30º Domingo de Tiempo Ordinario (reflexión de Ross Dizon)

por | Oct 23, 2015 | Reflexiones | 0 comentarios

30º Domingo de Tiempo Ordinario (25 de octubre de 2015)

Jer 31, 7-9; Heb 5, 1-6; Mk 10, 46-52

Tú eres sacerdote eterno (Heb 5, 6)

Vincent-EucharistJesús es nuestro Sumo Sacerdote, el único Pontífice Máximo realmente, el constructor supremo de puentes que nos da a los hombres acceso a Dios.

Probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado, y por tanto, capaz de compadecerse de nosotros, este solo Mediador entre Dios y los hombres se hace todo para todos, para salvar a todos. Se hace, por ejemplo, débil con los débiles, y él es ojos para el ciego, pies para el cojo y padre de los pobres.

No, el Hijo justo del Señor no nos abandona a nuestra desventura. Ungido y enviado para evangelizar a los pobres, él procura particularmente que los ciegos y cojos, las personas preñadas y paridas,—es decir, los más vulnerables de todos,— formen parte del pueblo al que busca congregar de los confines de la tierra y salvar.

En medio, pues, de nuestras aflicciones, no quedamos sin remedio; con cariño va anhelando Jesús reunirnos, como la gallina a sus pollitos, para asegurarnos la salvación. Solo espera que hagamos lo que el ciego Bartimeo.

En primer lugar, tenemos que confesarnos necesitados. No pueden ser nuestros sentimientos los de aquellos que preguntaron: «¿También nosotros estamos ciegos?», a cual pregunta replicó Jesús: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste». Ellos lo sabían todo y se bastaban a sí mismos.

Llenos de nosotros mismos, dejamos ningún espacio para Jesús. Por eso, como nos aconseja san Vicente de Paúl, debemos vaciarnos de nosotros mismos para revestirnos de Jesucristo (SV.ES XI:236), no encerrándonos en nuestros intereses que nos dejan ciegos al interés de los demás e indiferentes a sus sufrimientos, no convirtiéndonos en barrera, sino en puente.

En segundo lugar, la admisión de nuestra pobreza y la renuncia de toda autosuficiencia deben venir acompañadas de una fe irreprimible en Jesús. Encontrándonos al borde del camino ruidoso y vertiginoso de venta y compra, al margen de la sociedad indvidualista, consumista y ciega, tenemos que seguir gritando hasta que se nos oiga.

Y los oídos y llamados por Jesús, sueltan su manto, dan un salto y se acercan a él. Es decir, en lugar de detenerse en sus adversidades, se centran en él, reconociendo «que el trono de la bondad y de las misericordias de Dios está establecido sobre el fundamento de nuestras miserias» (SV.ES II:243; V:152). En ellos, ya curados y convertidos en discípulos, se manifiesta la salvación que trae el que, haciéndose todo para todos, pierde su vida, entregando su cuerpo y derramando su sangre por todos.

¡Jesús, ten compasión de mí!

Autor: Ross Dizon Reyes.

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