“Cuando José y María entraban con Jesús en el Templo… Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ya puedes dejar ir en paz a tu siervo, porque mis ojos han visto a tu Salvador”
1 Jn 2, 3-11; Sal 95, 1-6; Lc 2, 22-35.
Purificación de María, presentación del Niño, todo de acuerdo a lo prescrito. Este Niño y estos padres no se hacen las normas según sus conveniencias, las cumplen. También es la manera de su amorosa obediencia al Señor. Su libertad de espíritu, no se la toman como pretexto para el egoísmo personal (Gál 5, 13).
El anciano Simeón –como después la ochentaañera Ana– son los que reconocen en el Niño al Salvador. Entre tantos como habría en el Templo, son estos, los pobres, quienes lo reconocen. Es la ancianidad abierta a la esperanza, la que no piensa que todo es viejo bajo el sol, siguen creyendo que lo nuevo es posible. Normalmente se habla de la “juventud de espíritu” cuando ya no se pueden subir las escaleras de dos en dos. Pero ésta es la auténtica juventud: tener en brazos a este Niño que Simón abraza. Él es siempre la novedad más nueva, nuestro futuro, la revelación de lo que podemos llegar a ser.
Y, desde su experiencia, Simeón puede decirnos: “lo han visto mis ojos”, no me lo han contado; he encontrado al Salvador; sé que es “luz que alumbra a todos” y es nuestra “gloria”.
¡Como Simeón en sus brazos, haz, Señor, que yo te tenga en mis deseos y en mis obras!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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