El Dios trinitario en los vicentinos

por | Jun 14, 2019 | Benito Martínez, Formación | 0 comentarios

Un solo Dios y tres personas distintas

San Vicente de Paúl decía a los misioneros: “Además de la obligación que tenemos como cristianos de honrar esta fiesta, como misioneros tenemos un motivo especial, ya que un papa, en las bulas de aprobación de la compañía, nos ha dado como patrono a la santísima Trinidad. Esto nos tiene que animar, en la medida de nuestras posibilidades, a celebrar con gran devoción esta fiesta y a acostumbrarnos a no dejar pasar ni una sola ocasión de enseñar este misterio… Algunos doctores sostienen que los que no sepan este misterio y el de la encarnación están en estado de condenación; incluso san Agustín y santo Tomás enseñan que el conocimiento de estos misterios es un medio de necesidad para la salvación”. “Sé muy bien que hay otros doctores que no son tan rigurosos y que defienden lo contrario, puesto que según dicen es muy duro ver que un pobre hombre que haya vivido bien se condene por no haberse encontrado con nadie que le enseñe esos misterios. (XI, 104 y 267).

Podría decirlo también hoy, porque en teoría admitimos un Dios en tres personas, pero en la práctica seguimos viviendo un solo Dios sin aplicar la riqueza de cada Persona divina a la vida diaria y sin conocer la misión de cada Persona en nuestra existencia, de tal manera que si un día imaginativamente eliminásemos la Trinidad, nuestro cristianismo quedaría casi inalterado. Vivimos el monoteísmo de los judíos en tiempo de Jesús. A Jesús le acusaron de querer destruir el Templo y el estado social al enfrentarse a la ética de los legistas y a la religión de los fariseos, pero, sobre todo, de blasfemo, porque predicaba un Dios Trino, que el monoteísmo judío no podía tolerar.

Cuando Jesús hablaba de un Padre misericordioso que ama tanto a los hombres que envía a su Hijo a la tierra para anunciarles la felicidad en el Reino de Dios guiados por el Espíritu Santo, declaraba que la Trinidad es el centro de la vida espiritual. La teología del Concilio Vaticano II muestra la Trinidad desde la economía de la salvación y presenta al Padre como el poseedor de todo el caudal, al Hijo encarnado, como quien lo gana para todos los hombres, y al Espíritu Santo como el que lo distribuye. Jesucristo, al recibirle en cada sacramento, nos da el Espíritu Santo que nos ilumina y fortalece para hacer el bien y evitar el mal. Dios es lo mismo que divinidad, la naturaleza divina que posee cada una de las tres Personas, y no existe separado de las tres Personas divinas. Jesús habla de un Padre misericordioso que ama tanto a los hombres que envía a su Hijo a la tierra para salvarlos, habla del Espíritu que el Padre y el Hijo envían para ayudarnos. Dios es como un árbol con tres ramas, sólo las ramas dan fruto.

Si antes se estudiaba lo que es la Trinidad y se pasaba luego a ver cómo se comunica al mundo, hoy se prefiere estudiar cómo se comunica al mundo y pasar luego a contemplar lo que es en sí misma. Es el método de san Agustín, estudiar las misiones salvíficas al mundo y considerar después que hay un “despliegue” en el interior de Dios, las procesiones divinas. Santa Luisa, agustiniana, lo vio cuando, analizando el amor que Dios tiene a los hombres, afirma que “es un acto exterior a él, igual, en cierto modo, al que produce en sí mismo engendrando a la Segunda persona de su divinidad” (E 88).

Cada Persona tiene una misión específica en nuestra santidad y salvación logradas por los sacramentos que realiza la Tercera Persona dentro de la Iglesia fundada por Cristo. Se trata de dar significado a nuestra fe en la vida social, familiar, en el paro, la droga o en el drama de la muerte, pues no es algo sólo para creer, sino también para que lo practique el hombre en su dimensión espiritual y corporal, social y eterna. Si faltara una de las tres Personas, ni la vida espiritual ni la salvación serían tal como son ahora. Y porque son como son, es necesario que haya tres Personas divinas.

