Ser cristiano en todo momento y lugar

por | Oct 5, 2020 | Formación, Javier F. Chento, Reflexiones | 0 comentarios

Os invitamos a descubrir a través de sus propios escritos a Federico Ozanam, cofundador de la Sociedad de San Vicente de Paúl y uno de los miembros más queridos de la Familia Vicenciana (al que, tal vez, aún conocemos poco).

Federico escribió mucho en sus poco más de 40 años de vida. Estos textos —que nos llegan de un pasado no muy lejano— son reflejo de la realidad familiar, social y eclesial vivida por su autor que, en muchos aspectos, guarda similitudes con la que se vive actualmente, muy en particular en cuanto se refiere a la desigualdad y la injusticia que sufren millones de empobrecidos en nuestro mundo.

Comentario:

Se vivieron tiempos complejos en la Sorbona, a mediados de la década de 1840. Algunos profesores habían manifestado públicamente su fe católica en las cátedras, entre ellos Ozanam y Lenormant[1], mientras otros eran abiertamente hostiles a ella. Lo mismo sucedía entre los estudiantes: algunos a favor, muchos en contra. Cuando se puso en cuestión el propósito de la enseñanza de Federico Ozanam en la cátedra de la Sorbona —que, a decir de algunos, trataba más de teología que de literatura extranjera[2]—, Federico manifestó públicamente su posición en este texto, que fue recogido por un periódico de su ciudad natal. En este artículo, que reproduce su profesión de fe, el periodista añadió: «El señor Ozanam se pudo librar, apenas con mucha dificultad, de aquella multitud que le dio una verdadera ovación».

Días después de aparecer el texto en el periódico, Ozanam le escribía a su amigo Lallier[3]:

En cuanto a mí, he vuelto a asumir el peso de cada año de mi enseñanza en medio de las inquietudes que me causan las sediciones suscitadas contra el señor Lenormant en la Sorbona. Las he visto de cerca, y te puedo asegurar que no se trata de levantamiento de las escuelas, ni de un fanatismo impío de una tropa de jóvenes excitados. Se trata de mucho menos y, sin embargo, es también mucho más. Es un asunto suscitado sin pasión, pero con un cálculo indigno, en los despachos de algunos periódicos revolucionarios, a fin de mantener al público irreligioso en esa especie de fiebre en la que ha estado estos últimos años, y suscitar nuevas dificultades al gobierno.

Como esas gentes ponen, en ello, toda la obstinación de una posición ya decidida, y el gobierno pone, en ello, toda la debilidad que acostumbra mostrar cuando se trata de proteger las creencias, es de temer que se renueven las violencias, y aunque, como sucedió la última vez, no se trate más que de un grupo de sesenta alborotadores, si vuelven diez veces acabarán por hacer que se cierre el curso.

Pero no sucederá eso, al menos, sin enérgicas protestas, pues la juventud cristiana se ha mostrado más firme que de costumbre en este asunto y eso, al menos, será útil para cerrar filas y aguerrir los corazones. Pero puedes imaginarte la pena que me da ver una enseñanza tan honorable y tan bienhechora amenazada por tales intrigas y traicionada por la apatía de los que tienen el deber de defender, en ese caso igual que en otros, el orden público.

¡Ah!, amigo mío, ¡cuánto mal se hace en el mundo por la inconsecuencia y la timidez de la gente de bien! En cuanto a mí, haré todos mis esfuerzos para que no se separe mi causa de la del señor Lenormant; mientras haya disturbios en sus clases no dejaré de asistir a ellas, usaré toda mi influencia sobre un cierto número de jóvenes para reclutar audiencia[4].

Federico reconoce no ser teólogo[5]. Pero explica que, en su cátedra de literatura extranjera, no puede evitar hablar de eminentes cristianos que contribuyeron, a lo largo de toda la historia, al crecimiento del arte, la literatura y, en general, la civilización. Es, para él, una cuestión de conciencia: no puede dejar de ser cristiano en sus actividades profesionales, ni negar la acción de la Iglesia en la historia que enseñaba; eso sí: «diciendo la verdad» y «con imparcialidad severa».

