Triduo en París celebrando el Jubileo de los 400 años de la Congregación de la Misión: 28 de abril

Vincentian Family Office
29 abril, 2025

Triduo en París celebrando el Jubileo de los 400 años de la Congregación de la Misión: 28 de abril

por | Abr 29, 2025 | Jubileo 400 aniversario, Noticias | 0 Comentarios

Del 28 al 30 de abril de 2025, la Congregación de la Misión celebra en París un Triduo especial con motivo del Jubileo de sus 400 años. Este momento significativo reúne a miembros de la Congregación de todo el mundo en el corazón mismo de los orígenes de la misión, en un espíritu de acción de gracias, renovación y compromiso. Con celebraciones litúrgicas, reflexiones y encuentros comunitarios, el Triduo invita a los participantes a profundizar en el carisma de San Vicente de Paúl y a redescubrir la llamada siempre actual a evangelizar a los pobres y a formar al clero. Esta celebración de tres días honra el legado de cuatro siglos de servicio y mira con esperanza hacia el futuro de la Misión.

Actos previos, el 27 de Abril

Homilía del Arzobispo Mons. José Vicente Nácher Tatay, CM
«Tocar las heridas del mundo con profundo respeto, para poner en ellas un bálsamo de esperanza». Celebración eucarística – Encuentro con los obispos de la Congregación

Queridos Misioneros, Peregrinos de la Esperanza.

Queridas Hijas de la Caridad, Peregrinas de la Esperanza. Su vida nos recuerda que la Caridad proviene de la fe y lleva a la Esperanza.

Feliz coincidencia de Jubileos, el general, de la Esperanza y el de la CM, revestidos del Espíritu de Jesucristo, la pequeña Compañía celebra 400 aniversario de su fundación. Una fundación que el mismo San Vicente no había pensado, pero como hombre de fe, San Vicente “se dejó pensar por Dios”.

Primera gran enseñanza de este cuarto centenario: abiertos a la novedad divina, que sabremos reconocer si caminamos movidos por la esperanza que no defrauda.

Segunda gran enseñanza de este largo tiempo: para Dios no hay prisas. Nosotros que vivimos en el tiempo de las prisas, estamos llamados como Congregación no a buscar metas inmediatas, porque no serán metas altas ni eternas.

Tercera gran enseñanza: si en 400 años el Señor ha estado con nosotros, y nos ha mostrado que nos quiere, no podemos dudar de que seguirá a nuestro lado en el camino que conduce a la santidad.  Esta Eucaristía es una memoria, también, de la fidelidad de Dios. La lectura del Apocalipsis, iniciaba: “revelación de lo que Dios confió a Jesucristo para que se mostrase a sus siervos lo que va a suceder pronto”.

En esta Eucaristía que celebramos “a los ocho días” de haber proclamado la Pascua de Resurrección, el Evangelio hace referencia, por dos veces, a las heridas de Jesús que devuelven la fe a Tomás.  Estas heridas revelan la continuidad glorificada de la condición humana de Jesús que seguimos reconociendo en los pobres. Nosotros, hijos e hijas de San Vicente de Paúl y Luisa de Marillac tocamos las heridas del mundo con profundo respeto, para poner en ellas un bálsamo de esperanza.

Estamos aquí, invitados, varios Obispos vicentinos (paúles, lazaristas). En este sentido, no diré que todo buen misionero vicentino será un buen obispo, pero sí que todo buen obispo lo será si primero es un buen misionero paúl. ¿Qué hacemos los obispos? Lo que aprendimos en la Congregación por 400 años: dejarnos interpelar por los pobres y sus sufrimientos; anunciar el Evangelio hasta los lugares más lejanos; preocuparnos de manera concreta y fraterna de los sacerdotes; y si además añadimos, administrar bien nuestros recursos… ¿no es eso lo que nos enseñó nuestro Santo Padre Vicente?

“Nada encontrarán nuevo en estas Reglas que no hayan vivido ustedes”. Así mismo, nada nuevo pretendo proponerles, sino las 5 virtudes que nos han caracterizado en todo el mundo durante 4 siglos: humildad, sencillez, mansedumbre, mortificación, celo por las almas. Permítanme que me las recuerde a mí mismo y a también a ustedes.

Sin la humildad, no hemos de esperar ningún progreso nuestro ni beneficio alguno para el prójimo. (XI, 745)   Pero con la humildad podemos ser cercanos y disponibles para los pobres.

