32º Domingo de Tiempo Ordinario (reflexión de Ross Dizon)

por | Nov 6, 2015 | Reflexiones | 0 comentarios

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1 Re 17, 10-16; Heb 9, 24-28; Mc 12, 38-44

No un santuario construido por hombres sino el mismo cielo (Heb 9, 24)

Jesús nos exhorta a procurar que nuestra entrega sea como la suya. Nos desea la plenitud divina.

Todo nos lo ha dado Dios. Él espera que todo se lo tornemos. Al respecto, sirven de ejemplo nuestro Sumo Intercesor, y también la viuda que antepuso la necesidad de un forastero a la suya y la de su hijo y la viuda que dio todo lo que tenia para vivir.

No es que Dios tenga necesitad de nosotros. Si tuviera necesidad, no nos lo diría, pues de él es el orbe y cuanto lo llena. Y realmente, ¿qué templo podríamos construir para el Creador y Dueño del universo que se sirve del cielo como su trono y de la tierra como el estrado de sus pies? Nos engañaremos si nos complacemos tontamente en lo denominado por san Vicente de Paúl «cierta vana complacencia», atribuyéndonos éxitos y considerándonos dignos de admiración por haber hecho algo para Dios (RCCM XII, 3; SV.ES VII: 250).

Así que lo que nuestra entrega total pretende no es que Dios se complete, —él es plenitud—, sino que nosotros nos completemos. Y la realización humana requiere que «se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones» de Dios.

Siendo muy grandes los dones de Dios y pequeña nuestra capacidad de recibir, nos toca procurar que crezca nuestro deseo de los dones divinos y que nos vaciemos de todo para dejar más cabida para Dios y sus dones, nos vaciemos de nosotros mismos para llenarnos de Jesucristo (SV.ES XI:236). Esto supone un examen de conciencia.

En lugar de entronizar a Dios, ¿acaso no trato de destituirle, creyéndome conocedor certísimo del bien y del mal, con derecho a sentarme en la cátedra de Moisés y a «juzgar, a veces con superioridad y superficialidad», a los demás? ¿No me olvido del criterio de selección que Dios utiliza, de que envió al profeta Elías no a una viuda israelita sino a una de Sarepta, que él pone sus ojos en el humilde que se estremece antes sus palabras?

Mis afanes por la seguridad, el bienestar, una ambición que posiblemente se aproveche de personas más vulnerables, o cualquier cosa que me deja desvelado, sin apetito o distraído en la oración, ¿no indican ellos lo incompleta que queda todavía mi entrega? ¿Me ofrezco verdaderamente a Dios si abrigo sentimientos de doblez o no doy con alegría?

¿Entiendo yo profundamente y con agradecimiento que recordar la destrucción del templo que es el cuerpo de Cristo es llenarnos de gracia y recibir la prenda de la gloria del mismo cielo?

Señor, abre nuestros corazones de par en par.

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