Carta de Adviento 2017 a la Familia Vicenciana, del P. Tomaž Mavrič, CM

por | Nov 28, 2017 | Anuncios, Cuaresma, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

En la carta de Adviento, el P. Tomaž Mavrič, CM, 24º sucesor de san Vicente, nos invita a reflexionar sobre la Eucaristía en la tradición vicenciana y, más en particular, desde la experiencia y espiritualidad de san Vicente de Paúl. Podéis leerla a continuación. Al final de la carta se ofrecen varios enlaces para descargarla en diversos idiomas.

Carta de Adviento

“El amor es inventivo hasta el infinito” y, en consecuencia, en la Eucaristía, se encuentra todo.

Roma, 28 de noviembre de 2017

A todos los miembros de la Familia vicenciana

Mis queridas hermanas y hermanos,

¡La gracia y la paz de Jesús estén siempre con nosotros!

En mi carta con ocasión de la fiesta de nuestro fundador el 27 de septiembre de 2016, les animé a reflexionar sobre san Vicente de Paúl como «místico de la Caridad». A partir de esta carta, hemos comenzado a reflexionar sobre lo que hace de san Vicente de Paúl un místico de la Caridad.

En la carta de Adviento para el año 2016, habíamos reflexionado sobre «la Encarnación» como uno de los pilares de la espiritualidad de san Vicente de Paúl. En la carta de Cuaresma de 2017, profundizamos en el segundo pilar de la espiritualidad de nuestro fundador, la «Santísima Trinidad». En la carta de Adviento de este año, meditaremos sobre el tercer pilar de la espiritualidad de san Vicente, «la Eucaristía».

En un pasaje sobre los fundamentos de nuestra espiritualidad en los que él evoca la Encarnación y la Santísima Trinidad, san Vicente afirma que, en la Eucaristía, se encuentra todo. Él escribe:

Y porque, para venerar perfectamente estos misterios [la Santísima Trinidad y la Encarnación], no puede darse medio más excelente que el debido culto y el buen uso de la Sagrada Eucaristía, ya la consideremos como sacramento, ya como sacrificio, teniendo en cuenta que contiene en sí como un compendio de los demás misterios de la fe, y que por sí misma santifica y finalmente glorifica las almas de los que celebran como es debido y de los que comulgan dignamente, y de esta manera se da mucha gloria a Dios trino y uno y al Verbo encarnado, por eso en ninguna cosa pondremos tanto empeño como en tributar a este sacramento y sacrificio el culto y honor debidos y en procurar que los demás le tributen el mismo honor y la misma reverencia, y esto procuraremos cumplirlo con el mayor esmero, en especial impidiendo, en cuanto esté de nuestra parte, que se cometa contra él la menor irreverencia, de palabra y obra, y enseñando con diligencia a los demás lo que deben creer acerca de este inefable misterio, y cómo deben venerar[1].

En la Eucaristía, encontramos y podemos reflexionar, meditar, contemplar, adorar y tener un encuentro personal en todas las etapas de la vida de Jesús desde la Encarnación:

  • Jesús en el seno de María
  • Jesús en el pesebre
  • Jesús, niño en Nazaret con sus padres, María y José
  • Jesús durante sus tres años de misión en los que anuncia la Buena Nueva
  • La pasión y la muerte de Jesús en la cruz
  • La resurrección de Jesús
  • La ascensión de Jesús
  • La Santísima Trinidad.

A esta intuición de que en la Eucaristía se encuentra todo, se añaden otras palabras proféticas e inspiradoras, procedentes de su experiencia de vida más profunda: «el amor es inventivo hasta el infinito». Es una de las frases más conocidas de Vicente, él utilizó estas palabras específicas en referencia a la Eucaristía, para tratar de explicar lo que es la Eucaristía, lo que produce la Eucaristía, lo que encontramos en la Eucaristía. La imaginación de Jesús encontró un medio concreto para estar siempre con nosotros, acompañarnos siempre y permanecer con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Su amor, inventivo hasta el infinito, no cesa de sorprendernos hoy, aquí y ahora.

Además, como el amor es infinitamente inventivo, tras haber subido al patíbulo infame de la cruz para conquistar las almas y los corazones de aquellos de quienes desea ser amado, por no hablar de otras innumerables estratagemas que utilizó para este efecto durante su estancia entre nosotros, previendo que su ausencia podía ocasionar algún olvido o enfriamiento en nuestros corazones, quiso salir al paso de este inconveniente instituyendo el augusto sacramento donde él se encuentra real y substancialmente como está en el cielo. Más aún, viendo que, rebajándose y anulándose más todavía que lo que había hecho en la encarnación, podría hacerse de algún modo más semejante a nosotros, o al menos hacernos más semejantes a él, hizo que ese venerable sacramento nos sirviera de alimento y de bebida, pretendiendo por este medio que en cada uno de los hombres se hiciera espiritualmente la misma unión y semejanza que se obtiene entre la naturaleza y la substancia. Como el amor lo puede y lo quiere todo, él lo quiso así; y por miedo a que los hombres, por no entender bien este inaudito misterio y estratagema amorosa, fueran negligentes en acercarse a este sacramento, los obligó a él con la pena de incurrir en su desgracia eterna: Nisi manducaveritis carnem Filii hominis, non habebitis vitam (Si no coméis la carne del Hijo del hombre, no tenéis vida en vosotros (cf. Juan 6,53)[2].

