Cuaresma: una llamada a la conversión

por | Feb 19, 2016 | Cuaresma, Reflexiones | 0 comentarios

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«Mas ahora todavía —oráculo de Yahveh— volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos, con lamentos. Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia.» (Joel 2, 12).

A modo de introducción

Llegamos al santo y fecundo tiempo de Cuaresma: cuarenta días de camino hacia la celebración de la Pascua de Jesús de Nazaret. Tiempo de escucha de la palabra de Dios, tiempo de acoger la llamada a la conversión, tiempo de oración, ayuno y solidaridad. Es cierto que, a lo largo del año, también estamos llamados a esto, pero en la Cuaresma esta llamada se nos aparece con más fuerza. Nuestra reflexión para iniciar este tiempo favorable quiere llamar la atención sobre esta llamada a la conversión.

¿Qué significa conversión? ¿Por que necesitamos convertirnos? ¿Por qué nos resulta tan difícil cambiar de vida? ¿Estamos dispuestos a recorrer el camino de la Cuaresma, o vamos a posponer una vez más nuestra conversión? A la luz de la profecía de Joel, en el versículo mencionado anteriormente, así como en las palabras de Jesús en Mateo 6, 1-6.16-18, vamos a escuchar lo que el Espíritu está revelando en este momento difícil de nuestra historia.

Volverse a Dios, rasgando el corazón

Como todos los profetas, Joel usa un lenguaje adecuado para invitar a la gente a cambiar de vida: «…volved a mí de todo corazón…». Tenemos que dar nuestro corazón a Dios, nuestro buen Padre. Sólo él es capaz de liberar nuestro corazón de nuestros apegos, de todo lo que tiende a esclavizarnos. Hay muchas personas que están con el corazón preso, atado a los bienes materiales y las ilusiones de la vida. ¿Cómo puede Dios habitar en ese corazón? La presencia de Dios rompe las prisiones, liberando de las ilusiones; pero este Dios pide permiso para entrar. Él no invade el corazón de nadie. Se pide ser aceptado. Su voluntad es amar a la persona, habitando en su corazón.

Aquí hay una oración que cada cristiano debería hacer: ¡Oh Dios, mi amado Señor, rasga mi corazón delante de Ti! Me siento atribulado, cercado por los lobos ferozes de esta vida. Ya no quiero vivir sin Ti. Eres la razón por la que vivo. Así que te pido, en el nombre de Jesús, que vengas a morar en mi corazón. Quiero sentir tu presencia. Tú eres mi seguridad, la fuerza que me hace vivir. Ven, con Jesús y tu Espíritu, a habitar en mi pobre corazón. Y, habiando en él, libérame del poder de las tinieblas con tu luz. Que, habitado por ti, pueda ser testigo de tu verdad en este mundo, lleno de mujeres y hombres sedientos de Ti. Guárdame, oh Trinidad, con Tu presencia en mí. ¡Amén! »

Él es amable y compasivo, siempre inclinado a perdonar

¿Quién puede conocer y experimentar la misericordia de Dios? ¿Quiénes saben y sienten realmente su perdón? Sin duda, los que abren sus corazones para que Él pueda hacer su morada. Dios no es una idea, no es una mera abstracción. Es el amor que quiere permanecer en nosotros. Este es su deseo, su voluntad: Permanecer en sus hijos e hijas, habitando en sus corazones. Este es un gran misterio. Acogiendo al Padre, al Hijo y al Espíritu, la persona conocerá el misterio divino, revelado en su amor. No se conoce a Dios en las escuelas de teología, sino acogiéndolo en nuestros corazones. Es una experiencia profundamente amorosa y transformadora. Dios transforma a quien lo acoge. Él transforma desde dentro. Si acogerlo, no es posible conocer el poder transformador de su misericordia y su amor.

Dios no es el Señor de los ejércitos, el gran vengador de su pueblo, quien vigila para ver quien peca y darle su castigo. Esta es una falsa imagen de Dios. Tampoco podemos creer que Él acoge a unos y desprecia a otros, acordándose de algunos y dejando a los demás. No. Esto es una mentira. De hecho, toda la humanidad forma la gran familia de Dios. Todos son bienvenidos, amándolos sin límites. Él no hace acepción de personas, pero se fija especialmente en los que sufren y los que invocan, sinceramente, su nombre. Él no mira nuestras faltas. Ciertamente, los reprueba, pero no los utiliza como razón para castigarnos. El Dios y Padre de Jesús no es un Dios castigador, sino un Padre amoroso, que no puede hacer nada más que amar, infinitamente. Su amor llega a todos, en la libertad y para la libertad. Así que no tenemos que tener miedo de Dios. En él no hay maldad porque su esencia es el amor. Dios es amor y sólo responde con amor. Para conocer todo esto, sólo hay un camino: El camino de la aceptación. Sin acogerlo en el corazón, es imposible experimentar su amor.