Dios es un Padre “que está en el cielo”, la casa de la Trinidad. El cielo está donde está la Trinidad. El universo entero es la morada de la Trinidad. Y, si se tiene en cuenta que Jesús dice en la última Cena, que, si alguno le ama y guarda su Palabra, el Padre le amará y las tres Personas vendrán y harán morada en él (Jn 14, 23), el interior del hombre es un cielo. Y si no siente la felicidad, es que no siente al Espíritu Santo.  

El ser imagen de Dios supone que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están representados en las tres potencias del hombre, debiendo subordinarse la memoria[1] y el entendimiento a la voluntad conducida por el Espíritu Santo para que en el hombre no haya ningún desarreglo, como meditaba Santa Luisa: “Mi espíritu se ha detenido en esta verdad: que la Divinidad no podía ser honrada debidamente más que por su misma gloria, en toda la eternidad, y he visto que uno de los efectos del Espíritu Santo en Dios es la unión, y recordando el designio de Dios en la creación del hombre a su imagen y semejanza, he considerado en él sus tres excelentes facultades, de las que las dos están orientadas a la tercera que es la voluntad; y por esta semejanza me ha parecido que cada Persona de la Santísima Trinidad operaba en cada una de esas facultades, y que el Espíritu Santo por su poder unitivo confería a la voluntad la facilidad de unir perfectamente, de suerte que no exista en el alma ningún desarreglo, lo que la devolvería a la excelencia de su primitivo estado en la creación, participando de esa primera gloria que honra la gloria eterna de Dios, después de la abundante redención por el pecado. Y mi espíritu ha recordado el pensamiento que yo había tenido de que el designio de la Santísima Trinidad era que el Verbo se encarnase ya desde la creación del hombre, para hacerle llegar a la excelencia del ser que Dios quería darle por la unión eterna que quería tener con él, como el estado más admirable de sus operaciones exteriores” (E 98).

Vivimos de la fe en Dios Padre de los pobres  

El Padre está presente en las dificultades, aunque frecuentemente no lo experimentemos, porque suele estar en silencio, y este silencio nos desconcierta. Quisiéramos que Dios viniera visiblemente en auxilio de los pobres y que diera pruebas de su bondad y poder, que interviniera en la historia espectacularmente, si fuera necesario. Pero entonces habría desaparecido la fe, cuyo fundamento es este silencio aparente.

Creer en un Padre que vela y cuida de los hombres es confianza filial, aunque esta confianza no garantice la justicia, la solidaridad ni el amor en el caminar de la historia. La naturaleza humana tiene sufrimientos inherentes a su ser que nadie puede suprimir, hasta que su cuerpo no sea transformado en un cuerpo espiritual. Lo que garantiza el Padre es la presencia del Espíritu divino que ayuda y da esperanza. A veces sentimos vacío el sepulcro, pero con la sensación de resucitar como resucitó Jesús.

A través de la historia de la salvación, Dios, la divinidad, ha actuado en silencio hasta con el Hijo predilecto que se había encarnado en un hombre y que, cuando moría en la cruz, sintió que su divinidad dejaba sola a su humanidad hasta exclamar: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Pero la fe dice que este abandono y muerte del Hijo predilecto del Padre transformó la miseria de los hombres en salvación.

Los creyentes aceptan la prueba del silencio de Dios, porque la fe los convence de que el Padre de los cielos los ama y vela por todos, en especial por los pobres que enumeraba Sor Évelyne, Superiora General de las Hijas de la Caridad: Los hambrientos, parados, enfermos crónicos, las víctimas del sida y de adicciones diversas, los marginados, presos, los sin techo, los niños de la calle, jóvenes desorientados y mujeres humilladas; los inmigrantes forzados y sin papeles, los oprimidos, los sin derecho a nada. La fe lleva a los creyentes a confiar en su Padre Dios, pero también a completar el Padrenuestro, rezando danos hoy nuestro pan de cada día, como nosotros se los damos a los pobres. Durante una hambruna causada por una sequía san Vicente se lamentaba: “La Compañía no me preocupa tanto como los pobres. Nosotros nos libraremos yendo a pedir pan a otras casas nuestras, si ellas tienen, o a servir de Vicarios en las parroquias. Pero, en cuanto a los pobres, ¿qué harán? Y ¿podrán irse? Confieso que ellos son mi peso y mi dolor” (ABELLY, l. III, cap. XI, p. 631).

