Padre Aladel, C.M.: el Sacerdote Pionero de la Medalla Milagrosa
1. Los primeros años del «cura de la Medalla Milagrosa»
El Padre Aladel nació en Les Termes, departamento de Cantal, en el sur de Francia, el 4 de mayo de 1800. Fue justo que naciera en el mes de María, ya que un día se convertiría en uno de sus más devotos servidores. En su bautismo recibió los nombres de Juan María; el primero por el «discípulo amado», el segundo en honor de Nuestra Señora.
Su padre era un modesto agricultor que tenía que trabajar duro para mantener a su familia. A medida que los niños crecían, le ayudaban en las labores del campo. El mismo campo se utilizaba bien para la labranza, bien para el pastoreo, por lo que siempre tenía que haber alguien presente cuando se llevaba el ganado a pastar a los prados, para evitar que invadieran los de laboreo. Este era el deber de Juan, y como se pasaba horas y horas en esta tarea, su padre le daba libros religiosos para que leyera, entre los que se encontraban las vidas de los santos de su tierra natal. Sus días transcurrían en un entorno ideal. Le bastaba levantar los ojos de sus libros para ver la belleza de la naturaleza por doquier, reflejo de la belleza increada del Dios de la naturaleza. En el mes de mayo, por el que sentía un amor especial, los huertos estaban blancos de flores, «la fragante nieve de la primavera», y las flores de color crema y rosa del castaño de indias, apiñadas unas junto a otras, le recordaban el despliegue de las velas del Altar Mayor para la bendición. A su alrededor reinaba un gran silencio, sólo roto por el balido ocasional de las ovejas, el mugido del ganado o el canto de los pájaros. Amaba el silencio y la paz de los grandes espacios abiertos, donde soplaban los vientos de ponientes, haciendo que el maíz creciera con gracia, como si se inclinara en humilde reverencia y homenaje a su Creador.
La familia Aladel vivía con frugal comodidad. En la casa, amueblada con artístico gusto francés, reinaba el orden y la limpieza. En el exterior, las rosas trepaban por los cenadores enrejados, y las lilas y los labiérnagos perfumaban el cuidado jardín.
Los padres de Juan eran buenos y piadosos católicos, cuyo principal objetivo era animar a sus hijos con la palabra y el ejemplo a practicar su sagrada fe. Durante las largas tardes de invierno, el padre les enseñaba sus oraciones y les instruía en la doctrina cristiana, y el trabajo del día concluía con el rezo del rosario en familia. Fue en este hogar católico idóneo y en este ambiente religioso donde creció Juan Aladel. Aquí se sentaron las bases de las eminentes virtudes y cualidades por las que se distinguió en su posterior vida. Las principales características de su infancia fueron su gran devoción a Nuestra Señora (a menudo se le veía rezando el Rosario cuando iba y venía del campo), su amor por la lectura de libros espirituales, sus hábitos de estudio y su amor por la soledad.
Recibió su educación elemental en Saint-Flëur, a pocos kilómetros de su casa. Ahí hizo la Primera Comunión, para la que se había preparado con gran diligencia, seriedad y piedad. Siempre recordó el día de su Primera Comunión como el más feliz de su vida. A continuación, se consagró a María Inmaculada. Hay que recordar que el dogma de la Inmaculada Concepción aún no estaba definido. Durante este período, su vocación al sacerdocio se manifestó claramente, y todo su objetivo era adquirir los conocimientos que le serían necesarios y útiles como sacerdote. Obtuvo brillantes éxitos como estudiante, y sus talentos fueron reconocidos por todos, aunque nunca se le vio presumir. Era reflexivo y serio, pero no adusto, y gozaba de la simpatía general. El hábito de concentración que cultivaba contribuyó en gran medida a su éxito.
Habiéndose graduado con honores en la escuela preparatoria, fue admitido en el Seminario Diocesano, que también estaba situado en Saint-Flëur, en el mes de noviembre de 1817. Cuatro años más tarde, cuando cursaba segundo año de teología, se produjo un acontecimiento que cambió por completo el curso de su vida. Tras haber leer vida de San Vicente de Paúl, comenzó a interesarse por la Congregación de la Misión, fundada por este gran santo.
Poco a poco, el interés del joven Aladel por la Congregación fue en aumento y, considerando con razón la vocación a la vida religiosa como una gracia que había que merecer, rezaba todos los días a la Santísima Virgen para que le obtuviera la gracia de ser admitido en la Congregación de la Misión. A cambio de tan gran merced, prometió servirla más fielmente durante toda su vida. Su deseo de entrar en la Congregación aumentó mucho cuando supo que los hijos espirituales de San Vicente de Paúl tenían desde el principio una particular y especial devoción a la Inmaculada Concepción. Después de un largo y profundo período de reflexión, se decidió a pedir la admisión y tuvo que afrontar las dificultades prácticas que se derivaban de esta decisión. Para obtener el permiso de su obispo, fue necesario aducir razones de peso para su proceder, pero en honor del obispo hay que decir que no puso ningún obstáculo en el camino de este joven, que estaba obviamente animado por los más altos motivos. Así, Nuestra Señora, a quien encomendó su causa, le permitió superar todas las dificultades.
Le esperaba, sin embargo, otra prueba más dolorosa. Había tomado esta decisión sin consultar a sus padres. Sabía que su marcha de Saint-Flëur a París les causaría una gran decepción. El mayor deseo de ellos era que fuese sacerdote en su propia diócesis y, para lograrlo, estaban dispuestos a hacer grandes sacrificios. Le dolía decepcionar a sus padres, a los que amaba entrañablemente, pero se sentía obligado a responder a la llamada de Dios, tan clara e inequívoca. «Sígueme», resonaba en sus oídos, y para él era una obligación responder a esa llamada. Angustiado por decepcionar a sus padres, confió sus problemas a un compañero y amigo. Para su sorpresa, descubrió que su amigo también había decidido pedir la admisión en la Congregación de la Misión y experimentaba las mismas dificultades que él. No tomaron una decisión precipitada, sino que rezaron a Dios pidiendo luz y guía. Consultaron también a sus superiores y, finalmente, con su aprobación, se decidió que los dos estudiantes escribieran a sus respectivas familias, informándoles de su resolución. Así se hizo y, sin volver a ver a sus padres, partieron para la Casa Madre de la Congregación, San Lázaro en París, donde fueron recibidos el 12 de noviembre de 1821.
