¿Has pensado alguna vez que las estaciones del vía crucis (normalmente) nos rodean cuando nos reunimos en nuestro lugar de culto? En la iglesia de Santo Tomás Moro, donde celebro misa con la comunidad universitaria, los grandes y hermosos mosaicos cuentan la historia del último día de Jesús en cualquier dirección que uno se gire. Nos abrazan mientras rezamos y meditamos. Cuando pienso en la parroquia de mi juventud, en Brooklyn, mi mente recuerda fácilmente a los miembros más ancianos de la comunidad recorriendo lenta y solitariamente el itinerario de la pasión que envuelve la Iglesia.
En las semanas de Cuaresma, me parece justo rodearme de este recuerdo cristiano. Gran parte de la vida parece recibir su expresión de este modo de meditación y oración. Los que nos quieren —familiares y amigos— están ahí, así como los que nos odian. Caemos y nos levantamos, volvemos a caer y a levantar, y así continuamente. Algunos quieren consolarnos y ayudarnos, otros quieren arrebatarnos nuestra dignidad y nuestra libertad. Al final, no queda nada por tomar; todo se ha dado. Esta parte de nuestro viaje termina cuando nosotros, como Jesús, exhalamos el último suspiro.
¿Podemos imaginar a Cristo caminando entre nosotros y diciendo cosas maravillosas y haciendo obras maravillosas, pero sin hacer este último recorrido que recoge tanto de la experiencia humana de cada uno de nosotros?
Sentarse en el medio de las estaciones puede abrirnos la mente y el corazón de muchas maneras al contemplar el mundo que nos rodea. Esta posición puede alimentar en nosotros una simpatía por los que sufren de tantas maneras. Las imágenes nos recuerdan nuestra necesidad de seguir intentando vivir fielmente, y de volver a intentarlo cuando fracasamos. También pueden animarnos en las pequeñas bondades que podemos ofrecernos unos a otros. Estos esfuerzos alivian las luchas de nuestros hermanos y hermanas, tanto de los que queremos como de los que no conocemos.
Al entrar en este tiempo de Cuaresma, nuestros pasos pueden conducirnos naturalmente por el camino de la cruz. Seguimos esta ruta no sólo porque describe algo de nuestro propio camino, sino también porque asumimos nuestras cruces como seguidores de Cristo. Es el único camino hacia la Pascua.
Nuestras «estaciones del vía crucis» ofrecen una ruta que abarca sufrimiento, caídas, burlas y diversos tipos de encuentros. A veces, requiere contar con la ayuda de otra persona porque no podemos hacer el camino solos; a veces, significa permitir que otra persona nos limpie la cara porque no tenemos los recursos para hacerlo por nosotros mismos. Y, a veces, nos invita a limpiar el rostro de otro. Has recorrido el Vía Crucis, ¿qué ha significado para ti? ¿Estás dispuesto a recorrer de nuevo este camino? Lo recorres cuando te enfrentas a las dificultades en tu propia vida y en la vida de los que amas y sufren. Muchos caminos conducen al pie de la cruz. No podemos eludir el camino si esperamos llegar a ese lugar especial donde Jesús nos ha precedido.
Sin embargo, la cruz no es simplemente una meta, sino también un punto de partida. Desde el pie de la cruz, la comunidad cristiana salió al encuentro del Señor resucitado, que le trajo los dones de la vida renacida y de la esperanza no empañada. La maravillosa historia de María Magdalena ante la tumba de Jesús resucitado nos subraya que Jesús está maravillosamente vivo y nos conduce por nuevos caminos y en nuevas direcciones. Se nos exhorta a no «aferrarnos a él», sino a seguirle mientras «va delante de nosotros» (Jn 20,17) en la vida y en la esperanza. La cruz es también el símbolo de la victoria. Al pie de la cruz se abre un nuevo futuro. Esta realidad resuena para nosotros mientras damos pasos seguros a lo largo de su camino.
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