La compasión vence al coronavirus

por | Ago 8, 2020 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Dicen que se tardará uno o dos años en encontrar una vacuna eficaz contra el coronavirus. Mientras tanto todos tenemos que unirnos para vencer la epidemia, y el antídoto que nos una es la compasión. Ante esta epidemia mortal, si no mostramos compasión con los contagiados, quedamos derrotados. La expansión del coronavirus nos pide mostrar sentimientos, incluso lágrimas, y pedir a Dios que se compadezca de nosotros. La epidemia está destruyendo miles de puestos de trabajos, convirtiendo los países en estadios donde los hombres compiten sin compasión con los que pierden, rivales suyos, y hace realidad el adagio latino “el hombre es un lobo para el hombre”[1].

Siempre, pero más en esta pandemia, los vicencianos deben acentuar la compasión y asumir lo que san Vicente indicó a las Hijas de la Caridad, que estaban “destinadas a representar la bondad de Dios” (IX, 915). San Juan Pablo II lo actualizó en 1997, cuando escribió a la Superiora General, sor Juana Elizondo, que “las Hijas de la Caridad tienen por vocación ser el rostro de amor y misericordia de Cristo”. Frase provocadora, al decir que su vocación no es solo servir a los pobres sino expresarles el amor y la compasión de Jesús hacia los enfermos y pecadores. Hoy los vicencianos estamos llamados a expresar a los contagiados la compasión y la misericordia de Cristo y aliviarlos en su enfermedad.

El papa Francisco, al convocar el Año Jubilar de la Misericordia (8 dic. 2015-20 nov. 2016), presentó a Dios como el “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad”, que envía a su Hijo al mundo para decirnos que “quiere misericordia y no sacrificios”, y que son “bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. Cuando Juan Bautista quiere saber si Jesús es el Mesías, este le muestra las obras de compasión que hace con los pobres y enfermos (Lc 7, 22). Y la encíclica Rico en misericordia afirma que creer en Dios es creer en su misericordia (n. 8). La gente te creerá si ve la compasión que te acerca a los contagiados. Compasión es compadecerse, como el buen Samaritano y como san Vicente de Paúl, cuando exclamaba: “los pobres son mi peso y mi dolor” (Abelly, III, 120). O como santa Luisa que aconsejaba a sus hijas que tuvieran “gran compasión por los enfermos pobres que sufren sin otra asistencia corporal ni espiritual que la que ellas les dan” (E 91).

La compasión es una ladera de la misericordia, y la cordialidad es la vegetación que la embellece. Pero una compasión sin límites, “como el Padre celestial es compasivo”. San Vicente decía que la virtud de las Hijas de la Caridad es la misericordia, “esa hermosa virtud de la que se ha dicho: lo propio de Dios es la misericordia”. Y animaba a los misioneros: “Cuando vayamos a los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos. ¡Oh Salvador, no permitas que abusemos de nuestra vocación ni quites de esta compañía el espíritu de misericordia! ¿Qué sería de nosotros, si nos retirases tu misericordia?” Explicando que “el Hijo de Dios, al no poder tener senti­mientos de compasión en el cielo, quiso hacerse hombre, para compadecer nuestras miserias. Para reinar con él en el cielo, hemos de compadecer, como él, a sus miembros que están en la tierra”. (XI, 234, 771) Y exclamaba: “¡por las entrañas de Jesucristo!”, “¡por la misericordia de Jesucristo!” ¿Qué diría, qué haría ante esta epidemia?

La compasión no suprime el dolor del enfermo, pero alivia y anima a actuar contra el contagio. Tampoco exige que sufra quien se compadece. Jesús en la última Cena desahogó su tristeza, pero a sus discípulos los consoló y animó. Santa Luisa sufrió mucho “desde su mismo nacimiento” y gritó a san Vicente que la ayudara, pero nunca pidió que sufrieran con ella. Tampoco exigió a las Hermanas que sufrieran con las compañeras enfermas, aunque siempre quiso encontrar a una persona compasiva y cordial que la ayudara[2]. Porque, si el sufrimiento es malo, hay que huir de él, a no ser para compartir el dolor ajeno y aliviar su sufrimiento. La compasión asume una parte del dolor del contagiado para que sufra menos al no sentirse solo y tener a un amigo que comparte sus penas, busca soluciones y le llena de esperanza. Es un amor más bajo que la caridad, pero más asequible. Es más fácil amar al enfermo que sufre que al enfermo que triunfa; pero ambas quedan secas sin cordialidad. Sin compasión viviríamos más cómodos, pero habríamos matado el amor.