La sencillez, que consiste en hacer todas las cosas por amor de Dios, sin tener otra finalidad en todas las acciones más que su gloria. (XI, 586).  Actuando con transparencia, autenticidad y coherencia.

No hay personas más constantes y firmes en el bien que los que son mansos y apacibles; (XI, 752), habiéndolo aprendido de Jesús que es manso y humilde de corazón. (Mt 11, 29)

La práctica de la mortificación es absolutamente necesaria… por este medio, la mortificación nos dispondrá a hacer bien la oración, y al revés, la oración ayudará a practicar bien la mortificación. (XI, 784)

El celo es la quinta máxima, que consiste en un puro deseo de hacerse agradable a Dios y útil al prójimo. Celo de extender el reino de Dios, celo de procurar la salvación del prójimo. ¿Hay en el mundo algo más perfecto? Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama; si el amor es un sol, el celo es su rayo. El celo es lo más puro que hay en el amor de Dios. (XI, 590)

Damos gracias a Dios, porque durante 400 años y en todos los continentes, hemos trabajado en “nuestro lote”, los Pobres. Con ellos hemos compartido nuestra espiritualidad misionera, comunitaria y profética, para que nuestros “amos y señores” “crean en Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él”.

Gracias por permitirnos ser parte de esta celebración. Feliz aniversario a todos.

Arzobispo Mons. José Vicente Nácher Tatay, CM

«San Vicente y los obispos» – Conferencia del P. Andrés R. M. Motto, CM

Me siento muy honrado de poder compartir con vosotros esta reflexión dentro del segundo encuentro de obispos vicentinos, en el marco de las celebraciones de los 400 años de la fundación de la Congregación de la Misión. Frente a un auditorio tan eminente uno hablaría con “temor y temblor” como diría Soren Kierkegaard, pero el común amor a san Vicente de Paul y a la Congregación nos pone en un grato clima fraterno.

Podemos decir que pocos presbíteros conocieron tantos obispos como san Vicente. Pero aún podemos decir más, debe ser uno de los presbíteros que más obispos ayudó a elegir. E incluso, sin promoverse jamás al episcopado, cosa que le hubiera costado bien poco. De hecho, rechazó formalmente el ofrecimiento que le hizo la reina regente Ana de Austria de elevarlo a cardenal.

Asimismo, podemos señalar que escasos presbíteros resolvieron tantos problemas a los obispos como Vicente de Paúl. Solucionó inconvenientes de todo tipo: pastorales, éticos espirituales, canónicos, económicos, políticos, etc. Los servicios que el Sr. Vicente hizo a los obispos también los extendió a un grupo considerable de cardenales.

Pero también los obispos aportaron mucho a nuestro fundador. Sus frecuentes diálogos con ellos, el haber sido paño de lágrimas de muchos epíscopos, le ayudó a ver los reales problemas de la Iglesia, así como varias de sus soluciones, como por ejemplo, el dar un particular tipo de retiro a los que se iban a ordenar. Si bien Vicente de Paúl era conocido y valorado por su obra caritativa y evangelizadora, su actividad con los obispos como secretario en el Consejo de Conciencia de la reina regente, terminó de darle un alcance verdaderamente nacional a su propuesta renovadora.

Si sistematizamos la experiencia del Sr. Vicente con los obispos, sorpresivamente nos hallamos con una bella enseñanza sobre el episcopado. Es decir, través de su vida de diálogo cada vez más fluido con los obispos, así como sus diversas actividades en tantas diócesis, más su oración y reflexión sobre el tema, va generando una espiritualidad del episcopado.

En este orden de cosas, no es de extrañar que su primera biografía haya sido escrita por un obispo, Luis Abelly.

Por una cuestión de tiempo de los 4 puntos de este estudio, me voy a referir solo a uno: “La doctrina vicentina sobre el episcopado”. Les adelanto que su ideal de obispo está basado en la doctrina del concilio de Trento, así como en sus lecturas de la Escritura Santa y la Patrística. Además, de las largas charlas con personas de Dios sobre este tema y su propio trabajo con los obispos.

P. Andrés R. M. Motto, CM

Descarga el texto completo aquí.

28 de abril

Eucaristía de apertura del Triduo, presidida por el P. Tomaž Mavrič, CM

Homilía: Las misiones vicencianas: profetas y sinodales en el anuncio y la caridad para continuar la misión de Cristo. Homilía del Padre Tomaž Mavrič, CM en la capilla de la Medalla Milagrosa (París) durante el triduo para la celebración del 4º centenario de la Congregación de la Misión.

