Is 7, 10-14 o Sir 24, 23-31; Sal 66; Gál 4, 4-7; Lc 1, 39-48.
“¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”
Hoy es fiesta en nuestro Continente porque celebramos la llegada de la Madre del cielo a nuestras tierras. Para nosotros la fiesta más querida y celebrada, porque conmemoramos su aparición y su permanencia entre nosotros, haciéndose construir una casita en el cerro del Tepeyac. Como Madre es el centro de unidad de nuestras familias, de nuestra patria y de todo el Continente. Por eso, es la Emperatriz de las Américas y la Reina de nuestra nación.
En este tiempo de adviento nos reanima a la esperanza. Como primera creyente en el cumplimiento de la promesa, nos trae la fe y acompaña nuestra vida cristina desde nuestro nacimiento como pueblo, hasta nuestros días. Permaneciendo presente en su santuario, símbolo de la fe de nuestro pueblo, y en cada uno de los hogares mexicanos ella continua realizando lo que dijo a san Juan Diego: “Mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy su piadosa Madre”.
Viene a hacer con nosotros lo mismo que hizo con su prima Isabel cuando le fue anunciado el nacimiento de su Hijo, traernos la alegría de su maternidad y las bendiciones de su Hijo. “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”. La reconocemos y la celebramos como la Madre del Dios por quien se vive. San Juan Pablo II, ante la devoción de nuestro pueblo a la Morenita, dijo: “El 97% de los mexicanos son católicos, pero el 100 % son guadalupanos”. María es grande porque es la Madre de Dios. Y es también nuestra Madre porque su Hijo lo quiso así.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Jorge Pedrosa Pérez, C.M.
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