¡Qué tiempos tan turbulentos vivimos, llenos de polarización política, controversias sociales, trastornos económicos, desastres naturales, guerras y rumores de guerras! (cfr. Mt 24,6). Es casi suficiente para tirar la toalla y darse por vencido. La época del beato Federico no fue menos turbulenta, con la revolución industrial, las epidemias, las nuevas formas de pobreza y las múltiples revoluciones que trastornaban el gobierno de Francia cada pocos años.
Sin embargo, en lugar de desesperar de vuestra época, Federico advertía: «guardaros de desesperar de este siglo, apartaros de esos desánimos que renuncian a emprender nada cuando asisten, dicen, a la decadencia de Francia y de la civilización y que, a fuerza de anunciar la ruina próxima de un país, acaban por precipitarla» [Artículo «A las gentes de bien», en L’Ère Nouvelle, nº 151, del 15 de septiembre de 1848] En otras palabras, al consentir que los problemas cotidianos nos abrumen, nos convertimos en parte del problema, cuando deberíamos recordar, en cambio, que no pertenecemos a este mundo. No servimos en la desesperación, sino en la esperanza, y la esperanza en la que servimos, la esperanza que tratamos de compartir con el prójimo es la misma esperanza que Cristo compartió con nosotros.
Por supuesto, en las visitas a domicilio, en los proyectos de cambio sistémico y a través de nuestra labor de abogacía, nos comprometemos plenamente con el mundo tal y como es, con nuestros prójimos, nuestras comunidades y con otras organizaciones. El primer signo de esperanza que ofrecemos es la comida, el alquiler, los servicios públicos u otras cosas materiales, terrenales. ¿Y cómo podemos hacer otra cosa? No pertenecemos a este mundo, pero es donde vivimos. De hecho, ¡hemos sido enviados al mundo! (cfr. Jn 17,18).
Una y otra vez, Jesús atendió las necesidades materiales, desde las bodas de Caná, cuando convirtió el agua en vino para que la fiesta continuara, hasta los panes y los peces, cuando se apiadó de las multitudes hambrientas. Pero con estas acciones no nos estaba enseñando a que midamos nuestro éxito por los panes, los peces o los barriles de vino. Como dijo Federico, las misivas que compartimos unos con otros no deberían ser «documentos estadísticos en los que los éxitos se alinean en cifras orgullosas», sino que deberían «intercambiar ideas, tal vez inspiraciones, algunas veces temores y siempre esperanzas» [Carta a la Asamblea General de la Sociedad de San Vicente de Paúl, de 27 de abril de 1838].
Si medimos nuestros éxitos únicamente por «cifras orgullosas», siempre nos sentiremos decepcionados. Por eso, la Sociedad de San Vicente de Paúl está animada por un «espíritu que nos anima y que es el único que nos distingue de las otras asociaciones: no debemos ser una oficina de beneficencia» [Carta a Amand Charuand, de 19 de noviembre de 1838]. Por encima de todo lo que damos, es nuestra amistad, comprensión y amor lo que conduce a la esperanza: para nosotros mismos, para el prójimo y para nuestra sociedad.
«He sido parte del partido de la esperanza —dijo Federico en cierta ocasión—. No creo en ninguna otra cosa en materia de política» (Carta a Théophile Foisset, de 24 de septiembre de 1848).
Contemplar
¿Cuál es mi esperanza más honda para cada prójimo al que sirvo?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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