Dejarse amar por Dios para amar generosamente, a los demás

Los que confiesan la fe en Jesús no pueden vivir como si Dios no existiera. Es esta una contradicción inaceptable. Nuestras liturgias deben celebrar nuestro testimonio delante de los hombres y las mujeres. Sin este testimonio de vida y de libertad, de amor y misericordia, nuestras liturgias no llegan a los oídos de Dios. Los profetas son unánimes en decir que Dios no escucha las oraciones y alabanzas de un pueblo que se niega a hacer su voluntad. Es cierto que somos un pueblo marcado por la debilidad y el pecado, pero en medio de la debilidad y el pecado estamos llamados a hacer la voluntad de Dios. Ahí es donde su misericordia y fuerza se manifiesta. Nuestra debilidad no nos aleja de Dios, porque Él sabe de qué pasta estamos hechos. Con su Espíritu, Él viene en ayuda de nuestra debilidad. Incluso en el pecado, ¡Dios nos alcanza! Es en el pecado donde reconocemos la grandeza de la misericordia divina, que nos alza del suelo y nos da la dignidad de hijos e hijas de Dios.

Cuando el amor de Dios nos llena, porque Él está en nosotros, entonces nos convertimos en personas verdaderamente humanas. El amor de Dios nos devuelve lo que es más profundamente humano y divino en nosotros: la capacidad de amar. Cuando Dios permanece en nosotros, con su amor y ternura, inmediatamente sentimos la necesidad de abrirnos a los demás, amándolos sin distinción y sin imponer límites. El amor de Dios en nosotros nos da la gracia de quedar libres de la tentación del egoísmo, de nuestra desafortunada tendencia a transformar a las personas en objetos de satisfacción de nuestros insignificantes deseos. Libres del egoísmo, somos capaces de amar. A partir de ahí va surgiendo una nueva humanidad, llamada por Jesús, el Reino de Dios. El amor al prójimo es una prueba de que en nosotros está el amor a Dios, porque cuando negamos el amor al prójimo y decimos que amamos a Dios, la verdad no está en nosotros. Jesús fue claro en el mensaje que nos dejó como Buena Nueva: El amor de Dios implica necesariamente el amor al prójimo.

Por una iglesia humilde y misericordiosa

La Iglesia predica al mundo el amor de Dios: esta es, de hecho, su misión. En este tiempo de Cuaresma, como Iglesia que somos, una pregunta puede ayudarnos en nuestra meditación y y camino de conversión: ¿Vivimos en nuestras comunidades, de hecho, la humildad y la misericordia de Dios? Desafortunadamente, no podemos ocultar el hecho de que hay mucha rivalidad entre los cristianos. Todavía hay mucha falta de humildad y piedad en las comunidades cristianas. Dentro de estas, muchas personas todavía juzgan y condenan a los demás. Muchos otros permanecen humillados y expuestos, a causa de sus pecados. Tanto dentro como fuera de nuestras iglesias, vemos, vergonzosamente, intolerancia religiosa, prejuicios y racismo. Hay mucho orgullo y arrogancia en la forma de tratar a los demás. Muchos «creyentes» continúan con la vieja y vergonzosa manía de creerse mejores y más santos que los demás, se atreven a señalarlos con el dedo, a juzgarlos y condenarlos. Todas estas cosas avergüenzan al Cristianismo, al ser un anti-testimonio que hay que superar con la práctica de la humildad y la misericordia. Quien no es humilde no puede ser misericordiosos, porque la misericordia y la humildad van de la mano: la primera es como el fundamento de la segunda.

A modo de conclusión

El mundo está gravemente enfermo por la ausencia del amor y la misericordia. Los intolerantes y violentos no pueden decir que aman a Dios. Los cristianos necesitan aceptar con urgencia el amor de Dios en sus corazones, con lo que se convierten en verdaderos seres humanos: hombres y mujeres transformados por el amor. Sin esta conversión al amor, es imposible que tengamos justicia y paz. Sin amor, mingún esfuerzo fructifica. Sólo el amor nos da otra visión del otro, nos hace capaces de amarle, viéndolo como a un hermano, como a un ser humano que debe ser tratado con respeto y dignidad. No reconocer la dignidad de los demás es un pecado muy grave a los ojos de Dios.

También en las leyes humanas, esta negación de la dignidad es un crimen contra la humanidad. Somos de la misma raza y de la misma especie y, según la fe cristiana, formamos una sola familia. Por lo tanto, no podemos vivir preguntándonos y tratándonos como enemigos. Peca gravemente aquel cristiano que ve en el otro a un enemigo que ha de ser vencido y eliminado. El otro es hermano es porque Dios es Padre de todos, sin distinción: esta es una verdad fundamental de la fe cristiana, confirmada por el testimonio de la Sagrada Escritura. Quien llama Padre a Dios, debe considerar al otro como hermano, sea quien sea.

Es tiempo de Cuaresma. Esta es la demanda que el Espíritu nos dirige: seamos hermanos en el amor. ¡Basta de violencia y cobardía! ¡Basta de mentiras y engaños! Abramos nuestros corazones para que Dios pueda revelar su amor. Al permanecer en nosotros, Él nos revelará lo que realmente somos, nuestro verdadero ser. De ese modo, conociéndonos verdaderamente, nos aceptaremos tal y como somos, sin miedo, sin escape, sin vergüenza de ser feliz. ¡Esto es extraordinariamente hermoso! Es pura gracia, puro don, verdadera alegría. Dios quiere ser todo en nosotros. No dejemos pasar esta valiosa oportunidad; de lo contrario, nuestras vidas caerán en el vacío y en la mediocridad.

A todos, mi abrazo y mi oración. Que el Espíritu del Señor nos guíe en este camino de la Cuaresma y durante toda nuestra vida. Que no nos falte el don de su Iluminación. Que así sea.

Autor: Tiago de França
Tomado del blog: Com Jesus a contramão
Traducción: Javier F. Chento

Etiquetas: Cuaresma

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