Así pues, si nosotros encontramos todo en la Eucaristía, es en ella donde Jesús nos habla aquí y ahora desde el seno de María. Él nos habla aquí y ahora desde el pesebre como recién nacido. Él nos habla aquí y ahora como un niño en Nazaret. Él nos habla aquí y ahora como Aquel que ha sido enviado por el Padre, que allí por donde pasaba, hacía el bien. Él nos habla aquí y ahora de su pasión y de su muerte en la cruz. Él nos habla aquí y ahora de su resurrección. Él nos habla aquí y ahora de su ascensión. Él nos habla aquí y ahora como una de las tres personas de la Trinidad. La realidad actual de todo ser humano desde la concepción hasta la muerte está siempre presente en el aquí y ahora de la Eucaristía, del mismo modo, el aquí y ahora de la Eucaristía está presente en el aquí y ahora de cada ser humano.

Cuando instituyó el santo Sacramento, dijo a sus apóstoles: Desiderio desideravi hoc pascha manducare vobiscum; que quiere decir: he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros. Pues bien, como el Hijo de Dios, que en la santa Eucaristía se da a sí mismo, lo deseó con un deseo tan ardiente, desiderio desideravi, ¿no es justo que el alma que desee recibir este soberano bien, lo desee con todo corazón? Lo que les dijo a sus apóstoles, estad seguras, hijas mías, que os lo dice también a cada una de vosotras. Por eso hay que procurar excitar vuestro deseo con algún buen pensamiento. Deseas venir a mí, Señor mío; ¿y quién soy yo? Pero yo, Dios mío, deseo con todo mi corazón ir a ti, porque eres mi soberano bien y mi fin último. El difunto señor obispo de Ginebra decía que celebraba siempre como si fuera la última vez, y comulgaba como si fuese en viático. Esta práctica es excelente, y os la aconsejo, mis queridas hijas, todo cuando puedo[3].

Queridas hermanas y hermanos, el tiempo del Adviento nos ofrece una magnífica ocasión para profundizar y fortalecer este tercer pilar de nuestra espiritualidad vicenciana, la Eucaristía, este «amor inventivo hasta el infinito», ¡este lugar en el que lo encontramos todo! Con este fin, les sugiero adoptar las siguientes prácticas para vivificar, renovar o profundizar el lugar de la Eucaristía en nuestra vida:

  • Antes de la celebración de la Santa Misa, dediquemos tiempo, en silencio, a prepararnos para acompañar a Jesús en su camino del calvario, de la cruz, de su muerte y de la resurrección.
  • Después de la celebración de la Santa Misa, dediquemos un tiempo, en silencio, a dar gracias a Jesús por tener la posibilidad de dar testimonio y de participar una y otra vez en su sacrificio, su muerte y su resurrección.
  • Dediquemos al menos media hora, una vez por semana, a la adoración ante el Santísimo Sacramento en comunidad, o participemos en la adoración en la parroquia o allí donde se propone la adoración del Santísimo Sacramento.
  • Cada vez que salgamos de casa para ir a alguna parte, detengámonos en la capilla de la Comunidad, o al pasar delante de una iglesia, entremos un momento para pedirle a Jesús en el tabernáculo que nos acompañe allí donde vamos, en el servicio que estamos llamados a prestar, en la tarea que quisiéramos realizar.
    después de haber adorado al Santísimo Sacramento y haberle ofrecido el trabajo que van a hacer, le pedirán la gracia de decirles a las pobres enfermas lo que él desea que se les diga de su parte para su salvación[4].
  • Cada vez que volvamos de alguna parte, detengámonos en la capilla de la Comunidad o en la iglesia para darle las gracias a Jesús por todas sus bendiciones.
    También se han de guardar otras costumbres laudables de la Congregación, por ejemplo: Inmediatamente antes de salir de casa, lo mismo que al volver a ella, ir a la iglesia para saludar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento[5].
  • Durante la jornada, hagamos una breve visita a Jesús en el sagrario para permitirnos renovar nuestra paz interior, para recogernos, para recibir un signo o una respuesta a las preguntas y a las dudas que en un momento dado están presentes en nuestra mente.
    …Cuando os digan alguna frase deshonesta que apenas se puede tolerar, no tenéis que responder, sino elevar el corazón a Dios para pedirle la gracia de sufrir aquello por su amor e ir delante del Santísimo Sacramento para contarle vuestras penas al Señor[6]

Le he pedido a nuestro cohermano, Emeric Amyot d’Inville, misionero en Madagascar, que comparta con nosotros una reflexión personal sobre la Eucaristía. Que sus pensamientos inspiren la propia contemplación de ustedes.

