“… y Dios, ¿no les hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche?”

Sab 18, 14-16; 19, 6-9; Sal 104, 2-3.36-43; Lc 18, 1-8.

No te resignes, no te agaches, no te hagas cómplice, mostrándote complaciente con los injustos jueces. Algo así nos dice esta pobre viuda que pedía justicia, y a quien el juez no le hacía caso. Si no te escucha hoy, tú sigue y sigue hasta que, aunque sólo sea porque no le molestes más, termine revisando el legajo que, debajo de los otros, amarillea con tu petición de justicia. Y esta parábola nos la contaba Jesús para inculcarnos que es “preciso orar siempre sin desfallecer”. Jesús nos lo dijo y lo hizo y, con él, los mejores cristianos de todos los tiempos. San Vicente de Paúl nos recordaba: “…el alma que no se alimenta de la oración, o que raramente la hace, se hará tibia, lánguida, sin fuerzas ni entusiasmo, sin virtud alguna, fastidiosa para los demás e insoportable para sí misma”. Desde otros aires de converso reciente, Tullio de Piscopo, mejor batería italiano, nos dice hoy: “Al igual que la prevención médica ayuda a tener una mejor salud, la prevención de la oración espiritual diaria nos permite comprender lo que realmente vale la pena en la vida”.

Pero, con frecuencia, el injusto juez soy yo, a quien la gracia –como la pobre viuda– acude un día y otro por ver si le abro la ventana y la escucho o “le hago justicia”. Por eso le sigo pidiendo a Dios, en mi pobre oración, que no cese de acosarme, que no se canse, que sé que Dios hará justicia si no ceso de importunarle. Y la viuda o la gracia conseguirá ser atendida. Y la alegría llenará mi casa.

Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm