En 2002, el Papa Juan Pablo II entregó a la Iglesia los Misterios Luminosos del rosario, los llamados Misterios de la Luz. Uno de ellos es la Transfiguración.
En la Transfiguración, Jesús lleva a tres de sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan) a la cima de una montaña. Hasta ese momento, los discípulos conocían a Jesús de un modo bastante corriente, debido a su escasa perspicacia y comprensión. En esta ocasión, sin embargo, Jesús les regala una experiencia fuera de lo común. Sus corazones y sus mentes se abren. Empiezan a ver a Jesús como lo que realmente es y lo que realmente significa. Cuando hablamos del acontecimiento de aquel día en la montaña, el cambio que se produce no es simplemente en la apariencia de Jesús, sino en la comprensión de los apóstoles. Esas mismas lecciones se nos ofrecen a nosotros. Podemos reconocer tres pasos en la revelación.
En primer lugar, Jesús es envuelto en luz: «Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestidos se volvieron de una blancura deslumbrante» (Lc 9,29). A menudo, en el Antiguo Testamento, la luz caracteriza la presencia de Dios. La bendición de Aarón reza «El Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y tenga piedad de ti» (Núm 6,25). Los salmos tienen muchos pasajes en los que el salmista pide que la luz del rostro de Dios brille sobre él (Sal 31,16; 67,1; 80,3). Y, recordemos la experiencia de Moisés después de encontrarse con el Señor en la montaña:
«La tez de su rostro se había vuelto radiante mientras hablaba con Yahveh. . . Aarón y los demás israelitas vieron a Moisés y se dieron cuenta de lo radiante que se había puesto la piel de su rostro». (Éxodo 34:29-30)
La luz que envolvía a Jesús expresaba la presencia divina. Los discípulos lo vieron y, como nos dice el pasaje, vieron su gloria.
A continuación, los discípulos encuentran a Jesús conversando con quienes representaban el conjunto de sus Escrituras: Moisés y Elías (la Ley y los Profetas). Se les hace patente que Jesús cumple las promesas hechas al pueblo de Israel. En él, la palabra de Dios se hace literalmente realidad. Todas las promesas de un Mesías, un Salvador y un Redentor se habían realizado y encarnado en este carpintero de Nazaret. Habría sido una experiencia sobrecogedora para un judío creyente.
La experiencia final de los discípulos en la montaña ofreció, quizá, el testimonio más poderoso de quién era Jesús:
«Se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: ‘Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle’» (Lc 9,34-35).
El Padre de los cielos proclama a Jesús como su Hijo amado. Si las experiencias anteriores habían proporcionado una sólida presentación sobre la identidad de Jesús, este momento final no dejaba lugar a dudas. Dios mismo proclama a Jesús como su Hijo. ¡Qué más se puede decir o afirmar! Las palabras de Lc 3,22 en el Bautismo reciben ahora una segunda concreción. ¡Jesús es el Hijo de Dios!
Podemos apreciar el efecto sobrecogedor de esta experiencia en los discípulos. Darse cuenta, en efecto, de la plenitud de la identidad de Jesús sólo podía suscitar en ellos admiración y adoración.
En nuestra época, Jesús se nos revela de estas mismas maneras. La presencia de Dios brilla en cada una de sus palabras y actos. Dios se muestra digno de confianza en el cumplimiento de las promesas hechas a un pueblo bíblico. El Padre ofrece el testimonio final y definitivo de la identidad de su Hijo. No se puede decir más. Sólo se puede dar un paso atrás y adorar. Eso debería reflejar un aspecto de nuestro propósito cuaresmal.
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