La compasión lleva a ver las quejas de los enfermos como sufrimiento más que como ofensa y empuja a ayudarlos más que a murmurar. Pues la compasión ayuda a suprimir o aliviar el dolor del que sufre, acogiéndolo y escuchándole con cordialidad para no herir la sensibilidad de la persona que sufre. Luisa de Marillac recalca la cordialidad para vivir la armonía en comunidad, cuando escribe a una Hermana Sirviente que diga a una Hermana enferma que “no se desanime, que experimente en sí misma la necesidad que nuestros amos, los pobres enfermos, tienen de asistencia, de cordialidad y de dulzura” (c. 7, 15). Cuando va a fundar una comunidad en el hospital de Nantes, manda a la Hermana que la sustituye como Superiora de la Casa Central que, cada quince días, comunique a sus compañeras lo que haga “con mucha dulzura y cordialidad”, que “sus visitas no parezcan más que cordialidad y que su conversación sea afectuosa” (c. 155).

La dulzura es la luz y el aire fresco que hace agradable el contacto con los contagiados. Una compasión sin cordialidad enturbia el aire y nos asfixia. San Vicente lo explica a su manera: “Si tenéis amor a los pobres, demostraréis que os sentís muy gustosas de verlos. Cuando una hermana tiene amor a otra hermana, se lo demuestra en sus palabras… De forma que conviene que os demostréis unas a otras la alegría que se siente en el corazón y se refleja en la cara… Cuando se acerca una hermana, mostradle una cara que le haga ver vuestra amistad, que os sentís muy dichosas de volver a verla… Eso se llama cordialidad, que es un efecto de la caridad; de forma que, si la caridad fuera una manzana, la cordialidad sería su color…, si la caridad fuera un árbol, las hojas y el fruto serían la cordialidad; y si fuera un fuego, la llama sería la cordialidad” (IX, 1037).

En esta pandemia debemos compadecernos de los que tienen miedo a contraer la enfermedad. El miedo es la pobreza que caracteriza a los pobres. Las familias temen la degradación de la vida por causa de la epidemia. La pandemia aumenta el miedo al acoso escolar de los niños, a la soledad de los ancianos o al ex marido o ex pareja. Por causa de la epidemia, la gente modesta tiene miedo de perder el trabajo y le falte el dinero necesario para vivir, y los jóvenes sienten el pavor de no poder colocarse con un contrato digno. Ven incierto su futuro sin saber si sus estudios servirán para algo, al contemplar que solo triunfan los que tienen padrinos sociales o familiares influyentes, mientras que los débiles quedan marginados como seres insignificantes que nadie se compadece de ellos. Los migrantes sienten terror de ser expulsados a sus países de origen, después de haber pagado miles de euros a las mafias o de haber sido contagiados en el camino.

A esos pobres van los vicencianos por compasión. Si los pobres son su peso y su dolor, imitando a san Vicente, un vicentino auténtico asume como propios sus miedos al coronavirus. Si los contempla sin hacerlos suyos, no tiene la compasión del auténtico discípulo de san Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y del beato Federico Ozanam. Es urgente luchar contra el miedo que sienten los pobres durante esta epidemia.

P. Benito Martínez, CM

Notas:

[1] El comediógrafo latino Plauto (+184 a. C.) escribió, en su obra Asinaria, lupus est homo homini, frase que popularizó el filósofo inglés Thomas Hobbes en su obra El Leviatán (1651).

[2] E19, c. 122, 248.

Etiquetas: coronavirus

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