Abrazar la eternidad en el presente: La espiritualidad encarnada de Isabel Ana Seton
Lo que deseo expresar en este artículo sobre la espiritualidad de la Madre Seton ha sido forjado por una atenta lectura de su vida y sus escritos y también por lo que ha acontecido en mi propia vida en el tiempo que lo estaba preparando. Dos experiencias han sido especialmente significativas: la primera, más general y profunda; la segunda, más específica.
Acepté la invitación a participar en este seminario como una maravillosa oportunidad para centrarme en la vida y la espiritualidad de Isabel Ana Seton de un modo que había anhelado y pretendido durante años. Pero nada más aceptar la tarea, un compromiso anterior cobró una nueva magnitud y empezó a ocupar mucho más espacio del que había previsto. A ello se sumó el desafío constante de sucesos no planificados y llamadas imprevistas. A medida que pasaban las semanas y los meses, todo tipo de factores parecían conspirar para socavar mis esfuerzos por dedicarle tiempo a este anhelado proyecto. El resultado fue una experiencia muy real acerca de los límites: los límites del tiempo, de la energía, de lo humano.
Incluso cuando mis oraciones a Isabel se hacían más apremiantes para que intercediera a favor del espacio interior y exterior que necesitaba para articular lo que quería decir, estos factores persistían. Conociendo los caminos de Dios en mi vida, empecé a sospechar que estas experiencias a veces apremiantes y «contrarias» y la situación de creciente impotencia en la que me colocaban iban a ser una parte importante de mi proceso de aprendizaje y de lo que acabaría escribiendo.
Así que, a medida que respondía a las necesidades y demandas que se me presentaban, a medida que atendía a acontecimientos que iban más allá de mi prudente planificación, y a medida que un día pasaba al siguiente y al siguiente, empecé a preguntarme: «¿Cómo vería Isabel este acontecimiento, estas circunstancias, esta concurrencia de sucesos? ¿Cómo respondería a esta experiencia que yo he vivido?» o «¿En qué momento de su vida podría haber vivido algo parecido a lo que yo estoy viviendo ahora?». Este proceso de dialogar, por así decirlo, con Isabel sobre mi vida y la suya, de encontrar puntos de convergencia y similitud, de reflexionar sobre su vida a través de las circunstancias de la mía, me ha dado una mayor comprensión de su propia experiencia humana y nos ha llevado a una relación mutua más profunda en la comunión de los santos. (En el pasado me había sentido atraído a participar en un proceso semejante con el Jesús de los Evangelios y con María, y ese ejercicio había aumentado mi aprecio por mi humanidad y por la presencia de Dios en lo humano. Pero hasta entonces no me había sentido impulsada a hacerlo con otras personas). La experiencia de reflexionar y mantener un diálogo interior permanente con Isabel, de vivir con ella por así decirlo, ha hecho más profundo mi afecto por ella y ha confirmado las ideas que sobre su espiritualidad surgían de mi lectura de su vida y sus escritos.
Isabel vivió su vida plena y conscientemente. Era comprometida y práctica. Se entregaba a cada acontecimiento tal como se presentara. Sabía soportar el sufrimiento. Sabía ser feliz y reírse ante la vida y ante sí misma. Mi lectura, reflexión y experiencia me han llevado a ver que lo central en la espiritualidad de Isabel es un amor activo y apasionado nacido de su intuición de que a Dios se le encuentra en cada momento del camino. Lo que arraigó y creció en ella a lo largo de sus cuarenta y seis años fue la convicción y la esperanza de que, en cada acontecimiento y en cada relación, se le ofrecía el don de la vida, de una vida más profunda, de una vida más allá de lo inmediatamente perceptible, el don de la vida eterna, a ella y a los que amaba. Y porque estaba así dispuesta, porque se entregaba a lo que cada momento le deparaba —no aceptando pasivamente de manera indiferente, (no, era una persona demasiado fuerte y ardiente para eso), sino abrazando receptivamente y dando forma al acontecimiento o a la relación con su propia respuesta de amor—, en el encuentro sucedía algo que transformaba tanto su propio ser como el acontecimiento.
Isabel no nació con este don plenamente desarrollado. La naturaleza, la historia y la libre acción de Dios en su alma modelaron su manera de responder a la vida. Para ella, como para nosotros, hubo pasajes significativos que desembocaron en nuevos espacios de integración y de paz. Persona inteligente, afectuosa, vivaz y con una profunda capacidad de amar, conoció muy pronto una vida más allá de ésta y un ejemplo de servicio desinteresado a los demás. Su trayectoria humana estuvo continuamente marcada por importantes pérdidas y pruebas, así como por profundas amistades y relaciones estrechas.
