El misterio de la Encarnación es parte integrante y la gran novedad de la fe cristiana. A través de él se realizan las antiguas profecías: «Dios está entre nosotros para salvar»; es «Dios con nosotros». Y la comunidad cristiana lo expresa admirable e incontestablemente en los escritos del Nuevo Testamento, en los escritos de los primeros Padres de la Iglesia y en la formulación de Nicea: «por nosotros y por nuestra Salvación…». A lo largo de los siglos, esta fe se ha expresado no sólo mediante reflexiones teológicas, sino también a través de devociones populares: el belén, el Vía Crucis, la representación del Crucificado, las procesiones de la Pasión…
En el siglo XVII nació un movimiento profundamente cristocéntrico, de la mano de Pedro Bérulle, Juan Jacobo Olier, San Vicente de Paúl, San Juan Eudes y otros (1), que suscitó una corriente de reforma en Francia y que más tarde (en 1920) se denominó «Escuela Francesa de Espiritualidad». Consiste en crear y desarrollar una profunda conciencia de la grandeza de Dios, que manifiesta toda la fuerza de su amor en la Encarnación de su Hijo (el Verbo Encarnado); se desarrolla y prolonga en la Iglesia mediante una intensa labor apostólica que hace presente este misterio de la Encarnación en todo tiempo y lugar a través del ministerio sacerdotal. De ahí la gran preocupación por la formación sacerdotal y la contemplación del Verbo Encarnado.
San Vicente de Paúl, profundamente imbuido de esta espiritualidad que hace del Verbo Encarnado el centro de la reflexión y de la contemplación de los cristianos, tiene su propia manera de expresarlo, partiendo sobre todo del capítulo XXV del Evangelio de San Mateo: «Tuve hambre, tuve sed, estuve en la cárcel… y vinisteis a visitarme y me ayudasteis… cada vez que lo hicisteis o dejasteis de hacerlo con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis». Para el P. Vicente de Paúl, Cristo se encarna en los pobres, en los necesitados. Para él, P. Vicente, no hay duda: Jesucristo está en el pobre; el pobre es Jesucristo. A los que expresaban su disgusto por tener que ocuparse de la miseria humana y social de la pobreza, les respondía: «Dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ésos los que nos representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre; […] ¡Dios mío! ¡Qué hermoso sería ver a los pobres, considerándolos en Dios y en el aprecio en que los tuvo Jesucristo!» (SVP ES XI, 725).
Esta misma identificación de Cristo con los pobres la expresó a las Hijas de la Caridad cuando les dijo: «vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de haceros agradables a su divina Majestad, tiene que ser servir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad, compadeciéndoos de su mal y escuchando sus pequeñas quejas. […] Por eso estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos. […] Ellos son vuestros amos, y también los míos. […] Esto es lo que os obliga a servirles con respeto, como a vuestros amos, y con devoción, porque representan para vosotras a la persona de Nuestro Señor» (SVP ES IX-2, 915-916).
Y para que no hubiera dudas, en otra ocasión insistió: «Puede que tengáis que ir una y otra vez a visitar a los pobres. Cada vez que vayáis, encontraréis a Cristo en ese mismo pobre». Y a quienes expresaban ciertas reservas sobre sus llamadas urgentes pero inoportunas, porque suponían interrumpir la oración, el P. Vicente no tenía problema en priorizar: «es dejar a Dios (en la oración) por Dios (en los pobres)» (cfr. SVP ES IX-2, 1125).
Resulta interesante ver la evolución de un Cristo contemplado a la manera de Pedro de Berulle, que puede verse en una carta escrita en 1635: «Acuérdese, padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte en Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (SVP ES I, 320), por un Cristo que inspiraba trabajo, dedicación, servicio y amor a la humanidad mediante el anuncio del amor del Padre del que él era el que lo concretaba: «Durante esos tres años ¿qué es lo que no trabajó de día y de noche, predicando unas veces en el templo, otras en una aldea, sin descanso, para convertir al mundo y ganar las almas para Dios su Padre? […] ganarse la vida de esta manera, sin perder tiempo, es ganársela como nuestro Señor se la ganó» (SVP ES IX-1, 446).
E insiste en que los miembros de su Congregación no tienen otro modelo inspirador que el de Nuestro Señor, enviado por el Padre para proclamar la Buena Nueva liberadora: «nuestro fin es trabajar por su salvación [de los pobres], a imitación de nuestro señor Jesucristo, que es el único verdadero redentor y que cumplió perfectamente lo que significa ese nombre amable de Jesús, que quiere decir salvador […] Mientras vivió sobre la tierra, dirigió todos sus pensamientos a la salvación de los hombres, y sigue todavía con estos mismos sentimientos, ya que es allí donde encuentra la voluntad de su Padre» (SVP ES XI-4, 762).
Estos textos nos muestran una total identificación con Cristo que prolonga su misterio de la Encarnación en la comunidad de sus discípulos enviados en misión a la humanidad de ayer y de hoy con el propósito de dignificar, de salvar; nos revelan también la urgencia de la misión que no tolera ningún tipo de contemporización; nos revelan también el secreto de la «frescura pastoral» que, a los 79 años, seguía intentando descubrir las formas más adecuadas de anunciar a Jesucristo.
P. José Alves, CM
—–
(1) Grandes reformadores del siglo XVII, en doctrina y disciplina eclesiástica, creadores de Seminarios: Berulle, fundó los Oratorianos; Olier, los Sulpicianos; San Vicente de Paúl, la Congregación de la Misión o Lazaristas; San Juan Eudes, los Eudistas. Todos ellos fundaron seminarios diocesanos. Estas fundaciones, cada una a su manera, configurarían el tipo de sacerdote y de pastor hasta el siglo XX.
0 comentarios