Gracia que tropieza (Mateo 16,13-23)

Tom McKenna, CM
4 abril, 2025

Gracia que tropieza (Mateo 16,13-23)

por | Abr 4, 2025 | Formación, Reflexiones, Thomas McKenna | 0 Comentarios

Hay una forma de concebir nuestra fe cristiana que la vincula con la perfección. Y ello porque, obviamente, se centra en el Señor Jesús, que encarna esa fe perfecta. Esto es justo porque pone el foco en aquel que vivió una vida humana que, a los ojos de Dios, es la perfecta.

Poner de relieve lo más excelente tiene valor en la medida en que mantiene nuestros ojos en la meta, en el estándar con el que medirnos a nosotros mismos. Pero, como también sabemos los discípulos, centrarse en la perfección tiene sus inconvenientes. Nos conduce a la decepción cuando no alcanzamos nuestros ideales. Es entonces cuando el ánimo puede venir no tanto de los santos como de los pecadores, no de los que han vivido la vida perfectamente sino de los que han tropezado en su camino.

Si hay un modelo para este estilo vacilante, es San Pedro. En el capítulo 16 de Mateo, se le presenta como cualquier cosa menos coherente y perfecto. Cuando los demás no aciertan a responder a la pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?», Pedro acierta de pleno. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Es la respuesta perfecta a la pregunta de Jesús. Y en señal de admiración, Jesús pasa a llamarle La Roca.

Pero si seguimos leyendo un poco más, oímos que la misma Roca le dice a Jesús que renuncie a su intención de sufrir, morir y resucitar por el bien de todos nosotros. La Roca se ha convertido en piedra de tropiezo. Más tarde, en la Última Cena, profesará en voz alta su fe, pero en pocas horas negará rotundamente que conoce a Jesús.

En nuestro propio camino de fe, Pedro puede sernos más útil en su debilidad que en su fortaleza. Profesamos nuestra fe y luego fracasamos. Nos levantamos y volvemos a caer. Pedro puede animarnos a seguir adelante. En su propio martirio, incluso con sus errores, sigue confesando a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

La vida de fe de la mayoría de la gente no es una progresión constante. Esperar que sea así puede socavar su desarrollo. Esta Roca de la Iglesia, Pedro, cae y se levanta, se debilita y luego recobra fuerzas, todo ello en el vaivén de años de intentar seguir a su Maestro. El énfasis exclusivo en la perfección puede entorpecer el camino al fijar una meta irreal, que en su misma altivez puede hacer tropezar y desanimar al creyente.

En una variante de esto, Vicente cita el obstáculo de la oración ilusoria.

«Hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos. Se muestran satisfechos de su imaginación calenturienta, contentos con los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración, […] pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, […] ¡ay!, todo se viene abajo y les fallan los ánimos».
(SVP ES XI-4, Conferencia sobre el amor de Dios, p. 733).

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