El Superior General de la Compañía de las Hijas de la Caridad

por | Abr 30, 2016 | Formación, Hijas de la Caridad | 0 comentarios

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por: Benito Martínez, C.M.

A Luisa de Marillac le preocu­paba que toda la Compañía estuviera en el aire. Mientras no estuviera reconocida oficial­mente por la Iglesia y el gobierno civil, toda la labor realizada y las mismas estructuras po­drían desaparecer en un instante. Luisa vivía dentro de la Compañía y para ella. Los po­bres necesitaban una Compañía firme y segura que sólo la podía dar la erección oficial. La Compañía no podía depender del número de miembros ni tambalearse por el abando­no de algunas Hermanas. Son ideas que Luisa repite hasta lo incansable.

Hacia septiembre de 1645 los dos fundadores pensaron que, sin peligro de confundir­las con las religiosas, podían pedir al arzobispo de París que erigiese a las Hijas de la Ca­ridad en “cofradía distinta de la cofradía de la Caridad”, con personalidad jurídica y auto­nomía propias. Vicente de Paúl se lo explicó a las Hermanas: “Hasta el presente no habéis sido un cuerpo separado del cuerpo de las señoras de la cofradía de la Caridad; y ahora, hijas mías, Dios quiere que seáis un cuerpo particular, que sin estar separado no obs­tante del de las damas, no deje de tener sus ejercicios y funciones particulares”[1].

San Vicente redactó una petición y se la envió a santa Luisa para que le diera su opinión. Luisa se espantó al leer que la Compañía quedaba bajo la autoridad del arzobispo de París y sa­lía de las manos del fundador. Anotó varias sugerencias a puntos sin mayor trascenden­cia (E 49) -que Vicente recogió en la redacción definitiva-, pero el asunto más grave, la de­pendencia del arzobispo no pudo terminar de anotarlo; la cosa era muy seria y había que discutirlo detenidamente, con calma. El desacuerdo entre los dos santos tenía sus razones. Vicente de Paúl tenía la doble preocupación de que, por un lado, la Compañía no fuera suprimida, examinando cada movimiento y sus consecuencias civiles y eclesiales, y por otro, obtener su aprobación civil y religiosa. Sabía que por el canon 13 del Concilio IV de Letrán (1215) ninguna congregación masculina podía asumir la dirección de otra femenina sin la autorización de la Santa Sede. Y veía imposible obtener esa autorización si no eran religiosas con clausura. Desde Trento estaba prohibido en la Iglesia instituir nuevas congregaciones religiosas; los obispos, sin embargo, tenían poder para aprobar asociaciones y cofradías piadosas o caritativas de seglares. San Vicente veía aquí el único camino para la aprobación de la Compañía. Y aprovechando esta puerta acudió al Arzobispo de Paris (SL. c. 171). Veía difícil que el arzobispo aprobara la Compañía si dependía de un sa­cerdote, aunque éste fuera el señor Vicente; mientras que dependiendo del arzobispo, ob­tendría más fácilmente la aprobación. La dependencia del arzobispo favorecía, además, la naturaleza de cofradía en oposición a institución religiosa. Vicente de Paúl sentía también la oposi­ción dentro de su misma congregación de misioneros Paúles para asumir la dirección de una compañía femeni­na[2]. Por estos motivos, deseaba que la Compañía dependiera del arzobispo en el apostolado y en su vida interna, es decir, con autoridad de jurisdicción y doméstica, en cuanto cristianas e Hijas de la Caridad.

Luisa de Marillac se opuso rotundamente, aunque con suavidad y delicadeza femeninas. A Luisa no le importaban estos motivos. Realis­ta y observadora, se fijaba más en la situación social de unas mujeres sin cultura social ni religiosa y en el desamparo en que se encontraban en la Iglesia las instituciones femeninas que no estaban bajo la tutela de una institución masculina. Conocía a todas sus hijas hasta en su sicología y modales, y sabía que, en su penosa misión, aquellas sencillas aldeanas necesitaban de unos sacerdotes bien pre­parados. Temía además, que las Hijas de la Caridad fueran rechazadas en otras diócesis, si quedaban bajo la autoridad del arzobispo de París, y si dependían de los obispos, cada uno las dirigiría a su gusto, dividiendo la Compañía en tantas otras como los obispos quisieran. Por otra parte, los padres paúles tenían el mismo fundador, los mismos fines e idénticos el carisma y el espíritu, al tiempo que la Congregación de la Misión gozaba de un prestigio y una aceptación admirables debido a la categoría de su fundador y de muchos de sus miembros que habían pasado del clero secular. Qué mejor, entonces, que poner la Compañía bajo la tutela y dirección de su superior general y, si llegara el caso, de la misma Congregación de la Misión. Para Luisa, la conclusión era sencilla: suprimir la Compañía si no dependía totalmente del Superior General de la Congregación de la Misión[3].