2. Un hijo de san Vicente
Las primeras impresiones de Aladel sobre la Casa Madre no fueron positivas. No había capilla y los estudios estaban mal organizados. Este estado de cosas se explica por el hecho de que Francia se estaba recuperando de los desastrosos efectos de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas. En 1790, la Congregación de la Misión fue suprimida, como todas las demás comunidades religiosas, y los sacerdotes expulsados. Algunos fueron ejecutados, otros se vistieron de seglares y se escondieron, y algunos escaparon a países extranjeros. No fue hasta 1804 cuando los supervivientes, pocos y ancianos, salieron tímidamente de sus escondites para reanudar la labor que había sido tan bruscamente interrumpida. No regresaron a la antigua Casa Madre conocida como «Saint Lazare», sino a unas nuevas instalaciones en la Rue de Sèvres, que carecían de las facilidades del antiguo establecimiento. Esto explica la desorganización que existía cuando John Aladel llegó a la nueva Casa Madre, que también estaba dedicada a San Lázaro.
Algunos de los estudiantes, desanimados, retornaron a sus hogares. No así el joven Aladel, cuyo carácter fuerte y resuelto no permitió que el primer soplo de adversidad lo desviara de su propósito. Enfrentó todas las dificultades y las superó. Al dedicar a sus estudios el mismo esfuerzo sostenido que lo distinguió en Saint-Flëur, obtuvo el mismo éxito. Después de dos años de estudio, se le permitió profesar los cuatro votos comunitarios: pobreza, castidad, obediencia y estabilidad, y su alegría fue completa cuando, en 1824, fue ordenado sacerdote. A partir de entonces, lo conoceremos como el padre Aladel.
Si se hubieran consultado sus deseos personales, habría expresado su preferencia por el trabajo misionero, pero en su lugar fue nombrado profesor de filosofía en el seminario de Amiens. Sin embargo, al cabo de un año, fue llamado a la Casa Madre y se le dio la oportunidad que tanto anhelaba: fue enviado a las misiones. Se había preparado durante mucho tiempo para la labor apostólica que ahora se le encomendaba, con su meticulosidad y eficiencia habituales. Aquel que santificaría a otros debía santificarse a sí mismo, y el padre Aladel se había santificado a sí mismo mediante la oración y la mortificación. La belleza de su vida interior y su profunda espiritualidad se revelan en el siguiente extracto tomado de notas que había escrito para su propia orientación.
«Practicaré la humildad, reprimiendo rápidamente todos los pensamientos de orgullo y vanidad, contrarrestándolos con sentimientos de desprecio hacia mí mismo. A Dios solo sea la gloria de mis obras y de mis sufrimientos, me dedicaré a la humilde sumisión de mi voluntad en perfecta obediencia a mis superiores y a la observancia exacta de la Regla. Quiero encontrar mi felicidad en ser olvidado por las criaturas; estudiar mis defectos, para corregirlos; y conocer mis innumerables debilidades, para sentirme humilde. Lo haré todo por amor a Jesús y María».
Su éxito como misionero fue extraordinario; sin embargo, al cabo de un año, fue llamado de vuelta a la Casa Madre y, a la temprana edad de veintiocho años, fue nombrado Director Espiritual de las Hermanas de la Caridad en la Rue du Bac. Como director, tenía ciertos principios fijos a los que se adhería fielmente. Su método consistía en guiar a su penitente, no por medios extraordinarios, sino haciéndola alcanzar la perfección por el camino ordinario del servicio a los pobres, porque no hay más que «un camino real al cielo, el camino de la cruz». Desconfiaba de todo lo que se salía de lo común. Es bueno tener en cuenta estos datos en vista de los acontecimientos posteriores.
Celebraba misa a primera hora de la mañana en la capilla de la Rue du Bac y luego regresaba a pie a Saint Lazare, donde confesaba hasta las 11:30. Normalmente no rompía el ayuno hasta mediodía. Dirigía ejercicios espirituales en las distintas casas de las Hermanas de París y acudía a conferencias en Saint Lazare. Consideraba el tiempo tan precioso que no quería aprovechar ni la hora de recreo, y solo por obediencia se unía a sus hermanos durante el breve período de relajación. Su amor por la soledad y el silencio era tal que, cuando no estaba ocupado en sus deberes sacerdotales, se retiraba a su habitación para estudiar y rezar. Parecía tener constantemente presentes las máximas establecidas por San Juan de la Cruz:
«La sabiduría entra por el amor, el silencio y la mortificación».
«Guarda silencio y mantén una conversación continua con Dios».
«Camina en silencio con Dios».
Llevando una vida tan activa y ajetreada, ¿cómo podía guardar silencio? Lo hizo creando un santuario en su corazón, que consagró al silencio. La puerta de ese santuario estaba bien cerrada, para excluir el menor sonido posible del mundo exterior, y en su interior, conversaba continuamente con Dios, sin temor a distraerse o ser interrumpido. Liberada de las cosas terrenales, su alma se elevaba a las alturas celestiales y viajaba lejos por el camino de la perfección cristiana.
No era de extrañar, pues, que este joven capellán, tan recogido y serio, tan ferviente y celoso, tan austero y santo, se ganara el respeto y la confianza de sus súbditos espirituales. Parecía, en efecto, como si hubiera sido especialmente elegido por Dios para cumplir una gran misión en el mundo. Y así fue.