No se puede hablar de Dios Padre al margen de los hombres, hijos suyos. La paternidad de Dios supone que está en medio de los hombres, que es un Padre que los ama sin atender a sus méritos, a ricos y pobres por igual, y que ejerce la misericordia la compasión y el perdón. Cuando el pobre note la presencia de un Padre divino, se llenará de esperanza. Acaso su vida siga en la pobreza, pero sabe que el Padre del cielo está de su parte, que hay cristianos, entre ellos la Familia Vicenciana, que trabajan a su favor. Confiar en Dios Padre es trascendental para la Familia Vicenciana ante las enfermeda-des y la edad avanzada de muchos de sus miembros. A veces es lo único que puede ofrecer a los jóvenes. 

El Hijo encarnado hace de la comunidad su Cuerpo

Los discípulos de Jesús le escucharon en la Última Cena: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20s). La diversidad de Personas y el hacerse hombre la Segunda Persona rompen la unidad porque el Espíritu Santo es amor y el amor los une.

El Padre envió a su Hijo a la tierra para liberar a los hombres del pecado y de la muerte e introducirlos en la felicidad eterna. Esta liberación es la verdadera salvación y es gratuita. Pero, como Jesús inició la salvación de los hombres y no pudo terminarla, encargó a sus discípulos que la concluyeran por medio del amor, la solidaridad y la justicia. La Familia Vicenciana ha escuchado mucho sobre la salvación económica de los pobres y piensa que sacándolos de la pobreza ya los han salvado en la tierra. Sin embargo, existe otra opresión tan cruel como la económica, la opresión social de la que Jesús pide que también se les salve. El hombre dominado por engranajes informatizados y técnicas sofisticadas, día a día deviene más impersonal y no puede controlar una sociedad tan compleja y mecanizada como la actual.  

Jesús mandó vivir unidos en comunidad y san Pablo propone vivirla como el Cuerpo de Cristo cuya luz se refleja en el rostro de las personas, y manifiesta las ganas que tiene de ver a sus hermanos y contemplar su rostro. Los vicencianos descubren a diario el rostro de Jesucristo en los pobres y en los compañeros. San Vicente decía de las Hijas de la Caridad que están destinadas a representar el rostro de bondad de Jesucristo (IX, 915). ¡Qué vida humana y divina, llevarían si contemplaran en cada Hermana y en cada pobre no sólo la imagen de Jesús, sino su presencia! Y si no la contemplamos, las revisiones, evaluaciones y diálogos son campanas que tañen o bronce que suena. Es una frase dura la que emplea san Pablo, pero es una advertencia para que no hagamos de la convivencia un cuerpo sin alma, una fachada de piedra o una máscara rígida sin amor.

Jesucristo se hace visible por la fe en la Eucaristía, centro de la vida comunitaria. Cuando comulgamos, Jesucristo nos incorpora a su Humanidad y asume nuestros brazos como brazos suyos. Y si Cristo, a través de la Familia Vicenciana, continúa su misión, decían san Vicente, santa Luisa y el beato Ozanam, los demás ya no son extraños. Revestidos del espíritu de Cristo, respetarán a los pobres y a los compañeros, aunque a veces Cristo pueda quedar oculto y ellos indiferentes al dolor de los compañeros.