Desde muy joven, su experiencia de la vida le enseñó que las palabras de Leon Bloy son ciertas: «Hay lugares en el corazón que aún no existen y en ellos entra el sufrimiento para que tengan existencia», y aprendió que Dios entra y ocupa esos lugares.1 Así, a partir de su vivencia de la muerte de su madre y de su hermana pequeña, comprendió de algún modo que el cielo y la eternidad las guardaban y que algún día la reunirían con sus seres queridos. Y en la soledad agravada por un padre ausente, experimentó que Dios era su Padre, capaz de levantarla por encima de cualquier pena. El modelo, que ya se estaba desarrollando, se repetiría a menudo: en la pérdida, la incertidumbre y la oscuridad, se le enseñó el misterio de la vida a través de la muerte. Una y otra vez se empapaba del misterio pascual.
Pero el sufrimiento no fue su único maestro. Atraída hacia Dios por las bellezas de la naturaleza, por la Biblia, los sacramentos y la Iglesia, por las relaciones cercanas y afectuosas que mantuvo a lo largo de su vida, y que fomentó en persona y por correspondencia, por las gracias interiores fortalecedoras que acompañaron cada tiempo de prueba, Isabel se hizo cada vez más consciente y atenta al «más allá», al «más arriba», a la vida eterna que le proporcionaba una paz y una alegría cada vez más profundas. Y era esta «eternidad» lo que ella anhelaba cada vez más, no tanto como descanso, sino como plenitud de vida y comunión con Dios. Aprendió que Dios estaba actuando en el mundo y en su vida, y que la voluntad providencial de Dios, que se despliega de maneras a menudo inesperadas e imprevistas, encierra un tesoro cuando se acepta y se pone en práctica: el tesoro de la vida eterna, donde se saborean las bienaventuranzas y se percibe la llegada del reino de Dios.
Lo aprendió, como he dicho, a través de sus experiencias de pérdida y soledad en la infancia; lo aprendió a través de su alegría por servir a los pobres y a través de su amor y afecto por William Magee Seton, su marido. Lo aprendió cuando, a los veinticuatro años, justo cuando empezaba a gozar de su propio hogar y de sus hijos y estaba embarazada de Richard, sobrevino la inesperada muerte de su suegro y la necesidad de trasladarse y cuidar de los hermanos y hermanas de Will. Aprendió que Dios le ofrecía una vida y una gracia cada vez más hondas a través de la mala suerte y la salud de Will, a través de la muerte prematura de su querido padre, que murió en sus brazos, a través del viaje a Leghorn, que suscitó cierta esperanza sobre la salud de Will, y la pérdida de esa esperanza cuando fueron puestos en cuarentena, a través del indecible sufrimiento y las vigilias en el lazareto, y a través de la muerte de su querido William. La reconoció en la amabilidad y los cuidados de la familia Filicchi y en el consuelo que le proporcionó su propia fe. Y lo aprendió de nuevo cuando, a su regreso de Italia, se enfrentó a la muerte de su hermana del alma Rebeca, para quien había escrito su diario de este último viaje. Reconoció este precioso tesoro vital en la inefable paz y certeza que le fueron concedidas tras la agotadora pugna que caracterizó su decisión de ingresar en la Iglesia católica, y a través de la fuerza interior y el espíritu clemente que colmaron su corazón cuando familiares y amigos la abandonaron y, con la activa calumnia que hicieron sobre su carácter y reputación, le impidieron ganarse la vida en Nueva York. Lo aprendió a través de la oportuna invitación a trasladarse a Baltimore, y a través del desgarrador dolor de tener que abandonar su entorno familiar, su amada ciudad. Lo aprendió cuando acogió con alegría a sus primeras compañeras consagradas y cuando descubrió la coincidencia providencial de su sueño con el de Samuel Cooper. Lo aprendió en el apasionante desafío de los nuevos comienzos y en los sufrimientos muy concretos de ser pionera en la pobreza. Lo aprendió en sus luchas, desacuerdos y tensiones con los superiores, así como en el apoyo y la atención de los directores que la ayudaron, especialmente Simon Gabriel Brute, que comprendió tan bien los caminos de Dios con ella y los suyos con Dios. Lo aprendió cuando asistió a la muerte de tantos seres queridos, especialmente de su querida Anna, cuya partida parece haber sido la prueba más sombría de su vida, así como de su Becky, Harriet, Cecilia y tantas hermanas de la joven comunidad. Lo aprendió cuando, a lo largo de los años, aceptó y abrazó su frágil salud, y una vez más en su enfermedad postrera.
Llegados a este punto, puede que al lector le resulte útil detenerse y reflexionar sobre una de estas preguntas, con el fin de pasar unos momentos en diálogo con Isabel: ¿Con qué experiencia de la vida de Isabel me siento identificado en este momento? o ¿De qué experiencia de mi vida me parece que Isabel querría hablar? ¿Por qué?
