Contemplación: No nuestra ayuda, sino nuestros corazones
Es fácil comprender, en la práctica de la humildad, que el mérito de cualquiera de nuestras buenas obras no es nuestro, sino de Dios; como dice nuestra Regla, «no podemos conseguir nada de valor eterno sin su gracia» [Regla, Parte I, 2.5.1]. Esto recuerda a San Agustín, que dice «no te jactes de tus buenas obras como si fueran tuyas, pues es Dios quien obra en ti» [Sobre la gracia y el libre albedrío, 21]. Ya sea mundano o eterno, todo bien viene de Dios.
San Vicente, explicando cómo supo que la Compañía de las Hijas de la Caridad era una institución santa, declaró que no podía «dudar de que es Dios el que os ha fundado. No ha sido la señorita Le Gras [Luisa de Marillac]; ella no había pensado nunca en esto. Tampoco yo había pensado» [SVP IX-1, 415]. Cualquier bien que el mundo nos atribuya proviene del Dios que elige obrar a través de nosotros. ¿De qué serviría alardear? Todas las recompensas que merecen la pena vienen de Dios, no del hombre, y después de todo, como dijo el Beato Federico, «El mayor peligro de todos es el respeto mundano» [Baunard, 297].
Así pues, no presumimos de nuestros logros, pero, ¿qué hay de nuestros fracasos? ¿Qué pasa con el prójimo que se hundió en la miseria a pesar de todos nuestros esfuerzos? ¿Qué hay del proyecto de obras especiales que fracasó por falta de donaciones o de resultados? No nos vanagloriamos de los buenos resultados, sabiendo que son obra de Dios, pero aceptar los fracasos requiere que equilibremos nuestra humildad con la confianza en la Providencia, que no es sólo confiar en que Él proveerá lo que necesitamos, sino que Él sabrá lo que se necesita, aunque a veces no tenga sentido para nosotros.
«La Providencia no tiene necesidad de nosotros para ejecutar sus designios misericordiosos —explicó en cierta ocasión Federico—, pero nosotros sí tenemos necesidad de ella» [Carta a Emmanuel Bailly, de 22 de octubre de 1836]. No nos corresponde a nosotros decidir si somos dignos, sino al Dios que nos ha llamado. Él no quiere nuestra ayuda, quiere nuestro corazón, pues «si necesitara la ayuda de los hombres para el buen éxito de sus designios», aconsejaba San Vicente a un misionero desanimado, «[Él] habría puesto en lugar de usted a un doctor y a un santo» [SVP ES II, 429].
Servimos sólo por amor, no por premio o crédito, y por eso, como nos pide San Vicente, «habrá que aguardar el resultado con paciencia y pensar que, si no salen las cosas tal como desearíamos, saldrán sin embargo según la voluntad de Dios, que es todo lo que debemos pretender…» [SVP ES VII, 311]. Buscamos siempre hacer la voluntad de Dios, y una vez hecha, esperamos, decía, «nos encuentre dispuestos para recibirlo bien, manteniéndonos … en una gran indiferencia» [SVP ES IV, 75].
La indiferencia en este contexto no es apatía, es la más pura confianza, es la esperanza en la que servimos, y es la fe inquebrantable en que «las obras de Dios no se cumplen cuando nosotros las deseamos, sino cuando a Él le place.» [CCD III:613]
Contemplar
¿Me dejo llevar por el desánimo cuando los planes no salen como deseaba?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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