“Ningún profeta es aceptado en su tierra”
2 Re 5, 1-15; Sal 41; Lc 4, 24-30.
Jesús tuvo que enfrentar muchas veces la violencia y la crueldad. Desde su nacimiento sus padres tienen que ponerlo a resguardo de las garras de Herodes; vivió su infancia y juventud en la pobreza y marginación, que son crueles en sí mismas; al inicio de su vida pública, en Nazareth su pueblo, está a punto de ser linchado, como leemos hoy en el evangelio; tiene que salir huyendo y no volver nunca. Durante todo su ministerio será acosado continuamente hasta que el cerco de violencia se cierre en torno a él, al final, con la crucifixión.
Jesús, el más bondadoso y pacífico de los hombres, que “pasó por el mundo haciendo el bien”, no pudo escapar de ser víctima de la violencia, ese veneno que corrompe el corazón del hombre y que lo confunde y lo hace ver a los demás como enemigos a vencer, derrotar, aplastar, masacrar; esa pasión perversa que lleva a algunos hombres a atentar contra la integridad y la vida de sus semejantes.
En unas semanas celebraremos la pasión y muerte de Jesús; seremos testigos del grado absurdo al que puede llegar un corazón cegado por el odio y el rencor. Revisemos nuestra vida. Renunciemos definitivamente a todo tipo de violencia y de crueldad.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón S. C.M.
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