Jon Sobrino señala que la espiritualidad exige (1) honestidad sobre lo real, (2) fidelidad a lo real, y (3) una cierta «correspondencia» por la que nos dejamos llevar por el «más» de lo real.2 Desde sus primeros años y a lo largo de toda su vida, y sin dejar de lado su espíritu a veces romántico, podemos afirmar en Isabel una honestidad sobre lo real, una fidelidad a lo real, y esa cierta «correspondencia» que le permitió dejarse llevar por el «más» de lo real. Se expresa en su sentido común práctico y en su agudo juicio sobre las personas y las situaciones, en su esfuerzo recto y sin complicaciones por agradar al Señor, y en su entrada cada vez más cuidadosa en la actividad de Dios con todo su deseo y su ser.
En Isabel descubrimos una entrega amorosa y una colaboración con el Espíritu de Dios, el «más» que actúa en lo real, tanto en los acontecimientos como en ella misma. Ella había observado que tras la tristeza de la pérdida venía el consuelo de la presencia de Dios, y que las llamadas nuevas y desafiantes iban precedidas de seguridades fortalecedoras de gracia y amor. Es sorprendente que sus experiencias con la muerte no aplastaran su natural entusiasmo por la vida, sino que lo refinaran y profundizaran, y que la herida y el dolor la hicieran cada vez más sensible a las necesidades de los demás. Llegó a saber que la «voluntad de Dios» era la «providencia de Dios» para ella, a través de la cual se le concedía la vida eterna. Esto se refleja en las palabras que escribió a Cecilia O’Conway: «Debemos tener mucho cuidado de mantener nuestra gracia. Si la mía dependiera de ir a un lugar que más detesto, descubriría que en ese lugar hay una abundancia de gracia esperándome… Qué consuelo».3 Isabel aprendió que lo que puede parecer “en el camino” es el camino. Creció en sabiduría a lo largo de este camino.
Dios trabajó con su capacidad de esperar, encontrar y rendirse al «más», al «más allá» en su vida, incluso cuando estaba envuelta en situaciones prácticas de la vida. Esta convicción, esta expectación, esta profunda confianza son evidentes a lo largo de su vida y, en particular, cuando emprende el largo viaje con su marido moribundo y Anna, dejando atrás a sus cuatro hijos pequeños. Ella apunta en sus «Queridos recuerdos»: «A los 29 años, confianza en nuestro viaje a Leghorn, esperanza en que todo saldría bien»4. Isabel entendía la voluntad y la providencia de Dios no sólo como los acontecimientos que se le presentaban, sino como su respuesta a ellos. Esta perspectiva puede ayudarnos a valorar sus palabras en tres momentos distintos de su vida. En medio de las pruebas, escribe en su diario: «Si Tú lo ordenas, bienvenida sea la desilusión y la pobreza, bienvenida sea la enfermedad y el dolor, bienvenida sea incluso la vergüenza, el desprecio y la calumnia… Mientras tanto, Tú nos sostendrás con el consuelo de Tu gracia».5 A Eliza Sadler le escribe después de la muerte de Anna: «Créeme cuando digo con toda mi alma: ‘Hágase Su voluntad para siempre’».6 Y mientras agoniza, reza: «Que la más justa, la más elevada, la más amable voluntad de Dios se cumpla por siempre».7
Creo que la suerte de «correspondencia» por la que Isabel se dejaba llevar por el «más» de lo real es una cualidad peculiar de la atención y sensibilidad femeninas a la vida en su interior y a su alrededor, cualidad potenciada por su profundo instinto y experiencia maternales. Por naturaleza, por gracia y por práctica, estaba dispuesta a concentrarse en la vida y en lo que da vida, en la vida dentro y más allá de los acontecimientos inmediatos, tanto si traían malestar y dolor como satisfacción y alegría. Podía dejar de lado y desprenderse de lo que no era esencial en última instancia. Me viene a la memoria el consejo de Isabel de «ver a tu querido Salvador a solas en medio de tu alma», animando a «dejar que pase todo lo que pueda pasar; no pensar en nada más que en lo que es eterno»8.
