Las Hijas de la Caridad, amigas más que sirvientas

por | Ene 31, 2020 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 2 comentarios

Amigas de los pobres

Las Hijas de la Caridad o se presentan ante los pobres como “amigas” que confían en ellos sin que haya señores y sirvientas o se arriesgan a ser consideradas intrusas en su intimidad. San Vicente decía a las Hijas de la Caridad que los pobres eran sus amos y señores y ellas sus sirvientas. Hoy acaso no sea fácil tratarlos como amos, porque, san Vicente también decía que, con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis que representan al Hijo de Dios (XI, 725).

Ser sirvienta fue una intuición en el siglo XVII, pero difícil de prolongar en la sociedad actual preocupada por colocar en el mismo plano de igualdad a bienhechores y a pobres. El término “sirvienta” ha sido la lanzadera de su identidad a través de los siglos, pero las ciencias sociales le han dado el sentido moderno de trabajadora asalariada, y acaso haya llegado el tiempo de que, sin suprimir el sentimiento de servir a los pobres y serles útiles, haya que pasar a la mentalidad de ser una amiga de los pobres que reconoce su dignidad y promociona su futuro. La ayuda es una obligación hacia un amigo que pide auxilio (humildad) y se le socorre con sinceridad, sin engañarle (sencillez), y con el corazón en la mano (caridad).

No es difícil dar a los pobres una parte de los bienes, del trabajo o de la persona, lo difícil es darles la confianza de amigos. Los pobres se alegran que les den, pero más se alegran si ven la confianza que les manifiesta como amiga una mujer de Dios, porque quieren sentir que Dios se preocupa de ellos, reconociéndole en la voz de una Hermana que está presente en sus penas, que llama al que no lo espera y mira su corazón que nadie había mirado. El pobre que se ve como un pájaro preso en la red siente que el amor de una Hija de la Caridad abre una brecha por donde pueda escapar hacia una tierra prometida que existe en algún lugar.

Las Hijas de la Caridad tienen por lema “la caridad de Cristo nos apremia.” ¿A qué? A socorrer a su amigo Jesús que está en el pobre. El amigo se elige, y Jesús ha elegido a cada Hija de la Caridad como amiga. Y si un hermano es un amigo que dan los padres, un pobre, un “sin techo es un amigo que da Jesús. Aunque muchas ONG ayudan a los pobres, las Hijas de la Caridad atienden con sencillez y humildad a los más débiles y los buscan sin esperar a que llamen a la puerta, como Jesús esperó a la samaritana y buscó la oveja perdida.

El amor de amistad entre dos santos

Cuando Vicente de Paúl se encontró con la señorita Le Gras, en la navidad de 1624, ella había cumplido 33 años, tenía un hijo de doce años y un marido enfermo de muerte. Luisa de Marillac quedó tan unida al sacerdote Vicente de Paúl, que la persona de este hombre se proyectará continuamente en su vida, mientras que ella será el soporte firme de innumerables obras de caridad que emprendió el santo. Le veneró y amó en Dios y él la amó tiernamente en nuestro Señor. «Mi querida hija: ¡Cómo me consuela su carta! Le confieso que el sentimiento se ha extendido por toda mi alma». «¡Qué le diré ahora de aquél a quien su corazón ama con tanta ternura en nuestro Señor! He de acabar diciéndole que mi corazón guarda un tierno recuerdo del suyo en el de nuestro Señor». «Mi corazón no es ya mi corazón, sino suyo, en el de nuestro Señor». Le escribo «para agradecerle ese frontal tan hermoso que nos ha enviado, que ayer creí que me arrebataba el corazón de placer al ver el suyo allí metido, y este placer me duró ayer y hoy con una ternura inexplicable». Y santa Luisa manifiesta su afecto en la frase que escribió en el interior de una carta: “Respuesta de nuestro honorable padre en enero de 1656 a esta carta del señor abad de Meilleraye, en la que se debe señalar el espíritu de humildad, mansedumbre, tolerancia, prudencia, firmeza, y particularmente el espíritu de Dios en él, por lo que debemos creer que actúa siempre según lo que Dios le da conocer”[1]. Fueron amigos con una amistad sincera, alejada de todo el peligro del que ella alertaba a las Hermanas: “Se acordarán de tener gran respeto a los sacerdotes, sobre todo al que está en el hospital, con el que no deben tener familiaridad, y si la necesidad requiere hablarle, lo harán siempre las dos juntas o una de ellas acompañada de otra persona” (E 55).

El soporte de su amistad residía en la bondad que cada uno veía en el otro o en la otra y se apoyaban en la igualdad que el sacerdote Vicente daba a la señorita Le Gras sin querer imponerse. Su amistad fue un carisma que convirtió a las dos personas en una sola para bien de los pobres. Y quisieron que la amistad también la vivieran las Hijas de la Caridad en la comunidad, que san Vicente consideraba como un grupo de amigas que se quieren; de lo contrario las Hermanas sentirían la soledad y la comunidad se desharía.