Litografía de Jean-Marie Aladel (1800-1865), del libro «Vie, vertus et mort de M. J-M. Aladel», París, 1873.
3. La misión del padre Aladel
El padre Aladel, como capellán, participó activamente en las procesiones y ceremonias religiosas relacionadas con el traslado de las santas reliquias de san Vicente de Paúl, el 25 de abril de 1830, desde la capilla de la comunidad en la Rue du Bac hasta la nueva iglesia de la Congregación en la Rue de Sèvres. Uno de los ejercicios religiosos fue una novena celebrada en esta capilla.
La novena acababa de terminar cuando una joven novicia se acercó al padre Aladel y le contó una historia maravillosa. La novicia se llamaba Catalina Labouré, había llegado a la Casa Madre el 21 de abril y sería canonizada en 1947. Dijo que había visto el corazón de san Vicente en la capilla de la comunidad durante tres días consecutivos durante la novena, sobre el lugar donde habían reposado las reliquias. El último día de la novena, volvió a ver el corazón y comprendió que grandes desgracias abrumarían a Francia; que el rey sería depuesto, pero que las dos comunidades vicencianas se salvarían del peligro. Su director, conocido por su prudencia, le dijo a la novicia que se trataba de un engaño y le aconsejó que desterrara de su mente todos esos pensamientos.
Pero los favores divinos a Catalina no cesaron. El domingo de la Santísima Trinidad, Nuestro Salvador se le apareció durante la misa como un rey con una cruz en el pecho. Al leer el Evangelio, la cruz se deslizó hasta sus pies y todas sus joyas reales se separaron de Él. Ella entendió por esto que el Rey de Francia sería destronado. Volvió a acudir a su director y le informó de esta revelación, pero él solo repitió su consejo anterior de que era una ilusión. Empezó a temer por la cordura de esta joven visionaria.
El padre Aladel no volvió a saber nada de Catalina hasta que ella fue a contarle otras revelaciones que le habían sido dadas la noche del 18 de julio. Le dijo que la Santísima Virgen se le había aparecido en la capilla y había conversado con ella durante dos horas, durante las cuales Nuestra Señora le dijo que se le encomendaría una misión; que debía contárselo todo a su director; que vería ciertas cosas y que debía darle cuenta de ellas. Nuestra Señora también le reveló que las desgracias estaban a punto de abrumar a Francia, que el trono sería derribado y que el mundo entero sería sacudido por múltiples calamidades. El padre Aladel escuchó su historia con frialdad e indiferencia; le dijo de nuevo que era una ilusión o un sueño, y le aconsejó severamente que no pensara más en ello. El hecho de que el rey [Carlos X] fuera destronado el 30 de julio no hizo tambalear la incredulidad del padre Aladel.
Pasaron los meses y el director pensó que los episodios de las revelaciones había terminado. Sin embargo, para su sorpresa, Catalina volvió a acudir a él con el relato de otra visión, que tuvo lugar la tarde del 27 de noviembre. Le dijo que, estando en la capilla para la meditación vespertina, volvió a ver a la Santísima Virgen en el Santuario. Alrededor de Nuestra Señora apareció un óvalo en el que estaba escrito con letras de oro: «Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos». En el reverso estaba el monograma de la Santísima Virgen compuesto por la letra «M» coronada por una cruz con una barra en su base, y debajo de la «M» estaban los dos corazones de Jesús y María: uno estaba rodeado por una corona de espinas y el otro atravesado por una espada.
Una voz le dijo a Catalina: «Haz acuñar una medalla según este modelo. Todos los que la lleven recibirán grandes gracias, especialmente si la llevan colgada del cuello. Las gracias se derramarán sobre todos los que la lleven con confianza».
Pero el padre Aladel tampoco creyó esta historia y repitió el mismo consejo que anteriormente. Sin embargo, al cabo de un tiempo, hubo signos de debilitamiento en su oposición, pues un día le preguntó a su joven penitente si había algo escrito en el reverso de la medalla. Ella respondió que no había visto nada escrito. «Entonces», dijo él, «pregúntale a la Santísima Virgen qué desea que se inscriba en ella». Catalina prometió que lo haría, y al cabo de unos días, durante la meditación, oyó una voz interior que decía:
«La «M» y los dos corazones dicen lo suficiente».
Informó debidamente a su director, pero él no tomó ninguna medida.
Al final de su año de noviciado, Catalina fue destinada al hospicio de Enghien para ancianos; pero el padre Aladel seguía siendo su director, ya que también era capellán de esa institución. Pasaron siete meses y nada se hizo. Entonces, un día, Nuestra Señora informó a Catalina de que estaba disgustada porque no se cumplían sus órdenes. «Pero querida Madre», dijo la Hermana, «ya ves que él (el Director) no me cree». «No temas», fue la respuesta, «llegará el día en que hará lo que yo deseo, porque él es mi siervo y no querría disgustarme».
Cuando el director oyó esto, se preocupó mucho y se dijo a sí mismo: «Si María está disgustada, no puede ser con la joven hermana, que en su posición no puede hacer nada, así que debe ser conmigo».
En estas circunstancias, ya no podía asumir la responsabilidad de rechazar las comunicaciones que le hacía su penitente. Así que consultó a su superior, el padre Etienne, sin revelar el nombre de la hermana, que deseaba permanecer en el anonimato. Se decidió entonces que un asunto tan importante debía ser sometido al arzobispo. En consecuencia, los dos sacerdotes visitaron a monseñor De Quelen, arzobispo de París, a quien se le dio un relato detallado de las visiones. Tras escuchar con gran interés la maravillosa historia, Su Excelencia dijo que no veía inconveniente en que se acuñara la medalla, ya que no se oponía en modo alguno a la fe católica. Al contrario, era conforme a la devoción de los fieles a Nuestra Señora y creía que contribuiría a su honor, y pidió que le enviaran algunas de las medallas.