Veo tres aspectos en la vida de Isabel que creo que alimentaron y se alimentaron de su honestidad sobre lo real, de su fidelidad a lo real y de esa cierta «correspondencia» por la que se dejó llevar por el «más» de lo real, impulsos del corazón a los que respondía constantemente y que son evidentes a lo largo de su vida. Son: la fidelidad a un espacio de oración diaria (que adoptó muchas formas), cualesquiera que fuesen las circunstancias, y en todas las fases de su ánimo y de su espíritu; la práctica del Diario y de la Correspondencia, que sin duda le proporcionaron un lugar para la reflexión y la asimilación en sus días habitualmente ajetreados; y su amor a la Eucaristía. ¿Puede sorprendernos que ella, cuya vida estuvo tan marcada por acontecimientos profundamente grabados en su ser y su naturaleza maternal, se sintiera tan constantemente atraída y predispuesta por la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo de Cristo? En una carta a su hijo William, por el que sentía un afecto más fuerte que todas las decepciones y sinsabores, un afecto que ella misma apenas comprendía, escribió en 1818: «Anoche te sentí cerca, allí donde solías estar tan a gusto y calentito cuando hace veinte años recibiste la fuerza de la vida, y donde todavía late el corazón para amarte entrañablemente»9. Parece, pues, perfectamente natural que se sintiera tan atraída por este sacramento de agradecimiento por la presencia activa de Dios en la historia humana, el memorial de la experiencia de Jesús de muerte y vida en Dios, la celebración de nuestra comunión con Dios y en Dios a través del Cuerpo de Cristo.
He señalado que en el centro de la espiritualidad de la Madre Seton está la convicción, la expectativa y la profunda confianza de que en cada acontecimiento y circunstancia Dios ofrece la vida eterna, y que en este espíritu ella acogió cada momento con un amor extraordinario que la transformaba a ella y al acontecimiento. El don especial que aporta a esta aceptación confiada y respuesta valiente a los acontecimientos y circunstancias de su vida es una atención femenina a la vida, a las personas y a las relaciones y, en última instancia, a su relación con Dios, que las fundamenta todas en la vida eterna. Verdaderamente es una Madre, una receptora de vida, una dadora de vida, una nutridora de vida, completamente entregada a encontrar y fomentar el «más» en lo real, la vida eterna que es el objeto último de su deseo y anhelo.
Ahora bien, si estuviste atento al principio, y si tu memoria no se ha oscurecido por mis muchas palabras, recordarás que comencé señalando que dos experiencias marcaron mi vida mientras preparaba esta reflexión. La primera fue mi experiencia de los límites —de tiempo y de esfuerzo— mientras trataba de preparar este artículo. Ahora sabéis que la tarea se ha convertido en un acontecimiento transformador.
¿Cuál es la segunda, se preguntarán? Fue una «peregrinación» familiar con mis hermanas y hermanos a la casa de nuestros antepasados paternos en Irlanda, en septiembre. Este viaje fue para nosotros una celebración especial de nuestra historia familiar, nuestro patrimonio y nuestra vida. Estrechó los lazos entre nosotros, confirmó ciertos rasgos familiares y nos ayudó a reconocer los vínculos entre el antes y el ahora, entre el allí y el aquí. Los vientos huracanados siguen soplando en Inishowen como hace 300 años, y hace 160 cuando mi tatarabuelo partió. En los campos cercanos a la antigua casa familiar las ovejas pastan como antaño, y el viejo puente de piedra que vadea el brazo de mar se mantiene firme. Nuestras reuniones familiares y excursiones nos ayudaron a ver cómo, a través del anhelo, la valentía y el largo y difícil viaje por mar de un joven aventurero, el sentido de la vida y el enfoque de la vida que dieron forma a esas realidades nos han sido transmitidos aquí, en otro mundo, en otro tiempo.
Así también, tras mi exploración de la experiencia vital de la Madre Seton, he reconocido más claramente cómo su herencia vive en mí. Y confío en que esta reflexión nos haya ayudado a cada uno de nosotros no sólo a apreciar a Isabel como la maravillosa mujer que es, sino también a reconocer que nuestras propias respuestas a los acontecimientos de nuestra vida reflejan esa cualidad del corazón que la animó y dio forma a los acontecimientos de su vida y de su tiempo. Y espero que, reconociendo su extraordinario legado de fe, esperanza y amor, nos regocijemos en nuestra herencia.
Anne Harvey S.C.
Fuente: Vincentian Heritage Journal: Vol. 14: nº 2, artículo 10.
Disponible en: https://via.library.depaul.edu/vhj/vol14/iss2/10
Notas:
1 Leon Bloy, como se señala en Leon Bloy, Pilgrim of the Absolute, selección de Ra’issa Maritain, trans. John Coleman y Harry Lorin Binsse (Nueva York: 1947), 358, adaptado.
2 Jon Sobrino, como señala Francine Cardman en «Liberating Compassion: Spirituality for a New Millenium», The Way, 32, nº 1 (enero de 1992):12.
3 Elizabeth Seton: Selected Writings, ed. Ellin Kelly y Annabelle Melville (Nueva York: 1987), 47.
4 Ibídem, 347.
5 Charles White, Mother Seton: Mother of Many Daughters (Garden City, Nueva York: 1949), 12.
6 Joseph I. Dirvin, The Soul of Elizabeth Seton: A Spiritual Portrait (San Francisco: 1990), 29.
7 White, Mother Seton, 287.
8 Ibídem, 222-23.
9 Dirvin, The Soul, 30.
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