No es un fanático que inadmita la más mínima crítica a la Iglesia: al contrario, reconoce que la Iglesia, de hecho, está formada por personas mayoritariamente débiles, pecadoras; pero, a pesar de sus momentos más oscuros, siente hacia ella «piedad y amor». La fe nos dice que Dios guía la barca, y que esta no naufragará, a pesar de nuestra limitación y pecado.

Sugerencias para la reflexión personal y el diálogo en grupo:

  1. Los vicencianos, ¿cómo planificamos el ministerio de la educación para que sea un medio para promover a los pobres, para servirles, para provocar el cambio sistémico?
  2. ¿Qué significa la expresión «santa y pecadora», referida a la Iglesia?
  3. ¿Cómo abordamos a los que tiene ideas distintas de las nuestras? ¿Cómo provocamos el diálogo con ellos?

Notas:

[1]   La historia del señor Charles Lenormant (1802–1859) es especialmente interesante: cf. Kathleen O’Meara, Federico Ozanam, profesor en la Sorbona: su vida y obra, capítulo XVI.

[2]   Cuenta Kathleen O’Meara la siguiente anécdota: «En cierta ocasión, en los bulliciosos días de los disturbios contra Lenormant, cuando la erudita Sorbona se transformó en un campo de batalla, una persona, queriendo ser ingeniosa, borró las palabras “Literatura extranjera”, que estaban escritas después del nombre de Ozanam en la placa de la puerta [de su despacho], y escribió sobre ellas: “Teología”» (O’MEARA, capítulo XVI).

[3]   François Lallier (1814–1886) nació en Joigny (Francia). Conoció a Ozanam en la facultad de derecho, a partir del curso de 1831. Fue uno de los fundadores de la Sociedad de San Vicente de Paúl y uno de sus amigos más íntimos de Federico. El matrimonio Ozanam le eligió para ser el padrino de la pequeña Marie, en 1845.

En 1835, a petición del presidente Bailly, Lallier redactó la Regla de la Sociedad de San Vicente de Paúl (que experimentó, desde entonces, agregaciones, necesarias por el desarrollo de la Sociedad, mas el conjunto ha permanecido básicamente intacto en su redacción, desde 1835 hasta hoy día). Lallier llevó su tarea a cabo con la aplicación, la precisión de los términos y la sobriedad de expresión que eran el atributo de este magnífico jurista. En 1837 fue nombrado secretario general de la Sociedad, hasta 1839, cuando presenta su dimisión y se traslada a Sens. Allí se casó con Henriette-Colombe Delporte (1815–1890), el 22 de abril de 1839. La pareja tuvo cuatro hijos, aunque solo dos llegaron a la edad adulta: Henri Lallier (1840–1863) y Paul Lallier (1855–1886). El 7 de julio de 1839 fue nombrado juez suplente en Sens. Ya nunca dejaría el tribunal de Sens: en 1857 es nombrado presidente del tribunal, cargo que ocupó hasta su jubilación, en 1881.

Fue un católico liberal, sin afiliación política, y colaboró en los periódicos l’Université catholique y Revue européenne.

En 1879, unos años antes de la celebración de las «Bodas de Oro» de la Sociedad, el presidente general Adolphe Baudon (1819–1888) encargó a Lallier que redactara los hechos relativos a los orígenes de la Sociedad. Preparó un primer esbozo que sometió a los otros tres miembros fundadores aún vivos: Auguste Letaillandier (1811–1885), Paul Lamache (1810–1892) y Jules Devaux (1811–1880), pidiéndoles que rectificaran o completaran lo que él había escrito. Esta colaboración culminó en un folleto que fue publicado en 1882 bajo el título: Orígenes de la Sociedad San Vicente de Paúl, según los recuerdos de sus primeros miembros.

No se sabe gran cosa sobre la muerte de Lallier, que ocurrió en Sens, el 23 de diciembre de 1886. Está enterrado en el cementerio de la pequeña ciudad.

[4]   Carta a François Lallier, del 30 de diciembre de 1845.

[5]   Aunque tenía un conocimiento notable en temas de religión y sabemos, por los textos de su esposa Amélie, que siempre que escribía algún tema relacionado con la fe o la Iglesia, pedía la aprobación al arzobispo de París.

Javier F. Chento
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