Una vez obtenida la autorización eclesiástica, el padre Aladel tomó medidas para que se acuñara la medalla. Sin embargo, hubo un retraso considerable y no fue hasta finales de junio de 1832 cuando se recibió el primer lote de 2000 medallas. El director entregó una de las medallas a Catalina en persona, como para hacer una amnistía honorable por su prolongada oposición. Su único comentario fue: «Ahora hay que propagarla».
Como se había solicitado, algunas de las medallas se enviaron a monseñor De Quelen, que en aquel entonces estaba muy preocupado por la condición espiritual de monseñor De Pradt, un arzobispo que había caído en un grave error y había incurrido en la pena de excomunión. Su Excelencia había hecho todo lo que estaba en su mano, mediante la oración y la apelación personal, para asegurar la conversión de monseñor De Pradt, pero fue en vano. Así que cuando recibió las medallas decidió hacer un último intento de reconciliar al errante con la Iglesia. Tomó una de las medallas y fue a visitarlo, pero se le negó la entrada y regresó a casa. Poco después, recibió un mensaje pidiéndole que regresara, y el arzobispo volvió a la casa de De Pradt, donde fue recibido con cortesía y respeto. El infeliz se retractó de todos sus errores, expresó su profundo pesar por el escándalo que había causado y se reconcilió con la Iglesia en ese mismo momento. Más tarde, esa misma noche, recibió los últimos sacramentos y murió esa misma noche en brazos del arzobispo. Este arrepentimiento en el lecho de muerte es el primer milagro atribuido a la medalla. Su Excelencia informó de inmediato al padre Aladel. Esto sucedió en 1837.
Ya no había lugar para dudas ni vacilaciones. La medalla debía darse a conocer al público, así que el padre Aladel escribió un folleto en el que daba cuenta detallada de su origen sin indicar en modo alguno a la hermana a la que se le había aparecido Nuestra Señora. El libro fue leído con avidez y solo en el primer año se publicaron seis ediciones. El siguiente extracto de su libro ofrece una imagen fiel de la rápida difusión de la medalla:
«Las medallas de la Inmaculada Concepción se propagaron de una manera verdaderamente maravillosa, entre todas las clases y en todas las provincias. Recibimos los relatos más consoladores de todas partes. ‘Están reavivando el fervor tanto en la ciudad como en el campo’, nos aseguran los sacerdotes, ellos mismos llenos del espíritu de Dios; mientras que distinguidos prelados dan testimonio de su confianza en estas medallas, que consideran un medio diseñado por la Providencia para reavivar la fe debilitada de nuestro país. Y, en verdad, la están despertando día a día en muchos corazones en los que parecía extinguida. Están restaurando la paz y la unidad en familias desgarradas por la discordia; de hecho, ninguno de los que las llevan deja de sentir su efecto saludable. En todas partes de Francia, surge un entusiasmo que crece entre los fieles de todas las edades y condiciones para conseguir la medalla milagrosa. Cristianos indiferentes, pecadores empedernidos, protestantes, incrédulos, los mismos judíos, la piden, la reciben con gusto y la llevan con devoción. No solo se propaga en Francia; se ha extendido rápidamente por Suiza, Italia, España, Bélgica, Inglaterra; América, Oriente, llegando incluso hasta China. En Nápoles, tan pronto como se supo, el cabildo de la catedral hizo una solicitud de recibirla en una de nuestras casas; el rey mandó acuñar una serie en plata para él, su corte y su familia, y ordenó que se distribuyera un millón durante el brote de cólera, con el resultado de que se tiene en honor en casi todas las casas y en muchas de las iglesias. En Roma, los generales de las órdenes religiosas participaron activamente en la propaganda, mientras que el propio Santo Padre colocó la medalla al pie del crucifijo y se la entregó a la gente como una muestra especial de su bendición».
Quizá sea conveniente en este momento aclarar el significado preciso de la palabra «milagro». Un milagro puede definirse como una cosa maravillosa realizada por un poder sobrenatural como signo de alguna misión o don especial y atribuida explícitamente a Dios. Santo Tomás de Aquino enseña que «esos efectos deben denominarse milagros, que son obra del poder divino, aparte del orden que se observa habitualmente en la naturaleza, y están separados del orden natural porque están más allá del orden o las leyes de toda la naturaleza creada».
En la visión cristiana del mundo, los milagros tienen un lugar y un significado. Surgen de la relación personal entre Dios y el hombre, y están tan entrelazados con nuestra religión, tan conectados con su origen, su promulgación, su progreso y toda su historia, que es imposible separarlos de ella. Más allá de la esfera de la naturaleza hay otro reino de existencia poblado por seres espirituales y almas difuntas. Ambos reinos están bajo la soberana Providencia de Dios. Un milagro es un factor en la Providencia de Dios sobre los hombres. Por lo tanto, la Gloria de Dios y el bien de los hombres son los fines principales y supremos de todo milagro.
De las Escrituras y la historia de la Iglesia aprendemos que los objetos inanimados son instrumentos del poder divino, no porque tengan ninguna excelencia en sí mismos, sino a través de una relación especial con Dios. Así, vemos que la medalla, un objeto inanimado que no tiene excelencia en sí mismo, se convierte en un instrumento del poder divino. El milagro se debe a la intervención de Dios, y su naturaleza se revela por la absoluta falta de proporción entre el efecto y lo que se llaman medios o instrumentos.
4. Otras misiones celestiales
La obra realizada por el padre Aladel respecto a la introducción y propagación de la Medalla Milagrosa fue tan inmensa y de tan largo alcance en sus resultados, que sus trabajos en otras direcciones tienden a ser pasados por alto. De hecho, se le confiaron otras dos misiones:
- Restaurar la Regla a su rigor original.