Los destinos no matan las amistades. Son muchas las personas que por donde pasan dejan buenas amistades. Lo que destroza la comunidad es que las Hermanas no encuentren amigas dentro y vayan a buscarlas fuera (IX, 797). Es un motivo por el que san Vicente y santa Luisa insistían en que las Hermanas tuvieran todas juntas un tiempo de recreación. Porque la amistad se sustenta en el trato frecuente y cordial de las personas que llegan a conocerse, a quererse y a compartir el mismo proyecto vocacional.

Aunque en la sociedad haya desaparecido aquel dicho de amigos en todo y para siempre, en las comunidades de Hijas de la Caridad luce cada día, tratándose con respeto y sinceridad para decirse los defectos y ayudarse a corregirlos. La comunidad de Hermanas es un testimonio a las familias. Los padres son más que amigos, porque, además del amor, los une el vínculo de la sangre.

Tolerancia, respeto y perdón

Santa Luisa ponía la tolerancia y el respeto como base de la unión de amigas en la comunidad: “No puedo ocultarles el dolor que causan a mi corazón las noticias que he tenido de que dejan ustedes mucho que desear. ¿Dónde está el espíritu de fervor que las animaba en los comienzos de su establecimiento en Angers y que tanta estima les merecía por parte de sus señores directores?… Deben tener tal unión que les hará tolerarse una a otra. Y, cuando vean algún defecto, sabrán excusarlo. ¡Qué razonable es, pues nosotras cometemos las mismas faltas y necesitamos que también nos excusen! Si nuestra Hermana está triste o malhumorada, si tiene prontos o es lenta, ¿qué quiere que haga si ese es su temperamento?, y aunque a menudo se esfuerce por vencerse, no puede impedir que sus inclinaciones salgan al exterior, y su Hermana, que debe amarla como a sí misma, ¿podrá enfadarse, hablarle de mala manera, ponerle mala cara? ¡Hermanas mías! cómo hay que guardarse de todo esto y no dejar traslucir que se ha dado cuenta, no discutir con ella, sino pensar que pronto necesitará que ella observe con usted la misma conducta. Y eso será ser verdaderas Hijas de la Caridad, ya que la señal de que un alma posee la caridad es, con todas las otras virtudes, la de soportarlo todo” (c. 115).

Y se lo dice a la comunidad nada menos que del hospital de Angers, una ciudad de categoría, con obispado, universidad y juzgado. Sin embargo, el hospital era un desbarajuste. La Señora Goussault, presidenta de una Caridad de Paris, pidió a san Vicente que enviara Hijas de la Caridad. Cuando llegaron en 1640 «había alrededor de 30 o 40 enfermos, hombres y mujeres. Los pobres de la ciudad no querían ir al hospital, y si se veían obligados a ir, procuraban llevarse camisones­ propios». La fundación era una aventura a más de 200 km. de Paris y la primera vez que las Hijas de la Caridad se hacían cargo de un hospital y sin que estuvieran a su lado las Señoras de la Caridad (AIC). Pero fue un éxito. La gente decía que todo había mejorado, sin embargo, los administradores temieron que las Hermanas se hicieran las dueñas y empezaron a criticarlas. Enterada santa Luisa escribió la carta anterior. También hoy día hay esposos que no se aguantan y padres e hijos que no se respetan ni se valoran. Si son amigas, las Hermanas nunca dirán “perdono, pero no olvido”, que quiere decir perdono, pero en cuanto pueda me vengaré. La amistad domina el amor propio que santa Luisa llamaba “mala pieza”.

Un miembro de la comunidad que ofende a otro daña la amistad en comunidad, cuerpo de Cristo, y el perdón integra de nuevo en la comunidad para celebrar la eucarística como amigas. Así se lo aconsejaba santa Luisa a una Hermana: “Tengo que deciros otra práctica que nuestro muy Honorable Padre nos ha recomendado en la última conferencia, y es que tan pronto como nos demos cuenta de que hemos disgustado o estamos disgustando a una o a varias Hermanas, nos pongamos inmediatamente de rodillas para pedirles perdón… Os la recomiendo, por amor a Nuestro Señor” (c. 537). San Vicente les había dicho en una conferencia: “Un día hablaba con una superiora de las Ursulinas; y me habló de la unión que había entre sus religiosas. Yo le pregunté con extrañeza: Madre, ¿qué hacéis para tener esa unión, y que no haya nunca diferencias en la comunidad? Ella me respondió: Tan pronto como aparece algún motivo, nuestras hermanas tienen la costumbre de ponerse de rodillas y pedirse perdón entre ellas” (IX, 114).

