El celibato de las Hijas de la Caridad

por | Ago 3, 2019 | Benito Martínez, Formación, Hijas de la Caridad | 0 comentarios

El amor y el celibato

Tener fe, decía Sor Évelyne, Superiora General de las Hijas de la Caridad, es un estilo de vida, una forma de vivir de acuerdo con el amor que el Espíritu Santo ha depositado en nuestros corazones. Él está dentro de las Hermanas, cuando rezan, se reúnen o sirven. Su estilo de vida se apoya en sentir la debilidad humana y la necesidad de encontrar al Dios a quien amar. San Vicente y santa Luisa pasaron años con grandes dudas de fe, pero no los canonizaron por su fe, sino porque amaron a Dios presente en los pobres.

Dios se presenta en la historia como el único Dios a quien hay que amar “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”, y Jesús en el Sermón del Monte aclara que Dios se hace visible en el prójimo y en el prójimo hay que amarlo, especialmente en el pobre, aunque no agrade, imitando al Padre que dispensa sus beneficios a todos los hombres, pues todos son hijos suyos. Jesús no pone límites al amor y al final de su vida dejará como testamento un nuevo mandamiento: “que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34). Las Hijas de la Caridad asumen ese nuevo mandamiento y lo plasman en el lema «La caridad de Cristo nos apremia» (2Co 5,14) que las impulsa  a vivir célibes para mejor servir a Cristo en los pobres.

La sociedad actual no entiende el celibato consagrado, lo considera como algo antinatural o absurdo, y ante los abusos sexuales de algunos sacerdotes consideran que la solución está en permitirles casarse. Es una trampa, pues hay seglares casados que son infieles. Se añade el problema económico que puede ser tan escandaloso como el afectivo. Si en algunas diócesis es difícil solucionar las dificultades económicas de los sacerdotes, sería un tormento remediar las necesidades de un sacerdote casado con hijos. No sería difícil que el sacerdote buscara otros empleos remunerados y olvidara los ministerios sacerdotales. A pesar de los gritos de anular el celibato, las Hijas de la Caridad lo rehabilitan dándole un valor inmolativo y lo aceptan como un don que habilita para amar y servir a Dios en los pobres, como un carisma que Dios concede a algunos hombres y mujeres para vivir como Jesús.

Una mujer vive célibe en la Compañía porque ama a Dios. Y porque le ama sobre todas las cosas, le entrega la vida y quiere que el celibato pase a formar parte de su vida para estar más disponible para ayudar a los pobres, junto con otras Hermanas que viven también célibes en comunidad. Una Hermana célibe siente lo que declaraba san Pablo: ¿Quién me separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (Rm 8,35).

Cuando san Vicente y santa Luisa aceptaron dedicarse a los pobres, la fe iluminó el destino de sus vidas y los capacitó para amar a Dios y hacer su voluntad guiados por el Espíritu Santo. No sabían a dónde dirigirse pero el amor los urgía a confiar en el Dios que amaban y les había manifestado sus planes en una noche terrible. En un principio no comprendieron esos planes, pero amaban a Dios de tal manera que preferían caminar hacia lo desconocido por agradar al Dios que amaban antes que permanecer en la comodidad que también amaban. Salieron de las ti­nieblas de la noche como emigrantes que dejan su país sin saber qué rumbo tomar. Dejaron en un segundo plano los ideales personales de nobleza o dinero y asumieron los planes de Dios mediante un acto de abandono y confianza, creyendo que Dios no podía engañarlos y los convenció de la necesidad del celibato para servir mejor a los pobres.

La sexualidad

Jesús aconsejó: “Otros se hacen eunucos por el reina­do de Dios. El que pueda con eso, que lo haga» (Mt 19,12). No es cosa para muchos, sólo para los que puedan. Y hay que saber medir las fuerzas, porque sólo son capaces del celibato aquellos a los que Dios les da un carisma especial para vivirlo.

La sexualidad a la que renuncia el célibe consagrado es un conjunto ­de fuerzas que llevan a una persona a aspirar a una unión con la persona a la que ama. El órgano sexual más importante del ser humano es el cerebro. La sexualidad humana, a diferencia del instinto de los animales, se expande por toda la dinámica personal de pensar, querer y actuar. Hasta hace unos años la sexualidad se reducía a algo biológico, encaminado a la procreación y al mantenimiento de la especie, pero modernamente se la considera una realidad más amplia, en la que nuestro mundo afectivo-sexual recibe sus decisiones del instinto biológico y de la historia que cada persona va construyendo a lo largo de los años en especial con la persona que le atrae. Como en el mito de Platón, el ser humano aspira a reu­nirse con otra parte de la que pare­ce fuera desgajado.

