Con frecuencia se preguntaba a la Hermana de la Caridad Stanislaus Malone, de Nueva Orleans, por qué prestaba ayuda a todo el mundo, incluso a los malhechores. Ella señalaba que sólo hay una persona en los Evangelios a la que Jesús prometió un lugar en el paraíso: el ladrón clavado en la cruz junto a Él. A diferencia de Cristo, ese ladrón no estaba allí por haber llevado una vida santa; no era ni un mártir ni una víctima inocente. Según sus propias palabras, había sido condenado justamente y había recibido la condena acostumbrada por sus crímenes (Cfr. Lc 23,42).
¿No es él la imagen misma de los «pobres que no lo merecen» que el obispo Untener describe tan conmovedoramente en su ensayo publicado en Servir con esperanza, Módulo IV? «Son ellos», dice, »los que han tomado malas decisiones, o no han tomado ninguna decisión. Son los que han recibido ayuda en el pasado, y no sirvió de nada». Sin embargo, gracias a la misericordia de Cristo, y a pesar de sus propias elecciones vitales, conocemos al ladrón en la cruz como «el buen ladrón».
A veces parece tan evidente que los problemas del prójimo son culpa suya que no podemos justificar razonablemente el ofrecer una ayuda que parece que va a ser desaprovechada. Nos convencemos de que están abocados a repetir las mismas elecciones que les llevaron a sus problemas actuales. El beato Federico llamaba a esta manera de pensar «esa excusa familiar en el sentido de que los pobres lo son por su culpa, como si la falta de luz y de moralidad no fuera la miseria más deplorable y más apremiante para las sociedades que quieren vivir» [A la gente de bien, septiembre de 1848].
Ni siquiera nos percatamos de que la desesperanza a la que nos entregamos es nuestra propia percepción de que tantas privaciones y tanta pobreza están más allá de nuestra capacidad de «solucionarlas». Nos permitimos olvidar que nuestra primera vocación es servir a Cristo, y llevar Su esperanza al prójimo: aliviar no sólo el hambre y el frío, sino la «falta de luz», como la llamaba Federico, con nuestra presencia afectiva y nuestra amistad. Tal vez por eso, cuando encontramos a un prójimo «indigno», sentimos tan a menudo una punzada en el corazón que nos impulsa, en palabras del obispo Untener, a «ayudarle de todos modos».
Tal vez ese aguijonazo en la conciencia sea una astilla de la cruz, que atraviesa nuestras almas para recordarnos que la lógica de Dios es la misericordia. Que el buen ladrón se buscara la crucifixión, por sus propias decisiones y acciones, no hizo que Dios le abandonara. Él envió a su Hijo, y el Hijo nos envía a nosotros.
El camino de la salvación pasa por la cruz, y si de verdad queremos atraer a nuestro prójimo hacia Cristo, en lugar de condenarle de nuevo a la cruz que ya lleva, empecemos por ayudarle a llevarla.
Contemplar
¿Les ofrezco mi amor y mi misericordia a los «buenos ladrones» que encuentro?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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