La Palabra de Dios nace en Belén

por | Ene 2, 2021 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

En la misa del día de Navidad, san Juan dice en el evangelio: La Palabra se hizo carne y puso su morada entre los suyos, pero los suyos no le recibieron. La Palabra es Jesús, el Hijo de María que nace en Belén. La Palabra divina ya no interesa a este mundo que la considera como un residuo anacrónico que se resiste a morir. En una cultura en la que el hombre tiende a considerarse único protagonista de su propia salvación, ofrecerle la Pala­bra divina como salvación del hombre está abocada a ser rechazada. Los continuadores de san Vicente, santa Luisa y el beato Ozanam tienen las Navidades para reflexionar sobre el lugar que ocupa la Palabra de Dios en su conversión personal, en su actividad evangélica y en su encuentro con muchos pobres alejados de la fe.

La lectura y meditación de la Sagrada Escritura como propone el Concilio Vati­cano II quedan lejos. Y cuando la leemos, nos cuesta considerar que Jesucristo está presente en la Palabra que proclamamos (Sacrosantum Concilium, 7). El teólogo Bonhoeffer no se convirtió hasta que percibió que la Palabra que predicaba no era sobre Dios, sino la Palabra de Dios dirigida a él. La Navidad indica el momento en que la Palabra en vez de confi­narse en la plenitud de la Trinidad, quiere compartir nuestra condición hu­mana. San Juan de la Cruz afirma. “En darnos como nos dio a su Hijo, que es Palabra suya que no tiene otra, todas las habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar” (Subida al monte Carmelo, L. 2, cap. 22, n.3). Toda su vida, desde su concepción en el seno de María hasta la efusión del Espíritu Santo a los Apóstoles es Palabra de Dios. A él no viene la Palabra de Dios como a los profetas o al Bautista, él es la Pala­bra de Dios, que quie­re compartir la condición humana para hacernos par­tícipes de su condición divina.

Y hay que enseñárselo a los pobres para llenarlos de esperanza, decía san Vicente. A veces creemos que los pobres no son capaces de asimilar la Palabra divina, sin embargo, las sectas evangelistas y pentecostales por medio de la Sagrada Escritura han atraído a personas de la etnia gitana y a pobres sin mucha cultura que la escuchan como Palabra que sana, perdona, defiende a los débiles y se enfrenta a los opresores.

Tras su resurrección, Jesús transfiere su Palabra salvadora a los discípulos. No sólo les encarga ser repetidores de su Palabra, sino testigos, porque él estará presente en sus palabras: “El que os recibe, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (Mt 10, 40). Y les prometió que su Espíritu estaría con ellos a la hora de dar testimonio de él (Mc 13, 11). Esta doble promesa garantiza que la palabra apostólica es la misma palabra de Cristo que se proclama en nuestro mundo con la predicación, la catequesis y la ho­milía en la celebración litúrgica, en sintonía con la fe de la Iglesia.

La Escritura no es una palabra en conserva, aunque fuera pronunciada hace siglos. Todavía es actual, y se pronuncia para mí cuando la estoy escuchando, decía santa Luisa de Marillac. Está vinculada a la Palabra original, dicha mu­chos siglos antes, pero que el Espíritu Santo aplica a quienes la escuchan con fe para sarvarlos. Por esta razón, el Concilio utiliza el presente al afirmar: “en los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos y conversa con ellos” (Dei Verbum. 21). Cuando escu­chamos a Jesús que se invita a casa de Zaqueo (Lc 19, 1s), somos noso­tros los visitados, cuando escuchamos a los murmuradores: “Ha ido a alojarse en casa de un pecador”, ese pecador soy yo, cuando oigo las palabras de Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”, me invita a agradecerle que me haya visitado.

Cuando el Espíritu inspira a un escritor sagrado no anula su persona ni le saca de sus condicionamien­tos. Los asume hasta el punto de que todo el escrito es obra del Espíritu Santo y del autor humano; el Espíritu otorga su aval de que es verdad lo escrito por el autor (DV, 11), aunque hoy queden desbordadas por una visión más científica. Esto no “molesta” a Dios. En palabras de algunos Pa­dres griegos, él se “autolimita” para comunicarse con los humanos. La Palabra de Dios no es una Pala­bra divina sembrada entre palabras humanas, sino una Palabra divina en palabra humana. Este comportamiento divino “nos muestra la ad­mirable condescendencia de Dios para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza” (DV 13). El mismo Espíritu que inspiró que tales palabras fueran transcritas para asegurar su transmisión, inspiraba a los autores mientras las escribían. Por ello, la Escritura es obra del Espíritu Santo.

También hoy la Palabra de Cristo cobra vida en nosotros por la intervención del Espíritu Santo. Cuando leemos la Escritura con espíritu abierto, el Espíritu Santo ilumina nuestro interior. Utilizando una imagen del campo, podemos decir que el Espíritu activa la semilla de la Palabra y, simultáneamente, remueve y prepara la tierra de los que la escuchan. En este contexto, comprendemos mejor las palabras del Patriarca ortodoxo Ignacio IV de Antioquía: “Sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, simple institución; la predicación, pura propaganda; la liturgia, una evocación mágica; el comportamiento cristiano, una moral de esclavos”. El Espíritu, artífice de los libros sagrados, es también su principal intérprete. “El mismo Espíritu, que es autor de las Sagradas Escrituras, es también guía de su recta interpretación” (Sínodo de los Obispos 2008, proposición 5ª).

La Pontificia Comisión Bíblica asegura que, puesto que la Biblia es tesoro de todo el Pueblo de Dios, todos tienen parte en su interpretación: los exegetas y el pueblo, aunque la última palabra la tiene el Magisterio de la Iglesia, “que tiene el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios oral o escrita”. Pero siendo conscientes de que “el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar lo transmitido pues, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la escucha devotamente, la custodia celosamente y la explica fielmente” (DV, 10).

P. Benito Martínez CM

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