- Fundar una asociación que se conocería como «la Asociación de las Hijas de María».
Con motivo de la primera aparición, Nuestra Santísima Señora le dijo a la hermana Catalina:
«Dile a quien te dirige que, aunque no será superior, algún día estará a cargo, de manera particular, de la comunidad, y que debe hacer todo lo posible para restaurar la Regla en todo su rigor. Cuando la Regla haya sido restaurada, otra comunidad deseará unirse a la suya. Esto va en contra de la costumbre habitual, pero esa comunidad me es querida, así que dígales que la reciban. Dios bendecirá la unión y todos disfrutarán de una gran paz y la comunidad crecerá».
Sor Catalina informó debidamente al padre Aladel de que «Nuestra Señora deseaba confiarle una misión» y enumeró las reformas que Nuestra Señora deseaba. Cabe preguntarse cuál fue la causa de la inobservancia de la Regla. Hay que recordar que estamos en el año 1830. La comunidad había pasado por todos los horrores de la Revolución Francesa. Se podría pensar que las Hermanas habrían sido perdonadas, pero, a los ojos de los revolucionarios, eran culpables de un gran crimen: defendían la religión y, por lo tanto, no podían ser toleradas. Por lo tanto, fueron expulsadas de sus conventos y hospitales, pero su amor por los pobres era tal que habían asumido atuendos laicos y, así disfrazadas, continuaron su bendita labor. En estas circunstancias, la vida en comunidad se hacía prácticamente imposible y, por lo tanto, la Regla no podía ser observada. Sin embargo, hacia 1830, las condiciones se habían normalizado y parecía haber llegado el momento de volver al espíritu primitivo de la Comunidad.
La estricta observancia de la Regla estaba, de hecho, en armonía con los propios deseos del padre Aladel, y no perdió tiempo en plantear el asunto a su superior, el padre Etienne, quien aprobó calurosamente las reformas sugeridas. Poco después, el padre Etienne fue nombrado Superior General y, durante su mandato, introdujo las reformas, tarea en la que contó con la cooperación y el apoyo incondicional del padre Aladel. Podemos ver el espíritu de lealtad con el que la Comunidad aceptó las reformas en el siguiente extracto de una carta escrita por una hermana en aquel momento:
«Parecía como si hubiéramos vuelto a la época en que nuestra santa Madre, Luisa de Marillac, bajo nuestro santo Fundador, sentó las bases de la Comunidad. La dirección de nuestros Superiores, inspirada por el tierno amor del Divino Maestro, fue seguida con alegría por las Hijas de la Caridad, que sin dudarlo se sometieron a todos sus deseos. En la Casa Madre, el fervor, el recogimiento y la armonía que reinaban brillaban en todos los rostros felices».
Así se verá que la introducción de las reformas fue acompañada por una renovación del espíritu de los Fundadores. Fue una segunda primavera. En la Iglesia permanece el don divino de la juventud perpetua. Con ella, siempre es primavera, y su vitalidad es tal que continuamente produce nuevos brotes de devoción y caridad, siglo tras siglo. La primavera pertenece por derecho no solo a la Iglesia en general, sino a la vida de cada católico. Es la vida de la gracia, y si pudiéramos verla, habría un florecimiento perpetuo de nueva vida, que no se limita a un momento concreto, como, por ejemplo, los retiros, sino que está presente en cada recepción digna de los sacramentos. Hay una renovación perpetua de nuestra naturaleza, si pudiéramos captar la hora de la gracia, utilizarla y hacerla nuestra. Qué hermosas flores florecieron en la comunidad durante esta segunda primavera. Dejemos que el propio padre Etienne nos lo cuente:
«La Congregación de la Misión creció y se desarrolló. Por su parte, las Hijas de la Caridad fueron favorecidas aún más notablemente por una maravillosa prosperidad, pues en los mayores santuarios de la cristiandad no se concedían mayores privilegios que en su humilde capilla, consagrada por la augusta presencia de la Reina del Cielo. Allí, un gran número de muchachas, atraídas irresistiblemente, fueron a vestirse, bajo la mirada de María Inmaculada, con el hábito de las Siervas de los Pobres, y luego, como valientes soldados, partieron hacia tierras lejanas, y su heroísmo y devoción causaron gran júbilo a la Iglesia y asombro al mundo».
Santa Magdalena de Canossa se inspiró en el ejemplo de estas seguidoras de Santa Luisa de Marillac. En 1808, Santa Magdalena comenzó su labor caritativa en Verona y en 1828 fundó el Instituto de las Hijas de la Caridad, las Hijas de la Caridad de Canossa, Siervas de los Pobres (brevemente Hermanas Canosianas), una orden religiosa católica en la que se esfuerzan «por dar a conocer y amar a Jesús» atender las necesidades de los pobres y abandonados a través del reparto de pan, la comprensión, la educación, la evangelización, el cuidado pastoral de los enfermos, la formación de los laicos y los ejercicios espirituales. Santa Magdalena fue beatificada en 1941 y canonizada en 1988.
Una comunidad de Hermanas de la Caridad, fundada en Estados Unidos por la Madre Isabel Seton, beatificada en 1963 [y canonizada en 1975], estaba ansiosa por unirse a las Hijas francesas de San Vicente de Paúl, y ya en 1810 se habían hecho los arreglos para llevar a cabo la unión. Sin embargo, el gobierno francés de la época puso dificultades y, en consecuencia, se abandonaron las negociaciones. No obstante, en 1849 se retomó el asunto y, a principios de 1850, la unión se llevó a cabo felizmente. El 25 de marzo de ese año, fiesta de la Anunciación, las hermanas estadounidenses renovaron sus votos, por primera vez, con la fórmula utilizada por las hermanas francesas, y el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, las hermanas estadounidenses asumieron el hábito y la cornette blanca de las hermanas francesas, completando así la unión. Las palabras proféticas de Nuestra Señora se cumplieron así plenamente.