La ofensa es comunitaria porque perjudica a la amistad. Y si la ofensa tiene un aspecto comunitario, también lo tiene el perdón que reintegra a la Hermana en la comunidad como una amiga. Pero ¿qué valor tiene para el perdón de los pecados, la acogida de la comunidad, pues la confesión y la absolución se realizan normalmente de forma privada? El aspecto jurídico de la confesión desde el Concilio Vaticano II ha sido superado y en la actualidad se resalta la relación intrínseca que existe entre la reconciliación del pecador con Dios y su reconciliación con la comunidad.

La confianza de amigas es el aire que nos permite respirar y sin la confianza en las amigas de comunidad nos asfixiamos en las situaciones difíciles. Ella, que tanta seguridad daba a las Hijas de la Caridad y a san Vicente de Paúl y tanto aplomo ponía en los asuntos materiales de la vida, sentía inseguridad en la vida interior y acudía a sus directores. Siempre se fio de ellos, y a las Hermanas les aconsejaba que confiasen en la Providencia, pero también en los directores espirituales y en los superiores. Muchas personas viven el axioma “desconfía y acertarás”. Sin embargo, en la vida o nos fiamos unos de otros o la vida se hace insoportable. Se dice que es de locos fiarse de todos, pero no confiar en los amigos es una locura mayor.

La amistad da confianza

Santa Luisa creía que “la pobreza y la confianza en Dios son los dos puntales de la Compañía de las Hijas de la Caridad”, y le escribía a san Vicente: “No sé si me engaño, pero me parece que Nuestro Señor quiere más confianza que prudencia para conservar la Compañía, y esta misma confianza hará actuar a la prudencia en las necesidades sin que lo advirtamos; y la experiencia lo ha dado a conocer en las diversas ocasiones en que la pereza de mi espíritu lo ha necesitado” (c. 545 y 546). Confianza en Dios y en los amigos. Sentir que un amigo está a nuestro lado nos da seguridad. ¡Qué seguridad nos da un médico en quien confiamos, aunque no pueda curar todas las enfermedades ni detener la vejez! Los Vicentinos que viven como amigos construyen un paraíso de amor, y los que desconfían, viven en un infierno de sospechas. La confianza entre amigos es la biga que sostiene a la Familia Vicenciana. En el trabajo, en las compras y en las relaciones o nos fiamos unos de otros o la vida se hace insoportable.

La desconfianza engendra dudas y quien camina dudando se tambalea y se cae. Hay que confiar en uno mismo para caminar firme, para ser responsable, para cumplir la palabra dada y guardar los secretos. ¡Cuántas ocasiones fallidas por desconfiar de nuestras posibilidades! Sentirse útil y ser valorado es transcendental para los hombres. Perder la confianza en uno mismo es matar la ilusión por el presente y por el futuro y dejar de hacer muchas cosas de lo que luego te arrepentirás. Confiar en uno mismo y en familiares, compañeros y miembros de la Familia Vicenciana. La confianza se gana dando pruebas de merecer la confianza y hablando siempre bien de quien está ausente. ¡Qué emoción da tener buenos amigos! Y los necesitamos para no vivir en soledad.

Y, sobre todo, confiar en Dios. Quien confía en Dios no se considera superior a los demás. No se trata de ignorar el propio esfuerzo. Es imprescindible para trabajar con ilusión, pero reconociendo que todo lo da Dios. Si confiamos en Dios, hemos arrancado de la vida comunitaria y de servicio la imposición y el dogmatismo que no admite crítica alguna; hemos aprendido a saber ceder. Nuestra gran Amiga, la Virgen María, nos dio la Medalla Milagrosa como emblema de nuestra confianza en su amor poderoso.

El testimonio más eficaz que pueden dar los Vicencianos es contagiar su confianza de amigos a los familiares, a los miembros de la Familia Vicenciana y a todas la gente, porque nos fiamos de ellos, los valoramos y los consideramos capaces de emprender acciones que cambien este mundo y pongan fe en los corazones humanos.

[1] I, 108, 127, 207, 225; V, 507 nt. 8.

P. Benito Martínez, CM

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2 Comentarios

  1. Maria Vanda de Araujo

    Obrigada, pelo bom artigo do padre Benito Martínez.

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  2. Sor Elisabeth Chaves

    Excelente aportación para la vida actual de una Hija de la Caridad. El P. Benito Martínez es una persona conocedora de nuestra vida y la necesidad de actualizar nuestro pensamiento en fidelidad a San Vicente y Santa Luisa.
    Agradecemos su colaboración permanente a nuestra formación. Sor Elisabeth Chaves HC. Provincia de Centro América.

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