Ver y creer (Juan 20,24-29)
Al comentar la figura del apóstol Tomás, un escritor lo presenta no tanto como un escéptico, sino más bien como un representante de las muchas personas que a lo largo de los siglos han querido tener más pruebas de que Jesús resucitado está vivo y presente.
Aunque Tomás escucha el testimonio de todos los testigos a su alrededor que insisten: «Hemos visto al Señor», Tomás quiere pruebas (en su favor hay que decir que antes les había sugerido que «siguieran a Jesús y murieran con él» Juan 11,16).
Allí está, en la habitación, insistiendo en que no va a dejarse engañar por lo que los demás dicen haber visto. Quiere palpar la evidencia, por así decirlo, tocar las manos y los costados heridos de Jesús antes de acceder a creer. Sin embargo, cuando Jesús aparece, Tomás renuncia a su exigencia de verificación. Sin sostenerse en su test de prueba, simplemente «ve y cree».
¿No es ésa la barrera que todo creyente debe cruzar? Es decir, llegar al umbral de creer sin pruebas contundentes en la mano, y aun así seguir adelante de alguna manera: «¡Señor mío y Dios mío!».
¿No es eso precisamente lo que les ocurrió a aquellos otros discípulos antes de que llegara Tomás? Su aceptación no era puramente suya. La creencia viene a través de Jesús cuando sopla sobre ellos con sus palabras: «Creed al Espíritu Santo». Su fe surgió cuando Jesús se la concedió.
La mayoría de los creyentes llegan a este umbral, un punto de intersección en el que todas las «pruebas» por sí solas no producen la fe. Más bien, es el Espíritu de Dios el que nos lleva a cruzar esa línea. Tomás deja a un lado su exigencia de pruebas incontrovertibles y se deja llevar por el poder de su oración: «Señor mío y Dios mío».
Una historia sobre mi propio proceso. Antes de entrar en el seminario, estudiaba en un colegio católico con una beca de trabajo. Parte de mi trabajo consistía en encerar y pulir los suelos de la capilla cuando no había nadie. Una noche, empecé a fijarme más en las estatuas, los cuadros y las palabras bíblicas que me rodeaban. Y me vino la pregunta: «¿Es real algo de esto?». La respuesta, más allá de cualquier deducción lógica, fue un sí. En retrospectiva, bien podría haber sido el aliento del Espíritu Santo moviéndose a través y alrededor de mí aquella noche.
¿Un posible paralelismo con la experiencia de San Vicente? El día crucial en que se sintió atraído por las palabras de Jesús en el capítulo 4 de Lucas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar la buena noticia a los pobres». Un ejemplo más de ser guiado por el Espíritu que es especialmente relevante para la Familia Vicenciana.
Es probable que muchos puedan dar testimonios de situaciones en las que se sintieron animados a tomar decisiones sin pruebas irrefutables; es decir, historias en las que superaron las vacilaciones y se sintieron capacitados para decir (con Tomás) «Señor mío y Dios mío».
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