Por fin ha llegado la Pascua, la primavera, la esperanza y la renovación, y lo ha hecho justo a tiempo. A tiempo para sacarnos de esta vorágine de dudas, de incertidumbres y de una serie de desafíos aparentemente interminables a la buena labor que realizamos al servicio de los pobres. Este tiempo nos recuerda que, incluso en tiempos de discordia y desesperación, hay motivos para la esperanza ante la posibilidad de resurgir y renacer.
En tiempos de incertidumbre, resulta casi más fácil ser complaciente y desentenderse de un mundo que nos lanza tanta ignominia. El riesgo que corremos al desentendernos de este modo es el de abandonar la compasión y, en última instancia, la empatía —de sentir el dolor y la pena que sufre personalmente el «otro»—. Como miembros de la Familia Vicenciana, sabemos lo importante que es «acoger al forastero», pero no podemos ser hospitalarios sin sentir cierta empatía que nos permita comprender mejor la difícil situación que caracteriza la vida del «otro», el marginado, el olvidado, el que se ha quedado atrás. La empatía puede resultar incómoda cuando se dirige a quienes no están en nuestra esfera cotidiana, porque nos lleva a identificarnos con los marginados de nuestro mundo, lo que produce una sensación de inquietud, incluso de miedo. Pero es fundamental ser activamente empáticos, trabajar con y para quienes sufren las mayores penurias a manos de sistemas injustos y de la tiranía.
La incertidumbre y la animadversión de nuestro entorno ponen en jaque nuestra propia salvación si permitimos que estas armas de perversas intenciones socaven nuestra propia razón de ser. Hemos nacido en estos tiempos para marcar diferencias —pequeñas o grandes, duraderas o transitorias, efectivas o a veces sin efecto mensurable—, diferencias que pueden, por imperceptibles que nos parezcan cuando impulsamos cambios, alterar el curso de los acontecimientos que, con el tiempo, pueden restablecer el equilibrio, la equidad y la justicia.
Nuestra labor es un bálsamo para nuestras almas, porque alivia las agonías incansables con las que luchamos a diario cuando tratamos de corregir los errores de una sociedad injusta. Es un deber moral necesario que cumplimos debido a nuestra fe, incluso cuando las flechas de la opresión traspasan la fortaleza de la fe. Y cumplimos con este deber a pesar de la escasez de recursos y de algunos apoyos externos esenciales. El ejemplo más flagrante de ello son las angustiosas noticias sobre la reciente ruptura de los obispos estadounidenses con el gobierno federal después de que la actual administración congelara la financiación federal de los programas de reasentamiento de refugiados. Tras una colaboración de 50 años que permitió a la Iglesia ampliar su muy necesario respaldo a inmigrantes y refugiados, la Iglesia se encuentra en la incómoda situación de tener que renunciar a programas con casi un siglo de historia. Según el arzobispo estadounidense Timothy P. Broglio, presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos,
«…Desde 1920, los líderes católicos han trabajado para ayudar a las familias vulnerables, incluidas personas de fe perseguidas, a reconstruir sus vidas.[…] Las asociaciones con el gobierno federal ayudaron a ampliar los programas para salvar vidas, beneficiando a nuestras hermanas y hermanos de muchas partes del mundo. Todos los participantes en estos programas fueron acogidos por el gobierno estadounidense para venir a Estados Unidos y se sometieron a rigurosos controles antes de su llegada. Son almas desplazadas que ven en Estados Unidos un lugar de ilusiones y esperanza»[1].
¿Cómo podemos hacer frente a estos trastornos? Las perturbaciones nos obligan a cambiar y a replantearnos nuestro trabajo, de modo que podamos reorganizarnos para afrontar los retos actuales y anticiparnos eficazmente a los nuevos. La confusión puede, de hecho —y a menudo lo hace—, crear oportunidades para el bien. Como escribe el arzobispo Broglio en un artículo publicado en el Washington Post el 7 de abril de 2025:
«…Ofrece a todos los católicos la oportunidad de escudriñar nuestros corazones en busca de formas de ayudar en ausencia de apoyo gubernamental»[2].
¿Cómo nos afecta esto a nosotros, voluntarios que representamos a nuestras organizaciones vicencianas ante la ONU? Cuando los recursos para nuestro trabajo se agotan, nuestra respuesta decidida es acudir raudos y veloces para atender a nuestros hermanos y hermanas. Nos lanza una fuerte y urgente invitación a levantarnos para defender los derechos del «otro» frente a las hostilidades directas y para multiplicar por diez nuestros esfuerzos. Exige de nosotros una respuesta compasiva a las necesidades de los marginados, los invisibles y los que a menudo no tienen voz en su búsqueda de inclusión en la sociedad y de un lugar en la mesa de la esperanza, la paz y la resurrección. Requiere replantearse nuestro papel de apoyo a los pobres y a la población inmigrante que buscan la justicia social y un medio de supervivencia, y hacerlo con empatía, compromiso y en comunidad. Decididos a ofrecer un apoyo constante a los refugiados y a los hijos de los trabajadores inmigrantes que se encuentran entre nosotros, difundamos el mensaje de la Pascua en todas nuestras actividades y mantengamos la primavera de la renovación en nuestros corazones.
Dra. Linda M. Sama
Representante de la Asociación Internacional de Caridades (AIC) ante las Naciones Unidas
[1] Kelsey Dallas, Deseret News, 7 de abril de 2025 (https://www.deseret.com/faith/2025/04/07/catholic-church-ending-refugee-partnership-trump-administration/)
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