El papel desempeñado por el padre Aladel en la consecución de las reformas tan fervientemente deseadas por Nuestra Señora fue reconocido con gratitud por el padre Etienne, superior general. En una carta a los responsables de la comunidad, en la que anunciaba la muerte de aquel devoto sacerdote, afirmaba:
«Él ha sido para mí lo que el padre Portail fue para san Vicente. Si el primero participó en gran medida en la obra de fundación de su comunidad por Nuestro Padre Bendito, el padre Aladel no me brindó menos cooperación en la gran obra de su restauración y de su retorno al espíritu primitivo.
No puedo abstenerme de decirles esto».
En uno de los relatos escritos de las apariciones, sor Catalina declaró:
Un día recuerdo haberle dicho: «Padre Aladel, la Santísima Virgen tiene otra misión para usted. Ella desea que usted comience una orden. Usted será su fundador y director. Será una asociación de Hijas de María Inmaculada. La Santísima Virgen le concederá muchas gracias y se le otorgarán indulgencias. Será una gran alegría para ella».
Se observará que no se dio ninguna indicación con respecto a las personas que debían inscribirse en esta Asociación, ni cómo debía constituirse. Solo se sabía una cosa: los miembros debían llamarse «Hijas de María Inmaculada». Todo lo demás se dejó al fundador; debía ejercer su propio juicio y discreción para tratar de descubrir por la oración la voluntad de Dios en el asunto. Durante mucho tiempo había estado ansioso por encontrar algún medio de proteger la inocencia de las jóvenes que, al dejar las escuelas de las Hermanas, ocupaban puestos en oficinas, talleres, fábricas, etc. Ahí, en la gran ciudad de París, su fe y su moral estaban expuestas a un gran peligro. Muchas de ellas habían perdido el contacto con las Hermanas y no había nadie que se interesara por su bienestar espiritual. El padre Aladel era muy consciente de que muchas se habían alejado, y esto le afligía. He aquí, pues, un medio inspirado por el cielo para remediar el mal: una asociación que uniría a las muchachas en una gran familia, bajo la protección de María Inmaculada. Este sabio y prudente director no tomaría una decisión apresurada, sino que, tras reflexionar detenidamente sobre el asunto, expuso sus puntos de vista a su superior y amigo, el padre Etienne, quien los aprobó calurosamente y lo animó a continuar con la buena obra. Por supuesto, tuvo que enfrentarse a dificultades, pero las afrontó con tranquila confianza y, finalmente, superó todos los obstáculos.
Su primera preocupación fue redactar los Estatutos y Reglas para el gobierno de la Asociación, que puso bajo la protección especial de María Inmaculada, en cuyo honor fue fundada. Explicó que la honra exterior no es suficiente: que la honra más verdadera consiste en imitar las virtudes de María, especialmente su pureza angelical, su profunda humildad, su perfecta obediencia y su incomparable caridad. Decidió que empezaría con las muchachas que asistían a las escuelas dirigidas por las Hermanas. La tarea que se propuso no era orientarlas para la vida religiosa, sino protegerlas de las trampas y peligros del mundo. Ya no serían como el proverbial haz de palos, que se rompe fácilmente uno a uno, sino que estarían unidas por dulces lazos a través de María Inmaculada, y en esa unidad serían inquebrantables. Se reunirían todos los domingos para recitar el Oficio Parvo de la Inmaculada Concepción y realizar los demás ejercicios espirituales, según lo exigido por las Reglas. No todas las muchachas serían inscritas, sino solo aquellas que fueran consideradas dignas. En la recepción, que sería una solemne función religiosa, serían investidas con la Medalla Milagrosa unida a una cinta azul, que llevarían alrededor del cuello.
A su debido tiempo, dejarían la escuela y saldrían al mundo para ocupar puestos o regresar a sus hogares. Este sería el momento de la prueba. ¿Serían fieles a sus promesas y buenas resoluciones? ¿Continuarían, en medio de las distracciones del mundo, los ejercicios espirituales a los que estaban acostumbradas en la escuela? En resumen, ¿permanecerían fieles como Hijas de María? Afortunadamente, el éxito de la nueva asociación superó todas las expectativas y dio gran alegría y consuelo al corazón de su fundador y director. Con su conducta ejemplar, su sólida fe católica, sus virtudes cristianas, su caridad y sus buenas obras, ejercieron una profunda influencia en todos aquellos con quienes entraron en contacto. Estaban en el mundo, pero no eran del mundo. Eran como una luz que brillaba en medio de la oscuridad del materialismo, la irreligiosidad y la incredulidad. En silencio, con firmeza y sin ostentación, sostuvieron en alto la antorcha de la fe y, en medio de una espantosa desolación espiritual, fueron testigos vivos de la alegría, la paz y la belleza de la plena vida católica. Su objetivo era la santidad personal, pero nunca se interpretó en una piedad estrecha y egocéntrica, sino que estaba animada por una caridad que lo abarcaba todo y que buscaba todas las oportunidades para ganar almas para Dios y así extender su Reino en la tierra. De esta manera, ejercieron un verdadero apostolado y pueden ser consideradas como pioneras de la Acción Católica.
Pasaron los años: la Asociación creció y prosperó.
Ahora solo faltaba una cosa para asegurar su permanencia y éxito futuro: la aprobación del Santo Padre y la sanción canónica. Esto fue solicitado en 1847 por el padre Etienne, entonces Superior General. El 20 de junio de ese año, en una audiencia privada que le concedió el Santo Padre (el papa [beato] Pío IX), solicitó «el poder de establecer en las escuelas dirigidas por las Hijas de la Caridad, una Asociación de la Santísima e Inmaculada Virgen, con la misma indulgencia que se había concedido a los Niños de María establecidos en Roma, para los niños de los colegios de la Compañía de Jesús». Su Santidad concedió de inmediato las facultades y la indulgencia solicitadas, y él mismo firmó el Breve, como muestra especial de favor.