Si los pobres se sienten incapaces de lograr un bienestar, la Familia Vicenciana debe aportar su carisma. Las primeras Hijas de María Milagrosa, costureras en París, en unos años en los que se rechazaba el trabajo femenino en las empresas y el sindicalismo de mujeres era algo desconocido, se reunieron bajo la dirección de una Hija de la Caridad, Sor Milcent, formaron el primer sindicato femenino y lograron que en el ayuntamiento de Paris y en el gobierno francés hubiera en el departamento de asuntos sociales una joven de ese Sindicato. Fue duro, pero trabajaron en poner justicia en la sociedad laboral y dar fuerza al obrerismo femenino. Y Federico Ozanam incorporó a los seglares, hombres y mujeres, en el entramado caritativo y social de la Iglesia.  

El Espíritu Santo como impulsor de la misión

La vida espiritual de un vicentino consiste en vaciarse de su espíritu y revestirse del Espíritu de Jesucristo que le lleva a convertirse en Cristo, de tal manera que su oración, humildad, sencillez y compasión sean las mismas que tuvo Jesús. Tener conciencia de la presencia del Espíritu Santo en su interior le lleva a experimentar que es el Espíritu divino quien ilumina su mente para que valore la vida de manera distinta y le convence de que su vocación le pide un cambio radical hacia una vida propia de un vicentino. No es lo mismo que la mujer o el hombre que ayuda al pobre esté convencido que le guía el Espíritu Santo que ser una mujer o un hombre conducidos solo por ellos.

La conciencia de la presencia del Espíritu Santo se adquiere en la oración, en un diálogo personal con él, que se apodera de ti y te persuade de que formas un todo con él del que nunca te podrás separar, que estás cum­pliendo la misión que él te encomienda y no una tarea para los momentos que te agradan y del modo que deseas. ¡Cuántas noches pasó Jesús en oración con el Espíritu Santo!

Jesús a lo largo del evangelio nos va descubriendo quién es el Padre, quién es el Espíritu y quién es él mismo. La experiencia trinitaria de Jesús tiene su continuación en la comunidad cristiana a la que prometió el Espíritu Santo y, después de la ascensión, fue enviado por el Padre y el Hijo. Con él viene la Trinidad entera. De igual modo, los sacramentos de la Comunidad tienen una estructura trinitaria: El Padre envía su Espíritu que, a través del ministro, convierte la materia terrena y las palabras del ministro en acción real y activa de Jesucristo. Y Jesús, en cada sacramento nos da el Espíritu Santo para que nos guíe y nos fortalezca.

Santa Luisa llevaba continuamente a su vida la presencia de la Santísima Trinidad y animaba a las Hermanas a lograr la unión en comunidad a imitación de la Trinidad. En una oración contemplativa el Espíritu de Jesús la envolvió en el misterio trinitario: “¡Trinidad perfecta en poder, sabiduría y amor!, acababas la obra de la fundación de la Iglesia Santa a la que querías hacer Madre de todos los creyentes, y para ello la consolabas por las operaciones infinitas con las que confirmabas las verdades que el Verbo Encarnado le había enseñado; infundías en el cuerpo místico la unión de tus producciones, dándole el poder de obrar maravillas para hacer penetrar en las almas el testimonio verdadero que querías dieran del Hijo; operabas en ellas santidad de vida por los méritos del Verbo Encarnado, y el Espíritu Santo por su amor unitivo se le asociaba para que produjera los mismos efectos de su misión, dando a los hombres el testimonio de la verdad de su divinidad y de ser hombre perfecto, testimonio que debía servir a todos los hombres de gozo, emulación y desprendimiento efectivo de afecto, para que se formaran según sus acciones santas y divinas, lo que en nosotros produciría la resolución de vivir como hombres racionales. Esto es, me parece, lo que Nuestro Señor quería decir a sus Apóstoles cuando les anunciaba que después de la venida del Espíritu Santo, ellos darían testimonio de él “con sus acciones perfectas de verdaderos cristianos” (E 98).

P. Benito Martínez, C.M.

[1] Según san Agustín, a quien sigue santa Luisa. Para santo Tomás de Aquino, la memoria no es facultad. Para él las tres facultades del alma son: entendimiento agente, entendimiento paciente y la voluntad.

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