Para favorecer sus ideas, Luisa procuró que hubiera unas relaciones estrechas entre la Congregación y la Compañía, favorecidas por el hecho de haber hermanos y familiares entre los miembros de las dos instituciones y por haber entrado en la Compañía muchas jóvenes animadas por los misioneros.

Vicente de Paúl lo estuvo madurando durante un año. Conocía a Luisa y sabía que acep­taría lo que él decidiera, pero sabía también que era inteligente e intuitiva y temía cometer un error irreparable. Mejor sería esperar a que se manifestara más claramente la voluntad de Dios.

Aprobación fallida de la Compañía

En el otoño de 1646, Vicente de Paúl se decidió a enviar la petición al arzo­bispo (II, c. 810). Le pedía que erigiese la “cofradía de la Caridad de sirvientas de los pobres enfer­mos de las parroquias” en cofradía independiente de las Damas de la Caridad. El arzobispo coadjutor de París, Juan Francisco Pablo de Gondi la aprobó el 20 de noviembre de1646. El rey niño, Luis XIV, dio su aprobación y entregó las Cartas Patentes al Procurador General, Blas Méliand, para que las registrara en el Parlamento de París[4]; sin este requisito, no tenía valor civil la aprobación del arzobispo ni la del rey.

La cláusula tan temida estaba expresada con claridad: La Compañía estará “perpetuamente bajo la autoridad y dependencia del citado señor arzobispo y de sus sucesores”, matizada ciertamente con otra frase ambigua: confiaba y encargaba al “querido y apreciado Vicente de Paúl… el gobierno y la dirección de esa sociedad y cofradía, “mientras Dios quiera conservarle la vida”, pero después de su muerte ¿qué suce­dería? Una incógnita angustiosa envolvía el futuro y acaso la existencia de la Compañía. Por eso, con toda la veneración y con to­da la sumisión que profesaba a su padre y superior, pero también con toda claridad, an­te el peligro que adivinaba, le escribió pocos días después de la aprobación: “Este término tan absoluto de dependencia de Monseñor ¿no nos puede dañar en el futuro, al dar libertad para sacarnos de la dirección del superior general de la Misión? ¿No es necesario, señor, que por esta aprobación, su caridad se nos dé por director perpetuo?… En nombre de Dios, señor, no permita que suceda nada que pueda sacar, ni siquiera un día, la Compañía de la dirección que Dios le ha dado; porque esté usted seguro que ya no sería lo que es, y los pobres enfermos ya no se­rían socorridos, y así, creo que ya no se cumpliría la voluntad de Dios en nosotros” (c. 346).

Esta carta provocó un interrogante en Vicente de Paúl y le llevó a retardar seis meses comunicar a las Hermanas que ya estaban aprobadas por el arzobispo de París. ¿O es que espera­ba a que los documentos fueran registrados en el Parlamento? No se sabe, pero guardó la aprobación y la mantuvo en secreto. Luisa, sin embargo, no quedó satisfecha con el silencio. Había que anular todo lo hecho.

Tiempo más tarde —no se puede precisar cuándo— alguien pretendió acudir a la reina Ana de Austria para que pidiera a la Santa Sede que nombrara “como directores per­petuos… a dicho superior general de la Congregación de la Misión y a sus sucesores en el mismo cargo” (SV. X, 708). No se conoce la respuesta ni si la petición fue cursada, pues la copia que conservamos no es más que un borrador que ni siquiera llegó a manos de la reina. Tam­poco se sabe quién fue ese alguien. ¿Una Dama de la Caridad, un misionero paúl, Luisa de Marillac, un secretario de la corte, un falsificador?