Estamos hoy aquí para dar gracias a Dios -el sentido mismo de la Eucaristía- por las innumerables bendiciones y gracias concedidas a la «Pequeña Compañía» desde su fundación hasta el presente. Aunque la fundación real de nuestra Congregación tuvo lugar hace 400 años en casa de los de Gondis, el 17 de abril de 1625, la inspiración de nuestra Congregación, así como la de la Asociación Internacional de Caridades y la de las Hijas de la Caridad, data de 1617, año del nacimiento del Carisma. Esta inspiración tuvo dos partes: Folleville en enero y Châtillon en agosto.

Como es sabido, Vicente predicó el primer «Sermón de la Misión» el 25 de enero de 1617 en la iglesia parroquial de Folleville. Unos días antes, había escuchado la confesión de un campesino moribundo en Gannes, que más tarde declaró que se habría condenado sin ella. Asustada por esta confesión, y dándose cuenta de que otras personas de sus propiedades podían encontrarse en la misma situación, Madame de Gondi preguntó: «¡Ah, M. Vincent! ¡Cuántas almas se pierden! ¿Cómo remediarlo?  O, en otras palabras, «¿Qué hay que hacer?», lo que se ha llegado a llamar la pregunta vicenciana. Instó a Vicente a predicar sobre la necesidad de la confesión general. Como Vicente explicó, «Dios tuvo tal consideración por la confianza y buena fe de aquella señora… que bendijo lo que dije; y aquellas buenas gentes se sintieron tan movidas por Dios que todos vinieron a hacer su confesión general».  Así, Vicente se dio cuenta de la pobreza espiritual de la gente del campo. Tomaría medidas para aliviarla reuniendo a algunos buenos sacerdotes que se unieron a él para catequizar a los pobres del campo, lo que acabaría dando lugar a nuestra fundación.

En agosto de ese mismo año, fue párroco en Châtillon-les-Dombes, donde un domingo por la mañana, mientras se vestía para la misa, le hablaron de una familia muy pobre en las afueras del pueblo. Todos estaban enfermos y nadie les ayudaba. Asombrado por su situación, recomendó la familia a sus feligreses durante el sermón. Una vez más, como Vicente explicó a las Hijas de la Caridad, «Dios, tocando el corazón de los que me oían, les movió a la compasión por aquellos pobres afligidos».  Tomó así conciencia de la pobreza material de la gente de las aldeas rurales. Cuando, por la tarde, presenció casi una procesión de fieles que iban o volvían de casa de aquella familia, se dio cuenta de que su generosidad era demasiada de golpe y necesitaba organizarse. Así nacieron las Cofradías de la Caridad, que hoy conocemos como AIC: la Asociación Internacional de Caridades.

Algunas de aquellas Damas, sobre todo en París, no podían llevar a cabo los humildes servicios a los enfermos pobres, pero jóvenes mujeres del campo se presentaron para hacerlo. Finalmente, se reunieron en casa de Luisa de Marillac para formarse, lo que condujo a la fundación de las Hijas de la Caridad. Así, entre 1617 y 1633, en el espacio de 16 años, nacieron las tres fundaciones de Vicente en favor de los pobres. Había reconocido la verdad de lo que uno de sus cohermanos expresaba con frecuencia: «… el pobre pueblo llano se muere de hambre por la palabra de Dios y se le deja morir de hambre, por falta de asistencia».

Observarán que en cada una de las fundaciones de Vicente participaron los laicos. Nunca trabajó solo. Siempre contó con la colaboración de los demás. Todas sus fundaciones nacieron y se alimentaron de la oración y de la acción, percibidas a través de la escucha atenta y del estudio del Evangelio, así como del discernimiento y de la obediencia a la «Voluntad de Dios», en la celebración de los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación, en el reconocimiento de la realidad de los pobres y en el caminar con los laicos, que le ayudaron a tomar conciencia de la llamada del Señor.

Reflexionemos ahora brevemente sobre cómo encaja esta historia en el contexto de nuestra liturgia de hoy. En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, aprendemos que «la comunidad de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» y que «no había entre ellos ningún necesitado», porque todos daban libremente de sus bienes para que fueran «distribuidos a cada uno según sus necesidades». ¿No es esto lo que estamos llamados a hacer: dar libremente de nosotros mismos -de nuestro tiempo, talentos y tesoros- para aliviar a los pobres? De este modo, continuamos la misión de Cristo en la tierra llevando ayuda espiritual y material a los necesitados. El salmo responsorial declara cuál es nuestra recompensa: «Felices los que cuidan de los pobres».