Unos años más tarde (19 de julio de 1850), el padre Etienne se dirigió de nuevo al Santo Padre para solicitar poder inscribir en la Asociación a los muchachos de los colegios vicentinos, así como a los que asistían a las escuelas de las Hermanas. Su Santidad concedió también este favor. Un paso más en su desarrollo tuvo lugar en 1876, cuando la Asociación fue ampliada por la Autoridad Papal para incluir a las jóvenes que no asistían a las escuelas, pero que eran miembros de clubes establecidos por las Hermanas. Y eso no fue todo, porque el 25 de marzo de 1931, el Santo Padre dio permiso para el establecimiento de la Asociación en todas las parroquias e instituciones, cuando lo solicitara el párroco o capellán. Así, ahora está en todo el mundo.
Esta es, en resumen, la historia del origen, crecimiento y posición actual de la «Asociación de los Hijos e Hijas de María Inmaculada». Desde sus humildes comienzos en la escuela de las Hermanas en París, en 1933 había crecido hasta tener 200.000 miembros activos. ¿No dijo Nuestra Señora que le concedería muchas gracias? En esa promesa y su cumplimiento, encontramos el secreto del éxito de la Asociación que la caracterizó, desde sus inicios.
El padre Aladel se dirigió a los Hijos e Hijas de María poco antes de su muerte, en la Capilla de las Apariciones, en la Rue du Bac. Poco pensaba que les hablaba por última vez, ya que entonces parecía gozar de su buena salud habitual. Sin embargo, el discurso parece una despedida, como si tuviera algún presentimiento de su inminente final. Era apropiado que su último encuentro con los Hijos e Hijas de María se celebrara en esta capilla privilegiada, ya que fue aquí donde Nuestra Señora encargó a la hermana Catalina que transmitiera al padre Aladel su deseo de fundar esta asociación.
Así pues, en este santuario sagrado, iban a escuchar su impactante discurso, que en parte se ha conservado para nosotros. Es el siguiente:
«Mis queridos hijos, os hablo en nombre de Nuestro Señor y para gloria de María, y no solo os hablo a vosotros, sino a todas las asociaciones existentes, y os digo a todas:
Sois objeto de admiración, no solo para Dios y sus ángeles, sino para todo el mundo, que tiene derecho a esperar de vosotros piedad, modestia y todo buen ejemplo. En medio de los escándalos y la corrupción del mundo, en medio de las tentaciones y los peligros, guardad y salvad vuestras almas; mantened la pureza de sentimientos, atesorad vuestra inocencia y mantened una tierna devoción a María. Bajo el manto de la Virgen Inmaculada, ejerciten su espíritu mediante el estudio de sus virtudes, y su corazón mediante el amor por ellas, con la santa ambición de adquirirlas e imitarlas. Pídanle en particular la virtud que cada uno de ustedes sabe que es más necesaria para ustedes. Solo así serán hijos de María en el tiempo y en la eternidad».
Las palabras que hemos citado dan testimonio del maravilloso éxito de la Asociación, de la que él fue el fundador, el redactor de la Regla y el director. Ese testimonio ha sido confirmado por la máxima autoridad en la tierra: el Vicario de Cristo. Siete mil hijos de María acudieron a Roma desde todas partes del mundo para la beatificación de sor Catalina, y al día siguiente (29 de mayo de 1933), el Santo Padre (Pío XI) se dirigió a ellos. Les recordó su alta y santa vocación y su verdadero significado y dijo:
«Sois, a nuestros ojos, queridas Hijas de María, un espectáculo de gran alegría, una visión en blanco, una visión de nieve, un espectáculo de inocencia y pureza, bendecidas desde lo alto por la Beata Catalina Labouré.
Lleváis esta Medalla Milagrosa que ha obrado tantos milagros, que obra el mismo milagro que vemos en este momento, y hace realidad esta visión de la que no se habría creído capaz al mundo.
Nos recuerdan que la Santísima Virgen dijo que deseaba una asociación sobre la que derramaría sus gracias. Su deseo se ha cumplido magníficamente, ya que, por numerosos que seáis, estáis aquí como representantes de 200.000 Hijos e Hijas de María Inmaculada.
Sois la élite de la Santísima Virgen».
La triple misión del padre Aladel se ha cumplido ahora con total éxito. A medida que pasaba ante nosotros, en las diferentes escenas que hemos descrito, hemos aprendido a venerarlo, admirarlo y amarlo, pero su hermoso carácter solo se ha revelado en parte.
