Se ha llegado a decir que Dios sólo nos pide que le consagremos un día a la semana, y en ese día nos pide que no trabajemos, sino que descansemos. Por tanto, el domingo eres simplemente un ser humano. Los otros seis días, eres un «hacer humano». Para los vicentinos, sin embargo, el descanso de nuestras obras de caridad parece a menudo algo inimaginable.
Tratamos de compartir generosamente nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras posesiones y a nosotros mismos [cf. Regla, Parte I, 2.5.1]. Al obrar según esta virtud del desinterés, buscamos llegar a ser verdaderamente desinteresados, vaciarnos de nosotros mismos, para poder llenarnos de Dios. Los vicentinos somos gente de acción; también de contemplación, pero no a expensas de amar a Dios «con la fuerza de nuestros brazos y el sudor de nuestra frente» [SVP ES XI, 733].
Seguimos el ejemplo de Santa Luisa de Marillac, cuyo compromiso al servicio de los pobres, los niños expósitos, los enfermos, las víctimas de la guerra y sus propias Hijas de la Caridad la llevó a menudo a salir de su propio lecho de enferma para proseguir con su trabajo. A pesar del torbellino de trabajo y actividad que llevó a cabo durante toda su vida en favor de los pobres de la Francia del siglo XVII, fue san Vicente quien a menudo le recordaba —le imploraba— que se detuviera y descansara. «Póngase fuerte —le aconsejaba—; lo necesita usted o, de todos modos, la gente» [SVP ES I, 415].
Estamos llamados a no almacenar nuestros recursos; todo lo que se nos da está destinado a ser utilizado para aliviar las necesidades del presente. En consecuencia, pueden llegar días en que no tengamos más dinero para dar; tanto nosotros como el prójimo lo comprendemos. Del mismo modo, no contenemos nuestro amor, nuestra presencia o nuestros esfuerzos cuando son necesarios, y podemos hacerlo. Pero al igual que el dinero a veces se acaba, también puede ocurrir lo mismo con nuestra reserva personal de fuerza y resistencia.
Aristóteles decía que si quieres convertirte en constructor, construyes algo. Si quieres llegar a ser virtuoso, haces cosas virtuosas [Ética nicomáquea]. Nos hacemos haciendo; lo que empieza como una práctica exterior, se convierte en interior. Ya no sólo actuamos con generosidad, sino que nos volvemos generosos.
Entonces, ¿en qué nos convertimos si hacemos demasiado, especialmente si hacemos tanto que no podemos hacer más sin sufrir agotamiento, o fatiga por compasión, o extenuación física; si nuestras mismas acciones virtuosas conducen a nuestra incapacidad para continuarlas? Somos personas de contemplación y acción, y necesitamos hacer una pausa en nuestras acciones para reponernos y refrescarnos con la oración y el descanso.
El Catecismo enseña que la virtud cardinal de la templanza modera nuestros deseos de bienes mundanos. En cierto sentido, aprender a controlar nuestro impulso a «hacer siempre más» puede ser un ejercicio de templanza, que permita que nuestro amor a Dios y al prójimo no se vea perturbado por un cuerpo o una mente que piden descanso. Sólo cada uno de nosotros puede conocer sus límites personales, y no todo lo que nos cansa es excesivo, pero hay un tiempo para todo, incluso para el descanso.
Contemplar
¿Me detengo para renovarme con la oración y la reflexión, en lugar de centrarme sólo en «el trabajo»?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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