Trata de mujeres y niños de la calle

por | Jun 27, 2020 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Los medios de comunicación recientemente informaron que han sido liberadas 12 jóvenes obligadas a prostituirse tras ser captadas mediante engaños en Latinoamérica y convertidas en esclavas de objeto sexual, práctica que parece estar aumentando durante la expansión del coronavirus a causa de las grandes necesidades. La trata de mujeres es aún más repugnante que el tráfico ilegal de migrantes, que termina cuando llegan a su destino, en tanto que la trata de mujeres implica la explotación persistente de las víctimas para generar ganancias ilegales. Si la explotación de migrantes es un grito urgente a todas las ramas de la Familia Vicenciana, lo es más el lamento continuo de estas desgraciadas. Si estamos para salvar a los pobres, ¿hay pobres más degradados en el fango, que estas mujeres? Y no hay que esforzarse mucho para encontrarlas en las ciudades.

San Vicente y santa Luisa no las abandonaron. En agosto de 1636, san Vicente escribe al P. Antonio Portail que, ante el empuje del ejército español en Picardía, la gente huye a Paris. Y cuando en París y alrededores estalla la insurrección de la Fronda contra el despotismo de Mazarino, la gente huye a refugiarse en París, especialmente las mujeres jóvenes, carnaza sexual para los soldados. San Vicente y santa Luisa, ayudados por las Damas de la Caridad (AIC), procuraron que estas jóvenes no cayeran en la prostitución, acogiéndolas en conventos y residencias, o buscándoles lugares donde rehabilitarse.

Y es que las mujeres en el siglo XVII no tenían ciudadanía política, civil o social. Desde que nacía, una niña dependía de un hombre, padre, marido, hermano o tutor. Hasta la Jerarquía de la Iglesia consideraba a la mujer puerta del diablo, para disculpar los escándalos de algunos sacerdotes y religiosos, “pobres hombres seducidos por las artes eróticas de la mujer”. Una mujer, para ser decente, no debía ni asomarse a la ventana. Desconfiaban hasta de las religiosas, a las que había que poner en clausura dentro de altos muros y con celosías en las ventanas.

Sin embargo, san Vicente y santa Luisa hicieron protagonistas a las Hijas de la Caridad, mujeres de clase baja, las igualaron a las personas de categoría, fundaron escuelas para niñas y comprometieron a cientos de mujeres en favor de las mujeres. San Vicente las prefería a los hombres: “Puedo dar testimonio en favor de las mujeres —decía a las Damas de la Caridad (AIC)— que no hay nada que decir contra de su administración, ya que son muy cuidadosas y fieles”, mientras que los hombres “desean hacerse cargo de todo y las mujeres no lo soportan. Sepan, señoras, que Dios se ha servido de vuestro sexo para realizar las cosas más grandes que se han hecho jamás en el mundo” (X, 945). Y concluye de forma drástica: “hubo que quitar a los hombres” (IV, 71). Por el contrario, santa Luisa, debido a la historia de su vida, creía que “si una obra es considerada política, deben emprenderla los hombres y si es considerada obra de caridad, la pueden emprender las mujeres. Que sean ellas solas, parece que no es posible ni se debe, y sería de desear que algunos hombres piadosos se les unieran, como consejeros… y para actuar en los procesos y actos judiciales… Con todo, no hay razones ni inconveniente en que las Señoras de las Caridades emprendan obras, pues todas son personas de condición y están habituadas a la administración de grandes asuntos” (E 77).