Es una nueva concepción de la sexualidad que deben tener en cuenta los que han elegido el celibato por el Reino de los Cielos, porque a la sexualidad, tomada en este sentido moderno, no renuncia ninguna persona que se consagra a Dios y vive el celibato. Lo que quiere la Hija de la Caridad es vivir su sexualidad de una manera propia y, para lograrlo de un modo sereno y feliz, lo que hace es sublimarla, cambiar el objeto del deseo amoroso. Para la Hija de la Caridad que asume el celibato, su nuevo objeto será Jesucristo y establecer el Reino de Dios entre los pobres. Esta sublimación de la sexualidad la lleva a renunciar a un estilo de vida aco­modado a los criterios de la sociedad y a no permanecer indiferente ante la desigualdad de género[1].

Sin renunciar al amor ni reprimir la sexualidad, la sublima en bien de unos pobres que necesitan su afecto. La Hija de la Caridad prudente no huye de la gente, aunque sean hombres. Como Jesús que no rehuyó a las mujeres, dirige su afectividad a los pobres, hombres o mujeres, cuando otras personas lo dan en exclusividad a la pareja y a los hijos. Conducidas por el Espíritu Santo, las Hijas de la Caridad intentan que su instinto amoroso tienda a unificar los tres instintos del ser humano: lograr la pervivencia en los hijos, gozar de las riquezas y autoafirmarse en su personalidad. Renunciar a la pareja da a la Hija de la Caridad el aspecto de vivir en soledad. Es una soledad aparente, pues está con Jesucristo, asistida por el Espíritu Santo y unida a otras compañeras que también han aceptado la llamada al celibato por el Reino de los Cielos.

La castidad en el celibato

Antes del Concilio Vaticano II se presentaba la castidad de forma negativa. Se insistía en lo que estaba prohibido. Su lema era reprimir el instinto carnal. Después del Concilio todo ha cambiado, empezando por una sociedad en la que el sexo lo invade todo y se airean sin tapujos los escándalos sexuales y matrimoniales, convertidos sin el menor pudor en mercancía de negocio. Las infidelidades matrimoniales y las prácticas sexuales se publican, se venden y se compran. El placer sexual se ha convertido en un ídolo y se minusvalora la castidad y el celibato. Las Hijas de la Caridad “tienen que afrontar esta circunstancia social que constantemente las bombardea desacreditando la opción tan importante del celibato en sus vidas” (Lecea).

El descrédito del celibato ha crecido también por una nueva concepción positiva que la Iglesia católica hace de la sexualidad y del matrimonio. Hasta el Concilio Vaticano II era tabú hablar de la sexualidad, a pesar de ser una dimensión que traspasa  todos los niveles de la existencia humana y se debe vivir con respeto y cariño. Si la Iglesia había proclamado que ante la virginidad el matrimonio desmerecía y, siguiendo a san Pablo, la virginidad era superior al matrimonio, modernamente se consideran ambos como vocaciones diferentes que llevan a Dios según la caridad desarrollada. Y sin detenerse en el amor que encierran estas dos formas de vida, se ha pasado al otro extremo, infravalorando la virginidad y el celibato, a pesar de que la exhortación Vida consagrada declara la excelencia objetiva de la castidad perfecta sobre el matrimonio por identificarse con la forma de vida que llevó Jesús y por su entrega sacrificada a implantar el Reino de los Cielos en la tierra. Sabiendo que la excelencia de cada persona se mide por el amor, ha llegado el tiempo de poner en su sitio tanto la sexualidad y el matrimonio como la virginidad y el celibato, en especial entre los jóvenes.

Las Constituciones, de acuerdo con los nuevos tiempos, exponen la concepción positiva de la castidad a las Hijas de la Caridad que no hacen simplemente voto de castidad, sino de castidad en el celibato. Le dan al voto el sentido de entregar a Dios el instinto del amor generativo y el sentido de la disponibilidad para servir a los pobres. Las Constituciones animan a las Hermanas a no tener miedo a la sexualidad, porque lo principal es el amor a Dios y a los pobres, que da sentido a su entrega. Por el Reino de los Cielos y por amor a los pobres se comprometen a vivir la castidad perfecta en el celibato. Es como dejar de existir para que vivan los pobres. Viven una castidad célibe no para dominar el instinto sexual o renunciar a los placeres sexuales -aunque tienen que hacerlo- sino para entregar su persona y su vida a Dios en los pobres (C 2. 6). El celibato las hace disponibles para servir en cualquier momento a cualquier pobre de cualquier lugar. Conducidas por el Espíritu Santo se desprenden del amor a unos hijos posibles para acoger a los pobres como hijos suyos, decía Luisa de Marillac (E 82).

