Cuatro pasos para alcanzar el puro amor

por | Mar 27, 2021 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

En la reflexión anterior presentaba la renovación de las Hijas de la Caridad como un desposorio con Jesús. Decía que habían sido fundadas para servir a los pobres, pero que era la vida interior contemplativa lo que daba vida a ese servicio. En esta reflexión presento los cuatro pasos que propone santa Luisa a las Hermanas para lograr que su desposorio con Cristo, cuando renueven se convierta en matrimonio: «decir con todo el corazón: yo lo quiero, amado Esposo, y para probártelo te sigo hasta el pie de la cruz que escojo por mi claustro; y ahí quiero dejar por tierra todos los afectos terrenos y sacrificar todo lo que pudiera impedir la pureza del amor que quieres de mi. No se espanten, hermanas, porque con esta palabra todo no pretenda exceptuar nada» (E 105).

El primer paso es, pues, decir yo lo quiero, amado esposo mío, yo lo quiero. En santa Luisa predomina la voluntad sobre la razón: “No basta conocer nuestros defectos; es preciso, además, tener la voluntad caldeada para digerirlos: lo uno sirve para limpiar la conciencia; lo otro, para adornarla y embellecerla” (E 40). Es una consecuencia de su espiritualidad renanoflamenca en la línea de los hijos de san Francisco de Asís, sintetizada en una frase: “Y viéndome este buen Dios que, abusando de todos esos medios, con frecuencia por demasiado apego a ellos de mi voluntad, me la pide, y yo se la quiero dar con entera confianza y abandono en la suya santísima” (E 11). Para ella, el conocimiento es fruto del amor: “La práctica del amor es tan fuerte que nos comunica el conocimiento de Dios, de tal manera que quien haya tenido más caridad, participará más en esa luz divina que le inflamará eternamente en el santo Amor” (E 19).

El segundo paso hacia el desposorio con Cristo es obrar de acuerdo con la voluntad divina: “Escojo tu divina voluntad por única guía de mi vida; la cual conoceré a través de la regla de la vida de tu amado Hijo en la tierra, con la que deseo conformar la mía” (E 21), y aclara a sus hijas que no es suficiente conocer estas máximas ni tener buenas intenciones y una voluntad inclinada al bien, si no se cuida a los pobres, pues con el mandamiento de amar a Dios con todo el ser, hemos recibido el de amar a nuestro prójimo  (c. 322, 449). Es la espiritualidad nórdica, afianzada en Francia por La Regla de Perfección de Benito de Canfield y que también seguía san Vicente de Paúl, cuando se encontró con santa Luisa.

Así llega al tercer paso: abrazar la cruz. Santa Luisa siempre la tuvo a su lado hasta pensar que era voluntad de Dios que desde su nacimiento fuera a Él a través de la cruz (E 19). Unas veces la crucificaban los acontecimientos familiares, otras la vida desastrosa de su hijo o los fallos que veía en las Hermanas y en las comunidades. Sentía la cruz pesada de la inestabilidad de la Compañía que le costaba hacerse hueco en la sociedad, en la Iglesia y entre las Hermanas que en los comienzos la abandonaban sin más. Era una cruz formar a aquellas jóvenes para dirigir obras inmensas desde una vida de comunidad que nadie, antes que ellas, la había vivido y no podía enseñarles a vivirla. ¡Cuántas veces se despide en sus cartas con el escueto soy en el amor de Jesús crucificado! Despedida que abunda en las épocas de mayor sufrimiento y cuando escribe a Hermanas que sufren. Abrazar la cruz, para aquellas Hijas de la Caridad, frecuentemente enfermas en el siglo XVII, era un consuelo. Pero la cruz más cruel era no poder dar la felicidad a los pobres ni cambiar unas estructuras sociales que creaban pobreza.

El cuarto esfuerzo es dejar al pie de la cruz todos los afectos terrenos, desprenderse de todo, y aclara que con la palabra todo, no pretende exceptuar nada. Se lo han enseñado sus directores desde que tenía 16 años. En este afán de ser enteramente de Dios, llegó al vacío más absoluto de sí misma, entregándole a Dios lo único que era suyo, su libertad (E 35, 98). Pedía a las que deseaban ser Hijas de la Caridad que fueran “espíritus maduros, que desean la perfección de los verdaderos cristianos, que quieren morir a sí mismas por la mortificación y la verdadera renuncia, hecha ya en el santo bautismo, para que el espíritu de Jesucristo se establezca en ellas y les dé la perseverancia en esta forma de vida, del todo espiritual, aunque sea por acciones exteriores que parecen bajas a los ojos del mundo, pero grandes ante Dios” (c. 717).

Luisa de Marillac, en el escrito María, Madre de Gracia, tiene conciencia de que Dios con el nacimiento de Cristo ha liberado a los hombres y los ha hecho propiedad suya, para que en ellos se realicen sus designios y se manifieste la santidad divina. En ese escrito, al contemplar la misión de la Virgen María, declara que la liberación es obra gratuita y misericordiosa de Dios, y nada valen las cualidades humanas, sino el ser elegida de Dios y quedar unida a él (E 56).

A su secretaria y amiga del alma, Maturina Guérin, le escribió un día: “El abandono general de todas las cosas a la Providencia y al gobierno amoroso de la santísima voluntad de Dios es una de las prácticas más necesarias, que yo sepa, para la perfección” (c. 708). Muy parecido a la máxima de san Vicente: vaciarse de uno mismo y revestirse del Espíritu de Jesucristo, y a lo que decía a los misioneros sobre buscar primero el Reino de Dios y su justicia…: “Pero, señor, hay tantas cosas que hacer, tantos oficios en la casa, tantos empleos en la ciudad, en el campo; trabajos por todas partes. ¿Es preciso que deje todo eso para no pensar más que en Dios? No, pero es necesario santificar estas ocupaciones buscando a Dios en ellas, y hacerlas para encontrarle en ellas, más que para verlas terminadas” (XI, 430).

Santa Luisa termina: “Señor mío, he recibido no sé qué luz acerca de un amor nada común que deseas de las criaturas a las que escoges para que ejerzan en la tierra la pureza de tu amor. Aquí tienes un pequeño grupo, ¿podríamos pretenderlo? Me parece que tenemos ese deseo en el corazón” (E 105).

P. Benito Martínez, CM

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