Vicente de Paúl se sentía obligado a anunciar que la Compañía estaba aproba­da y ya era algo distinto de las Caridades, con una vida diferente y una entrega más radical. Simultáneamente, se aprobaron las Reglas de las Hijas de la Caridad y urgía decírselo a las Hermanas. El momento elegido fue la conferencia del 30 de mayo de 1647. El eje de la conferencia no es la aprobación de la Compañía, sino la observancia de las Re­glas. Ciertamente, leyó los documentos, pero no se detuvo a explicarlos. Sí lo hizo ex­presamente en la aprobación de las Reglas, explicando el nombre de sirvientas de los po­bres, el artículo que habla del trabajo, el que se refiere a la castidad y sobre el silencio. La aprobación de la Compañía le sirvió como motivo para guardar las Reglas.

A finales de 1647, todavía Luisa, con la terquedad que da Dios cuando quiere algo, insistió con una idea plagiada a San Agustín (c.228): “Señor: me ha parecido que Dios ha puesto mi alma en una gran paz y senci­llez en la oración, muy imperfecta por parte mía, que he hecho acerca de la nece­sidad que tiene la Compañía de las Hijas de la Caridad de estar siempre, sin inte­rrupción, bajo la dirección que la divina Providencia le ha dado, tanto en lo espi­ritual como en lo temporal; y en ella, he visto que creo sería más ventajoso para su gloria que la Compañía llegara a desaparecer por completo que estar bajo otra di­rección, ya que esto parece que sería contrario a la voluntad de Dios. Las pruebas son que hay motivos para creer que Dios, para el perfeccionamiento de las obras que su bondad quiere llevar a cabo, inspira y manifiesta en los comienzos [de la obra] su voluntad de dar a conocer sus designios, y usted sabe, señor, que en los comienzos de ésta se dispuso que los bienes temporales de dicha Compañía, si lle­gara a desaparecer por malversación, revertirían a la Misión para que fueran em­pleados en la instrucción del pobre pueblo de los campos. Espero que si su caridad ha escuchado de nuestro Señor lo que me parece ha­berle dicho a usted en la persona de San Pedro, que sobre ella quería edificar esta Compañía, perseverará en el servicio que ella le pide para instrucción de los pe­queños y alivio de los enfermos. Luisa de Marillac”

Aprobación definitiva de la Compañía

Luego, por unos años, parece como si todo hubiera pasado al olvido. Sin embargo los dos fundadores tenían presente que la Compañía seguía sin estar aprobada civilmente, porque el Parlamento no había registrado las Cartas patentes del Rey; sin este requisito nada tenía valor civil. Pero el Parlamento no las había registrado porque el Procurador General del Parlamento no se las había presentado con la anotación de requiero o consiento que se registren. El Procurador General, Blas Méliard, no veía a salvo los intereses del Estado si la Compañía quedaba aprobada, porque si las Hijas de la Caridad eran religiosas enclaustradas, no tenían rentas para sobrevivir y serían un peso para la sociedad, y si eran seculares, eran una novedad de tal calibre que él nunca había visto cosa igual. Luego llegó la Fronda y, a los pocos meses, murió el señor Méliard. Nicolás Bouquet compró el cargo de Procurador General. Cuando acudieron a él, no pudieron encontrar las cartas patentes, habían desaparecido[5]. Había que empezar de nuevo todo el proceso. Y se comenzó a finales de 1654[6].

Una circunstancia política favoreció los sueños de santa Luisa. El Cardenal de Retz y arzobispo de Paris, Juan Francisco Pablo de Gondi, se había fugado de la prisión de Nantes y había llegado a Roma. La Santa Sede pidió a los PP. Paúles que lo acogieran en su casa de Roma y ellos obedecieron. La Corte de Paris bramó y mandó que todos los paúles franceses en Roma regresaran a Francia y estos obedecieron, pero días antes Vicente de Paúl había presentado al Arzobispo la documentación necesaria para que aprobara por segunda vez la Compañía y sus Reglas con una modificación substancial. El Cardenal de Retz, agradecido a san Vicente por haberle acogido en una de sus casas, la aprobó. La Compañía por ser una simple cofradía de mujeres quedaba bajo la autoridad del Arzobispo de Paris, pero esta vez, el arzobispo, confiaba y encomendaba a Vicente de Paúl “el gobierno y dirección de dicha sociedad y cofradía, mientras él viva, y después de su muerte a sus sucesores en el cargo de superiores generales de la misión” (18 de enero de 1655)[7].  El 8 de agosto de 1655 se erigió oficialmente la Compañía de las Hijas de la Caridad con más de 150 Hermanas (SV. X, 714s.). El 16 de diciembre de 1658 el Parlamento de Paris registró, dando valor civil, las Cartas Patentes que en noviembre de 1657 había firmado Luis XIV aprobando la Compañía en Francia y en todos los países que dependían de él (SV. X, 230s).

