El coronavirus pone a prueba nuestra generosidad

por | Sep 5, 2020 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Una vez que haya desaparecido la pandemia del COVID-19, muchos investigarán las causas y los efectos de del virus, pero pocos se detendrán a meditar sobre la generosidad de Dios que ha dado a los seres humanos un entendimiento capaz de descubrir los remedios a la epidemia. Desde mitad del siglo XX las grandes epidemias han desaparecido gracias a que los científicos han mejorado las condiciones higiénico-sanitarias, han estudiado las enfermedades comunes y las pandemias, y han descubierto antibióticos y fármacos, como las vacunas contra el coronavirus.

San Vicente dice que el Hijo de Dios se hizo hombre para poder tener sentimientos de compasión y, añado, de generosidad, que es el fruto de la compasión y lo más bello que puede darse durante una epidemia. Para ayudar a los contagiados también nosotros necesitamos esa generosidad que nace del corazón sin buscar razones, pues el corazón tiene razones que no conoce el entendimiento, decía Pascal (Pensamientos, Madrid, Espasa Calpe 1940, Sección III, 177).

Si llamamos generosa a la persona que entrega lo que tiene sin esperar recompensa, Jesús es el modelo de la generosidad al dar su vida en bien de todos los hombres, buenos y malos, y aún por los que le estaban matando. Y a nosotros nos pide generosidad, que es fruto del amor; y, si hay obligación de amar a los demás como a uno mismo, también como a uno mismo sentimos la obligación de ser generosos con los contagiados de coronavirus. San Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y el beato Federico Ozanam sacrificaron generosamente sus vidas en bien de los pobres. Durante esta epidemia, emociona leer la carta que, en una epidemia de peste, san Vicente dirigió a santa Luisa un año antes de fundar la Compañía de las Hijas de la Caridad: “Señorita, acabo de saber ahora mismo, no hace más de una hora, el accidente que ha sufrido la muchacha (Margarita Naseau) que recogieron las guardianas de los pobres, la opinión que tiene el médico, y cómo la ha visitado usted. Le confieso, señorita, que esto me ha conmovido tanto el corazón, que, si no hubiese sido de noche, inmediatamente hubiera ido a verla. Pero la bondad de Dios sobre los que se entregan a él en el ejercicio de la cofradía de la Caridad, en la que ninguno de cuantos a ella pertenecen ha sido tocado por la peste, me obliga a tener una perfectísima confianza en que no la alcanzará el mal. Creerá, señorita, que no sólo visité al difunto señor superior de san Lázaro, que murió de la peste, sino que incluso percibí su aliento. Sin embargo, ni yo ni los otros que le asistieron hasta el último momento, hemos sufrido mal alguno. No, señorita, no tema; Nuestro Señor quiere servirse de usted para algo que se refiere a su gloria, y creo que la conservará para ello. Celebraré la santa misa por su intención” (I, 238). Santa Luisa lo aprendió y dos meses antes de morir escribía: “Dios dé fortaleza y generosidad a la Compañía para mantenerse en el espíritu primitivo que Jesús puso en ella. ¡Démonos a Dios para obtener de su Bondad esa generosidad que necesitamos para gloria de sus designios sobre la Compañía!” (c. 717).

La generosidad es inferior al amor. Aunque no se puede amar sin ser generoso, se puede ser generoso, sin amar. Cuidar al contagiado que se ama está al alcance de todos; lo que cuesta es cuidar a los contagiados que nos son indiferentes. Sin embargo, aún con estos es obligatoria la generosidad, primer escalón del amor. Cuando una madre da algo a sus hijos no es generosidad, sino amor; cuando Jesús da la vida por nosotros no es generosidad, sino amor, porque tanto nos ama el Padre que nos dio a su Hijo que murió crucificado para salvarnos. Y puesto que, si amáramos, ya seriamos generosos, parece que hemos inventado la generosidad para suplir la falta de amor. Pidamos a Jesús que, cuando nos falte el amor, al menos nos guíe la generosidad.

El mandato de amar a los demás como a uno mismo, supone que nos amamos nosotros. Si amáramos a ese enfermo del virus como a nosotros, ¿nos alejaríamos de él? Amarse a uno mismo no es egoísmo, con tal de que no sea “solo” a uno mismo. Ser generosos con uno mismo es una obligación para ser medida de generosidad y saber cuándo y cuánto hay que dar a los contagiados, porque son hijos de Dios como nosotros. Durante esta epidemia del coronavirus, alabamos la generosidad divina por haberle dado al hombre una inteligencia capaz de descubrir los remedios contra el virus. Mientras luchemos contra el coronavirus, seremos útiles, y si nos mata, hemos vencido a la muerte, pues morimos por generosidad, como Jesucristo. El evangelio dice que al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará aún lo poco que tiene (Lc 8, 18).

Si no nos compadecemos de la aflicción de los contagiados, nunca sentiremos deseos de ayudarlos. El problema de la generosidad es que no somos generosos porque no somos compasivos, y no somos compasivos, porque desconocemos los sufrimientos de los contagiados. Estamos tan pendientes de no contraer el virus que lo hemos convertido en la única pantalla que tenemos delante y nos impide conocer los sufrimientos de las personas que se sienten contagiadas.

P. Benito Martínez, CM

Etiquetas: coronavirus

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