El Evangelio nos esboza los dos grandes mandamientos: el amor a Dios y el amor al prójimo. Éstos constituyen el fundamento de toda acción caritativa. No podríamos llevar a cabo nuestra misión de evangelización y de servicio sin amor a Dios y a todo el pueblo de Dios.

En Folleville y Châtillon, las respuestas de Vicente a las situaciones fueron a la vez proféticas y sinodales. Reconoció lo que Dios le pedía e implicó a otros en las acciones que siguieron. También nosotros debemos reflexionar sobre lo que Dios nos pide y ponerlo en práctica. También nosotros estamos llamados a ser profetas en este mundo y a trabajar en sinodalidad con los demás. Debemos poner en práctica las palabras de Jesús a un estudioso de la ley: «Vete y haz tú lo mismo» (Lucas 10:37).

Permitanme que deje las últimas palabras a nuestro Santo Fundador:

Oh Salvador mío, has esperado mil seiscientos años para suscitar para Ti una Compañía que profesa expresamente que continuará la misión que Tu Padre te envió a cumplir en la tierra, y que utiliza los mismos medios que Tú empleaste, haciendo profesión de observar la pobreza, la castidad y la obediencia. Oh Salvador mío, nunca te he dado gracias por esto; lo hago ahora por todos los presentes y ausentes. En tus planes eternos nos destinaste a este ministerio; concédenos cumplirlo por tu santa gracia. Pero, oh Salvador de nuestras almas, mira a aquellos de quienes te sirves para la conversión de los hombres y para continuar tu misión: ¡pobres como nosotros! ¡Qué motivo de vergüenza para nosotros! Oh Señor, concédenos la gracia de hacernos dignos de este ministerio y de nuestra vocación. 

Tomaž Mavrič, CM
Superior General

«Mediación sobre la Iglesia y su misión hoy» – Conferencia de Mons. Joseph Doré, CM

La Iglesia: sínodo de caridad en el corazón del mundo. Conferencia de Mons. Joseph Doré, CM en la Maison Mère (París) durante la celebración del 4º centenario de la Congregación de la Misión.

Queridos hermanos y cohermanos en el episcopado,

Sólo unas palabras de introducción a esta conferencia, pronunciada con ocasión del 400 aniversario de la fundación de la Congregación de la Misión por el gran San Vicente de Paúl.

En primer lugar, permítanme decirles que me complace y me honra, pero también me impresiona mucho, dirigirme a ustedes aquí y hoy sobre un tema como éste.

En segundo lugar, deben saber que, como decía el Padre de Lubac, les ofreceré una «meditación» teológica. En otras palabras, les hablaré desde mi convicción cristiana, que es la siguiente: la Iglesia está invitada a entenderse a sí misma y a organizarse, a comportarse y a vivirse a sí misma, como «Pueblo de creyentes que ha respondido a la llamada que Dios le ha hecho por y en Jesucristo para testimoniar juntos al mundo que la salvación está abierta a él».

Por último, deben saber que mi intervención se dividirá en las cuatro etapas siguientes:

  1. Creyendo que, entendidas como acabo de decir, la Iglesia y su misión no pueden permanecer en el plano de la abstracción y de la pura teoría -aunque sean las de una Tradición y un Magisterio venerables-, dedicaré la Primera Parte a lo que designo aquí como «la situación» en la que la Iglesia está obligada en todo caso a vivir -y, por tanto, a tratar de comprenderse y presentarse a sí misma.
  2. Mi Segunda Parte presentará a continuación lo que llamaré la decisión fundamental que la Iglesia y todos sus miembros tienen que tomar y volver a tomar siempre, si quieren ser efectivamente fieles a lo que están llamados a ser.
  3. Luego podré precisar en una Tercera Parte lo que están llamados a ser, presentando sus estructuras, su organización -digámoslo sin rodeos: la «institución»- llamada «Iglesia». Lo haré bajo el título: «Una reunión bien tipificada».
  4. En la que será mi Cuarta y última Parte, pasaré al plano práctico muy concreto de la actuación, tanto general como particular. Lo haré proponiéndome reflexionar sobre la cuestión -que ha cobrado gran actualidad, como sabemos- de la llamada sinodalidad.

Mons. Joseph Doré, CM

Descarga el texto completo aquí.

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