“Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar“
Is 43, 16-21; Sal 125; Flp 3, 7-14; Jn 8, 1-11.
Sin duda, esta expresión es la que mejor retrata la manera de ser de Jesús, y en ese sentido la manera de ser de Dios. Cuando la vida se ha cerrado tanto a causa de nuestras fallas, cuando hemos derribado todo lo valioso que con esfuerzo lentamente construimos; más todavía, cuando ya solo resta recibir la constatación de que nada queda por hacer, de que todo está perdido… ahí se hace escuchar la palabra del Señor que no nos aniquila. No ha venido para condenar, lo señala con fuerza en el evangelio, no ha venido para extinguir el último resto de esperanza sino para alentarla.
La mujer que aparece en el relato de este día ha sido ya condenada por su sociedad, por estar en el momento equivocada con la persona equivocada. De modo injusto seguramente, pero condenada al fin, es decir, derrotada, acorralada, humillada. Sus detractores piden que también el Señor confirme su condena. Nada de eso, para él ninguna vida es desechable. Todos podemos ser mejores hoy de lo que fuimos ayer. Él se hace compañero, amigo, hermano mayor para enseñarnos un camino de redención en el que nos podamos reconstruir. Nos llama a donarnos a los otros y a sentir compasión como él la siente por cada uno de nosotros.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: P. Emmanuel Velázquez Mireles C.M.
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