A la soltera se la consideraba una mujer disoluta y una tentadora insidiosa por el doble motivo de ser mujer y de estar soltera. Así consideraron los aguadores a las Hijas de la Caridad que iban a coger agua a la fuente pública cerca de la Casa Central (D 721), dirigiéndoles insinuaciones sucias y groseras, pues las primeras Hermanas vestían como las mujeres parisinas. De ahí que santa Luisa se oponga a que las jóvenes inmigrantes de lenguaje vulgar hicieran el servicio de las Hijas de la Caridad, para que no las confundieran, y se lo expone a san Vicente: “Los señores de San Sulpicio piden cuatro jóvenes de las refugiadas para que ayuden a nuestras Hermanas. ¿Se las damos? O ¿no sería preferible que los enfermos ya convalecientes fuesen ellos mismos a buscar su ración ordinaria? Temo que esta mezcla traiga confusión y mucho perjuicio, que puede venir incluso por parte de las Hermanas” (c. 416). En otras cartas no hace una pintura agradable de las jóvenes que venían a París: “La señorita de Lamoignon me dijo que, aunque se trata de tomar a mujeres honradas, no obstante, hay motivos para sospechar que la mayoría no vienen a la Residencia de refugiadas obligadas por la penuria de estos tiempos, sino por mala conducta, y que todas estas mujeres, reclutadas de todas partes, son mal habladas y de mucho libertinaje” (c. 320). “Tengo un poco de recelo de las muchachas que han servido en alguna casa y se quedan en la ciudad” (c. 30). Y pedía a san Vicente que analizara detenidamente las candidatas a Hijas de la Caridad: “Ponga cuidado en las jóvenes que se presentan para ser Hijas de la Caridad, si están dispuestas a volverse a su casa en el caso de que no sean aptas, porque ya sabe usted el peligro que tienen las que se quedan en París” (c. 490). Las Hijas de la Caridad se comprometen a vivir la castidad en el celibato como ofrenda de su vida a Dios, y lo abrazan para mejor servir al pobre.

Los niños de la calle

Un resultado de la trata de mujeres eran hijos no deseados. En París se recogía cantidad de niños abandonados de noche a las puertas de las iglesias y de los conventos. Los que no morían de noche por el frío o comidos por las ratas, morían al poco tiempo por las condiciones despiadadas que habían pasado. La mayoría eran hijos de obreras y costu­reras despedidas por los patronos que habían abusado de ellas, de sirvientas abandona­das por sus amos después de haberlas seducido, o de chicas llegadas a la ciudad en busca de trabajo. Guardar al hijo suponía dificultad para casarse o colocarse, era morir de hambre madre e hijo. A París llevaban niños de los pueblos donde las solteras embarazadas eran despreciadas. A los hi­jos de la nobleza y la burguesía se les consideraba bastardos con fortuna y una colocación digna en puestos civiles y en la Igle­sia: obispos y abades; o se entregaba a un matrimonio con una suma de di­nero.

Es conocida la actuación de san Vicente, santa Luisa y las Damas de la Caridad (AIC) con estos niños y adolescentes, procurándoles enseñanza, educación cristiana, un oficio y una colocación para ejercerlo. San Vicente decía que se necesitaban 40.000 libras al año. La aportación económica más importante la dieron las Voluntarias (AIC). Sin ellas la obra hubiese fenecido. Pero el peso mayor caía sobre santa Luisa  que pedía a su director: “En nombre de Dios, piense un poco si no hay que aconsejar a las señoras que, para poder pagar las deudas, dejen de acoger más niños y retiren todos los destetados que están en las aldeas. Porque le aseguro que ya no hay posibilidad de resistir a la compasión que causan esas pobres gentes cuando nos piden lo que se les debe en justicia, y no sólo por su trabajo, sino porque han adelantado de lo suyo, después de lo cual se ven morir de hambre. Se han visto obligadas a venir tres y cuatro veces desde muy lejos, sin recibir nada de dinero. Nosotras tenemos que atender a la alimentación de las nodrizas y a menudo a siete u ocho niños destetados, con dinero prestado (c. 318).

En la sociedad moderna esta situación está superada, porque las instituciones se hacen cargo de los niños, pero todavía hay lugares donde los “chicos de la calle” callejean como pequeños delincuentes y aprenden a ser ladronzuelos. Otros tienen que abandonar la escuela para trabajar desde niños y aportar algún dinero a la familia para poder vivir malamente.

Y nosotros nos preguntamos: ¿es acertada la labor de la Familia Vicenciana en la lucha a favor de las mujeres sin recursos y de los niños pobres? ¿A qué clase de marginados y marginadas debieran dedicarse los Vicentinos?

P. Benito Martínez, CM

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