Una mujer Superiora General

Luisa de Marillac demostró que era una mujer competente y estaba capacitada para ser la fundadora de las Hijas de la Caridad y para formar a las jóvenes que entraban en la nueva Cofradía. Es decir, que era la mujer idónea para ser la Superiora General de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Pero inmediatamente nos viene una duda: ¿Cómo se compagina que una mujer sea Superiora General con la marginación de la mujer en la sociedad y en la Iglesia de Francia en el siglo XVII?

No hay contradicción, porque históricamente ser Superiora General en aquella época no era lo mismo que serlo en la actualidad. Desde la Edad Media el control de los monasterios y conventos femeninos, generalmente llamados “Ordenes segundas”, estaba a cargo de los priores de las órdenes masculinas o “primeras Ordenes” de las que dependían en las funciones sacerdotales, en algunas situaciones económicas y hasta de cierta autoridad según las Reglas. El obispo estaba en la escala superior de la jerarquía. Así aparece en los pasos que dio santa Teresa de Jesús para la reforma carmelitana o en la autorización requerida del Provincial o del Superior General de los dominicos, carmelitas y franciscanos para fundar conventos femeninos.

Luisa de Marillac, educada con las dominicas, sabía muy bien esta doctrina. Y así, el ingreso en el convento de las capuchinas se lo pidió al provincial de los capuchinos, Honorato de Champigny, y éste fue quien la rechazó[8].

Las capuchinas eran una rama de las clarisas a las que en 1538 Paulo III les había dado la Regla de santa Clara y las ponía bajo la dirección espiritual de los capuchinos. Luisa tenía 21 años cuando pidió el ingreso, pero había tratado a las capuchinas desde los 16 años, y seguramente había convivido con ellas para poder ser admitida; tenía que conocer, pues, algo de las Reglas de santa Clara donde aparece la promesa de obediencia que hicieron las clarisas a san Francisco de Asís y a sus sucesores. Dice Clara en su Regla: “Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia… Y así como yo siempre he sido solícita, junto con mis hermanas,… así también las abadesas que me sucedan en el oficio y todas las hermanas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta el fin” (RCl 6,1.10-11). ¿No es parecido lo que añadió santa Luisa de su puño y letra en la fórmula de los votos que conservamos: Hago voto “de obediencia al Venerable General de los Sacerdotes de la Misión”? (E 63).

Y san Francisco lo asume, aclarando en las mismas Reglas: “Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos”[9]. Y san Vicente, que conocía bien la dependencia de las hijas de santa Clara a los franciscanos, como lo manifiesta en una de las cartas que envió al Cardenal Antonio Barberini, después de haber consultado y estudiado las Reglas y la vida que llevaban las clarisas (IV, 464-472), le escribió algo muy parecido al P. Cuissot, un superior de los paúles: “Es su obligación, como superior de los misioneros, tener de esas hermanas [Hijas de la Caridad] el mismo cuidado que tiene de los seminaristas y que los que las instruyen, confiesan y dirigen, lo hagan según sus consejos y no independientemente de él” (VIII, 220).

Influía también en santa Luisa la vivencia que experimentó en su juventud y la inseguridad interior que le creó la insigni­ficante valoración de las mujeres sin título ni fortuna en la sociedad y en la Iglesia de en­tonces. Las mujeres de la Compañía, sin cultura, con una religión popular y de origen hu­milde, eran mujeres indefensas sin categoría. Para ejercer eficazmente su misión, nece­sitaban estar integradas en una congregación masculina de prestigio, como era la Con­gregación de la Misión en vida de san Vicente.

