A pesar de los migrantes que mueren por tierra y por mar o son rechazados como extraterrestres, a pesar de las erupciones de los volcanes, parece que de la tierra surge el grito de vivid con alegría estas Navidades. El evangelio es un mensaje de alegría que anuncia la Buena Noticia de que Cristo ha venido a la tierra, se ha hecho hombre, ha muerto y resucitado para darnos la felicidad eterna. En la Anunciación el ángel invita a María a vivir la alegría mesiánica: “Alégrate, llena de gracia”. Y Jesús llama felices a los discípulos porque sus ojos ven y sus oídos oyen que ha llegado la Buena Nueva de la salvación y llama dichosos a los que cumplen la voluntad de su Padre. Durante el Adviento la liturgia anima a prepararnos con alegría al Nacimiento de Jesús en especial desde el tercer domingo llamado domingo gaudete, y durante la Pascua en el Prefacio entonamos: «con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría».
La alegría es una emoción humana difícil de definir. Se la conoce por experiencia. Quien no la ha experimentado, nunca sabrá lo que es estar alegre, por mucho que se le quiera explicar. Lo bueno es que todos la hemos sentido. Cuando la alegría es estable decimos que estamos contentos, como lo estamos cuando sentimos que Dios cuenta con nosotros y le somos útiles en la salvación de los pobres. Es la llamada a la alegría que hacían los fundadores a las primeras jóvenes que entraron en la Compañía y a los primeros misioneros por haber sido llamados por Dios para servir y evangelizar a los pobres.
San Vicente le insistía a santa Luisa, cuando comenzó a dirigirla, que estuviera alegre[1]. La felicidad nunca se da sin alegría, aunque la alegría pueda darse sin felicidad. Es la experiencia que llevó santa Luisa durante su vida de sufrimiento, al tiempo que animaba a las Hermanas a que vivieran alegres en medio de sus enfermedades.
El anhelo de ser feliz y llenar de alegría la existencia está arraigado en el corazón del hombre y, aunque haya muchos que buscan infructuosamente esta alegría en las múltiples ofertas del mundo, también hay muchos que la buscan en el Dios que nace en Belén. Santa Luisa pedía a las Hermanas que hicieran unas recreaciones amenas y san Vicente las aconsejaba: “procurad tener siempre, en vuestro trato, un respeto cordial, que testimoniaréis por medio del rostro alegre. Pero, ¿qué es lo que tenemos que hacer, me diréis, para aparecer con el rostro sonriente, cuando el corazón está triste? Hijas mías, os digo que importa poco que vuestro corazón esté alegre o no con tal que vuestro rostro esté alegre. Esto no es disimulo, porque la caridad que tenéis con vuestras hermanas está en la voluntad; si tenéis la voluntad de agradarles, basta para que vuestro rostro pueda manifestar alegría” (IX, 159).
No es exageración afirmar que la alegría es el denominador común de todos los valores. La formación ha de ser para la alegría, y el aprendizaje de la alegría debe ser una asignatura primordial en la formación, con la consecuencia de ayudar a los formadores y a las Hermanas Sirvientes a ser personas que vivan la alegría que van a enseñar y a contagiar. Esta tendencia fundamental del hombre a la alegría se sustenta en el convencimiento de que es posible alcanzar lo mucho bueno y valioso que hay en el mundo. Es lo que llamamos un optimismo realista; los idealistas no siempre son optimistas y hasta pueden ser pesimistas, pues la vida está construida con altibajos de alegrías y tristezas, de gozos y sufrimientos. Sólo hay verdadera alegría si aceptamos esta realidad que nos lleva a ver lo positivo de cada persona y a disfrutar de las cosas sencillas.
Con la alegría no se topa nadie de improviso, hay que fomentarla día a día en nuestro corazón, intentando sonreír y disimular las posturas molestas o caras largas de las personas. Los fundadores decían que la cordialidad era esencial para crear alegría. Estar alegres supone aceptar las limitaciones propias, viviendo con alegría lo que somos y lo que tenemos, sin renunciar a mejorar. Reír con frecuencia y contagiar la alegría en la recreación y fiestas fortalece la comunidad. No se trata de hacer cosas muy especiales, se trata de no tener la atención centrada en lo que falta. Quejarse de lo que ha ocurrido y ya es irremediable, mata la alegría, mientras que descubrir que las gentes son buenas, que son útiles y valen mucho, trae alegría. San Vicente decía que había que pasar del amor afectivo al amor efectivo, a las obras de caridad a los pobres con alegría, entusiasmo y amor[2]. Hacer una fuente de alegría de nuestras ocupaciones y de nuestro trabajo es aportar nuestra capacidad y utilidad a la sociedad.
La explosión de gracia, luz y colores que tiene lugar el día de Navidad es el punto culminante de la alegría desbordante que muestra esa familia humana y divina de José, María y el Niño nacido en Belén. Todas las esperanzas de gozo y alegría culminan en ella y nosotros lo celebramos a pesar de tantos sinsabores que frotan por las calles por cualquier motivo baladí.
El sentimiento de morir no debiera quitarnos la alegría. Si nos la quitara, la vida sería una tragedia imposible de soportar. La solución es sencilla, nos la da ese Niño cuando se haga un hombre y nos convenza de que hay otra vida. Los momentos de felicidad en esta vida son pasajeros, pero hay que aprovechar su presencia al despertar una mañana y sentir que la alegría es posible. Algunas veces habrá que echar mano de lo que Freud llama el “trabajo del duelo”. Has perdido al que amabas o a la que amabas más que a nadie en el mundo y la alegría te parece imposible, pero la fe y la esperanza amortiguan el dolor y meses después descubres que ya no sientes el dolor y renace la alegría. Jesús nos anima: «Os he dicho esto para que participéis en mi alegría y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11).
P. Benito Martínez CM
Notas:
[1] SVP I, 108, 165, 172, 200, 202, 241,…
[2] IX, 432, 534s; XI, 733, 735s.
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