“San Vicente concedía una importancia muy especial a la Eucaristía, tanto en la vida espiritual de sus hijos e hijas espirituales como en la predicación misionera. Hoy debe mantener este lugar central para nosotros. Permítanme que comparta con ustedes algunos puntos que me parece que revisten una importancia particular para nuestra vida espiritual y nuestro apostolado hoy en día.

Esta primera reflexión se dirige especialmente a los sacerdotes. Quisiera poner de relieve un dato importante y a veces descuidado: cuando nosotros, ministros de la Eucaristía, celebramos la misa, somos uno con Cristo, debido a nuestro sacerdocio ministerial: Actuando en el nombre y en la persona de Cristo cabeza, entramos en el «yo» del único sumo sacerdote, Jesús. Nosotros le prestamos nuestra voz, nuestras manos y nuestro corazón, para que, diciendo en primera persona las palabras mismas de Jesús «Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre», éste realice el cambio del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre. Se produce así, para nosotros, sacerdotes, una intimidad más grande con Cristo que Él nos hace gustar cada día y por la que se da un sentido muy profundo a nuestra identidad sacerdotal.

Todos nosotros, sacerdotes, hermanos, hermanas y laicos vicencianos, por nuestro bautismo, somos «fieles de Cristo», citando la expresión del Concilio. También, en razón del sacerdocio común de los fieles, que nosotros compartimos, nos corresponde a todos sin distinción ofrecer al Padre nuestra vida y la de todos los que nos rodean en unión con la ofrenda eucarística de Cristo. Durante la misa, en el momento del ofertorio, o incluso durante la elevación, dediquemos un tiempo a unir nuestra vida y la del mundo y la de la Iglesia a la ofrenda de Jesús a su Padre para darle gloria y para recibir de Él gracias y bendiciones. Es así como nuestra misa se carga de una densidad humana especial que se ofrece a Dios, el Padre por Cristo.

Todos nosotros indistintamente, que somos fieles, recibimos la Comunión, culminación de la misa. Las palabras de Jesús en san Juan, «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56), deben alimentar y orientar nuestra acción de gracias después de la comunión para crear con ellas un momento de intimidad amorosa, en el silencio y el recogimiento, con Cristo, de quien Juan dijo, en su introducción al relato de la cena pascual: «Él, que había amado a los suyos que están en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1b). Cristo, que nos ha amado hasta el extremo, tanto en su pasión como en su Eucaristía, de la que ella es el memorial, espera nuestro amor en respuesta al suyo. Después de la comunión, es el momento de expresárselo en una oración silenciosa y ferviente. Nuestra comunión valdrá lo que vale nuestra acción de gracias.

Finalmente, después de la misma, lejos de decir «hasta la vista» a Jesús, al que dejaríamos en el silencio del tabernáculo, nosotros partimos con Él, « permaneciendo en Él y Él en nosotros », para vivir con Él y en Él nuestra jornada con sus encuentros, sus alegrías, sus penas y sus responsabilidades. Partimos con Él hacia aquellos con los que vivimos y que se nos han confiado. Nosotros, vicencianos, partimos para evangelizar a los pobres, servirles corporal y espiritualmente, anunciarles la palabra de la vida y estar al servicio de su promoción humana, «siguiendo a Cristo evangelizador de los pobres» y en unión con Él.

«El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5). Tal es el sentido de la Eucaristía y el secreto de la fecundidad espiritual de nuestra vida y de nuestro apostolado.”

Que la reflexión, la meditación, la contemplación, la adoración y el encuentro personal con Jesús en la Eucaristía y en el Santísimo Sacramento —el amor inventivo de Jesús hasta el infinito, allí donde lo encontramos todo— nos ayuden a preparar las próximas fiestas de Navidad así como la misión que estamos llamados a realizar a lo largo de toda nuestra vida.

Su hermano en san Vicente,

Tomaž Mavrič, cm
Superior general

Notas:

[1] Reglas comunes de la Congregación de la Misión, Capítulo X, artículo 3

[2] SVP XI/3, 65-66; Conferencia 21, Exhortación a un Hermano moribundo, 1645.

[3] SVP IX/1, 312; Conferencia 31, Sobre la Santa Comunión, el 18 de agosto de 1647.

[4] SVP X, 904; Documento 265, Sobre la preparación de los enfermos del hospital de París para la confesión general (1636).

[5] Reglas Comunes de la Congregación de la Misión, Capítulo X, artículo 20.

[6] SVP IX/2, 797; Conferencia 74, Sobre la aceptación del sufrimiento físico y moral (Reglas Comunes, art. 6), 23 de julio de 1656.

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