Con esta mentalidad, no sorprende que en el reglamento de las Hijas de la Caridad enviadas a Le Mans escriba: “prestarán obediencia al Superior de la Misión”; tampoco desconcierta que en una carta a Sor Carlota de Richelieu le encargue: «dé mis más humildes y res­petuosos saludos a su señor superior». Y cuando se ausentó para hacer la fundación en el hospital de Nantes, ordenó a las consejeras que en las cosas importantes, cuando no pudiesen recibir órdenes del señor Vicente, las pidiesen al P. Lamberto, estando ausente el P. Portail (E 50, c. 711).

Si era posible para las religiosas lo era para la Compañía

Si Luisa tenía esta mentalidad era porque lo consideraba posible, y lo consideraba posible porque lo había presenciado y casi vivido. Cuando salió de Poissy era, para aquel siglo, una jovencita casadera de doce años, y es fácil que viera a los dominicos dirigir a las monjas del convento y hasta que la dominicas se lo explicaran a las internas. Cuando quiso ser capuchina le dijeron que la admisión la tenía que hacer el Provincial de los capuchinos. Cuando cayó enfermo su marido, abandonaron el palacio de los Attichy y fueron a vivir junto a las carmelitas descalzas que quince años antes habían llegado a Francia desde España con la autorización del P. General de los carmelitas. Y a estas carmelitas la Santa Sede les había dado como Superior al P. Bérulle alternando con Andrés Duval y Jacobo Gallemant. Y hasta presenciaría la lucha que mantuvo Bérulle para continuar siendo él el superior y no se sometieran a la dirección de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a Flandes[10]. Si esto era posible para las religiosas, ¿por qué no podía serlo para una Compañía secular? Ella era hija de su tiempo, mujer en medio de las mujeres y rodeada de acontecimientos que marcaban su misión y su destino como si fuesen la Palabra de Dios.

Benito Martínez, C. M.

[1] SV. Conf. del 30 de mayo de 1647

[2] SV. VIII, 220, 225-227; XI, 392-393.

[3] SV. II, 467-470; SL. c. 133, 181.

[4] SV. III, c. 900; X, n° 222, 223.

[5] Se ha querido ver una intriga en la desaparición de las cartas patentes del rey, como si fuera una maniobra de santa Luisa, bien directamente bien a través de la reina o de alguna Dama de la Caridad. Hay que rechazarlo. Repugna contra la santidad y la personalidad de Luisa que engañara descaradamente a San Vicen­te y hasta le mintiera, diciéndole que nada sabía de la documentación cuando estaba tramando anularla (c.394). Semejante postura se opone al cariño y al respeto que tenía a su director y superior.

Segundo, que fuera la reina o Mazarino no es imposible, pero es poco probable. La única probabilidad vendría de una venganza de la Corte contra San Vicente —considerado estos años como enemigo— para que su Compañía no tuviera personalidad civil. Ciertamente, Méliand y Fouquet eran partidarios de Mazarino, pero en­tre asuntos tremendamente importantes para el futuro de la monarquía y de Mazarino es poco probable que se detuviera en esta bagatela. Todos los indicios señalan lo contrario: la reina pide Hijas de la Caridad para sus lu­gares y más tarde para los hospitales militares.

Tercero, tampoco parece probable que Luisa interviniera indirectamente a través de la señora Fouquet, Dama de la Caridad y madre del nuevo Procurador General. Luisa preferiría aceptar la situación a oponerse solapadamente a su superior y director. Supuesto que la señora Fouquet interviniera por propia iniciativa, considero peligroso que su hijo accediera a romper un documento real que ya pertenecía al Parlamento, enemigo rotundo de Mazarino, y que él, como Procurador General, podía impedir que se registrara. Es más probable que se perdieran por las revueltas de la Fronda y la muerte de Méliand.

[6] SV. IV, c. 1652; V, c. 1798.

[7] SV. V, c. 1914, 1915, 1931; VI, c. 2183; X, nº 226; Conf. De 4 de abril de 1655; SL. D. 613, 614.

[8] GOBILLON p. 8-9; SL. D 803.

[9] RCl 6,2-4; Bullarium Franciscanum I, 243

[10] Ved Julen URKIZA, Comienzos del Carmelo Teresiano francés. Búsqueda de candidatas (1604), Monte Carmelo, Burgos, 2004.

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