundo donde la justicia y la paz tengan la última palabra. Beato Floribert Bwama Chui: ¡gracias por tu generosidad, y que tu ejemplo anime a muchos a luchar contra la corrupción!
Hno. René Stockman,
Congregación de los Hermanos de la Caridad
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