«¿Me amas?», le preguntó Cristo a San Pedro no una, ni dos, sino tres veces (cfr. Juan 21,15), dejando al Apóstol desconsolado, porque Jesús, sabiéndolo todo, seguramente ya conocía el amor de Su discípulo; Pedro no necesitaba probarlo, ni convencer a Jesús de que era verdad. La pregunta del Salvador, sin embargo, no era para Sí mismo, sino para Pedro, y para nosotros.
Estamos llamados en esta vocación a «ver a Cristo sufriente» en los pobres [Regla, Parte I, 1.8]. No a imaginar a Cristo, sino a sentir verdaderamente Su presencia y saber que Él está allí. Como explicaba San Vicente, servimos «a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí» [SVP ES IX, 240]. Cuando visitamos al prójimo, cuando nos encontramos con el necesitado, estamos en presencia de Aquel que pregunta:
«¿Me amas?».
Como lo aprendió San Pablo, no basta con responder «sí». Estamos llamados a «amar a Dios», según la famosa formulación de San Vicente, «con la fuerza de nuestros brazos y el sudor de nuestra frente» [SVP ES IX, 733]. Amar no es simplemente sentir, es obrar, no para nosotros mismos, sino para el otro. Cuando nuestro Catecismo nos dice que amemos al prójimo, ese amor no está separado de nuestro amor a Dios. Al contrario, estamos llamados a amar a Dios «por Él mismo» y a amar al prójimo «por amor de Dios» [Catecismo de la Iglesia Católica, 1822]. El amor a Dios y el amor al prójimo no pueden separarse.
En efecto, como explica el apóstol Juan «quien no ama al hermano a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto» (1 Juan 4,20). Amamos al prójimo en parte porque podemos verlo: es el hambriento, el sediento, el forastero, el preso, el enfermo (cfr. Mateo 25,35). Está ahí, al otro lado de la ventana, temblando de frío. Está llamando a nuestras líneas de ayuda de la Conferencia, una y otra vez, poniendo a prueba nuestra paciencia, ya que cada vez que respondemos a su llamada, pregunta como si él no lo supiera ya:
«¿Me amas?».
Todas las locuras que hacemos por amor o por amistad, los sacrificios y los favores que brindamos a nuestros seres queridos, nunca nos parecen demasiado cuando vienen de ellos. Por eso, cuando Jesús pregunta a Pedro (y a nosotros) si le amamos, nos recuerda con dulzura lo que el amor de Dios nos llama a hacer: «Apacienta mis corderos».
Todo lo que hacemos por el más pequeño de ellos, lo hacemos por Cristo mismo. O, como dijo una vez la Sierva de Dios Dorothy Day: «En realidad, sólo amo a Dios tanto como amo a la persona que menos amo».
Contemplar
¿A quién amo menos y cómo puedo amarlo más?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
0 comentarios