Aunque el celibato de las Hijas de la Caridad sea un don y un carisma, aunque la sexualidad dependa de infinidad de factores sicológicos y sociales muy complejos, está en sus manos propiciar unos medios que las ayuden a conservar la sublimación: amar el servicio, las amistades, la vida de comunidad y la «vida de oración» que hace posible que el Espíritu de Jesús sea el motor en el celibato.

Comunidad, amigos y amigas

En la vida de las Hijas de la Caridad hay dos factores que juegan un papel fun­damental en conservar el celibato: la comunidad y la amistad con personas del mismo o de otro sexo. La comunidad nunca podrá sustituir a la pareja, a los hijos o a la familia, porque la comunidad no es una familia, la comunidad vicenciana es un grupo de amigas que se quieren. Pero sí puede prestar apoyo. La comunidad ofrece un espacio de amistad íntima donde se recibe y se da el amor y la afectividad sublimada, donde se comparte y se celebra la misma fe y favorece el descanso y la paz que supone convivir en amistad. En una comunidad así, la sexualidad y la afectividad encuentran reposo y serenidad para mantener la vocación de Hija de la Caridad.

La amistad dentro y fuera de la comunidad, es otro lugar de sublimación. Es un tesoro que no ha encontrado todavía el espacio que merece. Fue, sin embargo, una de las dimensiones que Jesús quiso favorecer en su rela­ción con los discípulos. «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 14,15). Amigos con los que compartió ale­grías y penas, en los que buscó solidaridad y compañía, a los que mandó participar en sus proyectos, a los que expresó decepciones e incluso indignación, con la dimensión esen­cial de dar la vida por ellos y sin la cual no cabe hablar de amistad. A la Hija de la Caridad la amistad le proporciona la posibilidad de canalizar su afectividad. Han tenido miedo a las «amista­des particulares» y muy poco a las «indiferencias particulares».

Es difícil saber amar y hay que aprender a amar y a dejarse amar. Si no lo aprende, la Hermana muere. La relación con el otro sexo aporta estabilidad personal a una Hija de la Caridad madura y prudente. El intercambio enri­quece, al participar de perspectivas y sensibilida­des distintas. Los años no tienen por qué eliminar las expresiones de afecto, de compasión, de caridad. El que dijo que el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas, añadió que debemos amar tambien al prójimo, sea mujer u hombre de carne y hueso, joven o de edad.

Es cierto que esas relacio­nes pueden deteriorar un proyecto celibatario, destruir la vida de comunidad y hasta llevar a abandonar la vocación. Es un riesgo que no se puede negar. Hay que resaltar las ventajas de este tipo de relación y también los peligros por falta de prudencia que forman parte de la aventura en el celibato. Conocer esos peligros más o menos camuflados constituye una tarea de las Hermanas, manteniendo la amistad a la luz del día y abierta a otras personas, sin exclusividad y sabiendo que dos personas de distinto sexo, si se relacionan con frecuencia, terminan enamorándose. Conviene huir de familiaridades, expresiones o posturas que reflejan falta de pudor, estando atentas a lo que dicen las compañeras de comunidad, el director espiritual o la gente para saber alejarse o renunciar a personas, momentos y a lugares concretos.

El talante de Jesús como hombre célibe y su modo de conducirse en las relaciones humanas son el modelo de la vocación al celibato. No tuvo reparos en mostrarse acompañado de mujeres que compartían el proyecto del Reino e iban con él «de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando la buena noticia» (Lc 8, 1-3). A veces, incluso, desconcertó, pues un maestro religioso que se preciara de serlo no se rebaja­ba a conversar con mujeres, como él lo hizo con la samaritana. Pero no dio pie para que quienes tanto le odiaban pudieran acusarle de nada en esta materia.

P. Benito Martínez, C.M.

Notas:

[1] Ver Carlos DOMINGUEZ MORANO, La aventura del celibato evangélico. Sublimación o represión. Narcisismo o alteridad, Frontera, Vitoria-Gasteiz 2000.

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