5. La muerte del padre Aladel
La mañana del lunes, 24 de abril de 1865, el padre Aladel celebró misa como de costumbre en la Capilla de las Apariciones, y parecía gozar de su buena salud habitual. Aunque solo tenía 65 años, su larga cabellera blanca, que caía en gran profusión sobre su cuello y sobre las orejas, le daba el aspecto venerable de un hombre mucho mayor. Durante el día, cumplió con sus obligaciones habituales: escuchar confesiones, dar instrucciones, etc. Hacia la noche, recibió un mensaje de Dax en el que le informaban de que el padre Etienne había caído enfermo de repente y estaba en peligro inminente de muerte. El padre Etienne había ido a Dax para asistir a las ceremonias religiosas relacionadas con el aniversario de la inauguración del Colegio e Iglesia Vicencianos, que se habían erigido allí en memoria del gran santo Vicente de Paúl, que había nacido allí. La recepción de esta noticia causó al padre Aladel la más profunda angustia. Al recuperarse de la conmoción, inmediatamente tomó medidas para asegurar las oraciones de su propia comunidad y de las Hermanas por su amada Superiora. En una conversación que tuvo lugar esa noche, entre él y la Madre General, se le escaparon algunas palabras que, tomadas en cuenta con otras circunstancias, dieron la impresión de que él ofrecía a Dios, desde el altar de su corazón, el sacrificio de su vida por la de su amigo. Tal sacrificio estaba en consonancia con el carácter de alguien cuya vida entera fue un gran acto de autosacrificio. Además, solo seguía los pasos de Aquel que dijo:
«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
Se retiró a descansar esa noche como de costumbre. Se supone que se puso enfermo durante la noche y que hizo un esfuerzo supremo por levantarse a la hora acostumbrada: las 4 de la mañana. Sus compañeros sacerdotes, reunidos como de costumbre para las oraciones y la meditación matutinas, se sorprendieron al descubrir que el padre Aladel (de quien nunca se sabía que estuviera ausente) no estaba presente. Sin embargo, no se alarmaron en exceso, ya que se suponía que había ido directamente a la Rue du Bac para su misa matutina. La hermana sacristana esperaba su llegada allí; pero como el padre Aladel, conocido por su puntualidad, no llegaba, se alarmó y fue rápidamente a Saint Lazare para preguntar la causa, sintiendo cierta mala premonición. Cuando ella explicó el motivo de su visita tan temprano por la mañana, uno de los sacerdotes fue a su habitación, llamó a la puerta y, al no recibir respuesta, entró. Se horrorizó al ver al padre Aladel tirado inconsciente en el suelo, boca abajo.
¡Qué parecido con su divino maestro en su agonía en el huerto!
Pidió ayuda y levantaron al sacerdote lesionado con ternura del suelo y acostado en la cama. El médico, al que se llamó, llegó rápidamente y, tras expresar su opinión de que se trataba de un caso de apoplejía, le hizo una sangría, de acuerdo con el tratamiento de la época; pero no había esperanza, así que el padre Aladel recibió la unción con premura. La triste noticia de su grave enfermedad se difundió rápidamente y la gente acudió de todas partes de la ciudad para preguntar por él. Los sacerdotes y las hermanas reunidos en la habitación del enfermo ofrecían oraciones por él sin cesar. Los dulces y santos nombres que él amó durante su vida: «Jesús, María, José», ahora se invocaban en su nombre. Permaneció en vida, sin recuperar la conciencia, hasta las 3 de la tarde, cuando entregó su alma a Dios.
Se observó que su sotana solo estaba parcialmente abotonada y que su breviario estaba abierto en la Letanía de los Santos. Era la fiesta de San Marcos, el Evangelista, cuando, según las Rubricas, había que recitar la Letanía, y el padre Aladel se estaba preparando para hacerlo cuando cayó fulminado. ¿No podemos creer que dio su vida por su amigo, el padre Etienne, que se recuperó de su grave enfermedad y vivió muchos años más para continuar, como Superior General, su gran obra para las dos Comunidades?
En la carta a la Madre General, anunciando su muerte, de la que ya hemos citado, el padre Etienne le rinde este noble homenaje:
«Nuestra Congregación ha perdido a uno de sus miembros más dignos, uno de los guardianes más vigilantes de su espíritu y tradiciones, y uno de los modelos más perfectos de las virtudes de san Vicente. Su Comunidad pierde a un Director tan apto como lleno de devoción. Durante los años que ocupó este importante cargo, se ha mostrado constantemente tan digno de su respeto como de su confianza. Dotado como estaba de una constitución robusta, y al no haber sido atacado nunca por ninguna enfermedad, estaba convencido de que tendría una larga carrera y nos conservaría durante mucho tiempo sus valiosos servicios; pero fue un mártir del deber y la devoción, y se negó a tomarse ningún descanso. Así que una vida que prometía llegar a una edad muy avanzada, se vio repentinamente truncada a la edad relativamente temprana de 65 años. Nuestro consuelo es que estaba listo para el Cielo. Ha ido a recibir la recompensa, que debe coronar sus virtudes y trabajos. No tengo ninguna duda de que será para mí ante Dios un poderoso amigo y el apoyo de mi debilidad; y para usted, un protector que le obtendrá nuevas gracias y abundantes bendiciones».
Hay un proverbio español que dice que «De las raíces de un pueblo tranquilo florece el mundo». Así que podemos decir que el padre Aladel, hijo de un granjero, representaba más fielmente el alma de Francia que los falsos profetas cuyo espíritu es ajeno a la tierra. Su carácter reflejaba esas virtudes específicamente francesas, a las que la Iglesia tanto debe. La tradición católica era su herencia, y la fe de los santos y mártires de Francia estaba en su sangre. Era obvio que, incluso en sus tiernos años, estaba destinado a trabajar como sacerdote en la Viña del Señor. Allí trabajó sin cesar, con un celo que nunca flaqueó. Tenía un objetivo en mente, y solo uno, estar siempre ocupado en los asuntos de su Maestro. Ni en los calores del mediodía, ni cuando las cargas del día le pesaban mucho, buscaba descanso. A medida que las sombras se alargaban y llegaba la noche, uno esperaría que se tomara un poco de relajación, pero no, el cuerpo cansado podría anhelar el descanso, pero el espíritu indomable que lo gobernaba, no permitiría ningún respiro. Tenía que soportar la carga mientras le quedaran fuerzas, incluso si caía en el surco. Y así cayó como cae del árbol el fruto maduro, porque la obra para la que fue enviado al mundo estaba cumplida y estaba maduro para el Cielo. El Buen Maestro, por lo tanto, con el corazón lleno de un gran amor por tan fiel servidor, se compadeció del cansado trabajador y lo trasladó a la Viña Celestial para que descansara para siempre en la Paz Eterna de Dios. De este gran y santo sacerdote, se puede decir: «Era amado por Dios y por los hombres, y su memoria está en la bendición».
Autor: Michael Joseph Egan
Fuente: Catholic Truth Society of Ireland No. Bh353 (1945).
0 comentarios