Reflexiones Vicentinas al evangelio del 15 de marzo, fiesta de Santa Luisa de Marillac

por | Mar 15, 2014 | Reflexiones | 0 comentarios

Isaías 58,1a 5-11;
Salmo 33;
Santiago 2,14-19.26;
Mateo 25,31-46

«¡Oh Jesús!, dos voces muy discordes habéis escuchado en la cruz. La una blasfemaba y la otra te alaba con un corazón arrepentido que se abre a la fe en tus méritos. Por el uno y por el otro moriste. El uno te rechaza y  aleja de sí la aplicación de los méritos de tu muerte, el otro se hace tu discípulo fiel. Acogiendo los actos de fe, de esperanza y de caridad, de los cuales este último estuvo animado al morir, Tú de inmediato le prometes el  paraíso. ¡O atracción potente! ¡Qué abismo abierto entre el pecado y la gracia!» (Sta. Luisa)

img1272El hombre hermano de los hombres realiza el Reino Mesiánico, puesto que su obrar, sea o no consciente, es de Dios. Mateo ha explicado cómo los miembros del pueblo elegido debían practicar la vigilancia, si querían entrar a formar parte del Reino escatológico (Mt 24.-25.). Ahora va a contestar a la pregunta en torno a lo que será de los paganos en esa aventura. El pensamiento judío era muy simplista a este respecto, puesto que se imaginaba sencillamente que el juicio de Dios confundiría a todos los paganos (Is 14. 1-2; 27. 12-13). La descripción que hace Mateo de este juicio ofrece muchos matices.

Mateo es sin duda el redactor final de este pasaje: los versículos 31, 34 y 41 son con toda seguridad obra de su mano, porque no era Cristo quien se llamaría a Sí mismo Rey ni quien se atribuiría a Sí mismo las funciones de juez, que estaban reservadas al Padre. Puede distinguirse, en efecto, una corta parábola del pastor que separa a las ovejas de los cabritos y una serie de palabras en las que Jesús se identifica con aquellos a quienes se ha hecho bien, palabras que pudieron ser en origen prolongación de Mateo 10,42. La separación entre ovejas y cabritos es una imagen tomada de las prácticas pastorales palestinas, según las cuales los pastores separan a los carneros de las cabras, ya que éstas, por ser más frágiles, requieren una mayor protección del frío. Es probable que Cristo quiera atribuirse tan solo, por medio de esta parábola, las funciones judiciales del pastor de Ezequiel 34,17-22. En este caso, desearía recordar que el «juicio» no será una separación entre judíos y no judíos, sino, tanto dentro como fuera del rebaño, una separación entre buenos y malos. El juicio no será ya ético, sino moral.

Mateo añade a esta parábola del pastor unas palabras de Cristo que debieron de ser pronunciadas en otro contexto. Se refieren ante todo a la acogida que hay que dar a los «pequeños». Se trata de quienes se hacen pequeños con vistas al Reino, que lo han abandonado todo para dedicarse a su misión. ¿Cabe la posibilidad de dar al pasaje de Mateo una interpretación más amplia y ver en los pequeños no sólo a los discípulos de Cristo, sino a todo pobre amado por sí mismo, sin conocimiento explícito de Dios? Parece que sí puede hacerse, si se tiene en cuenta la insistencia del pasaje en torno al hecho de que los beneficiarios del Reino ignoran a Cristo, cosa apenas concebible por parte de personas que reciben a los discípulos y su mensaje. Además, las obras de misericordia enumeradas en los versículos 35-36 son precisamente las que la Escritura definía como signos de la proximidad del reino mesiánico y sin limitarlas al beneficio exclusivo de los discípulos. La caridad aparece como el instrumento esencial de la instauración del Reino de Dios (1 Co 13. 13). Un vicentino de nuestros días no puede ignorar esta cuestión. En cierto sentido, hay dos pesos y dos medidas en el juicio de Dios según que recaiga sobre la humanidad en general o sobre los miembros del pueblo elegido. Los primeros darán cuenta de su esfuerzo en pro de un ser humano mejor; los segundos darán cuenta de su vigilancia, que consiste en ver la presencia de Dios en la red de las relaciones humanas. La asamblea eucarística reúne a los hombres «vigilantes» para que sean conscientes de la función que han de cumplir delante de Dios y de los hombres, dando testimonio de la presencia de Dios en las relaciones humanas.

«La muerte ha perdido su aguijón al no haber podido separar la divinidad del Cuerpo de Jesucristo, ni la gracia del cuerpo bienaventurado. Considerando los signos que manifiestan la muerte del Hijo de Dios, Le he pedido dos gracias: que el velo del templo en el cual veía representado mi intelecto fuera lacerado, para que no me detuviese más en mi propio juicio, y que mi corazón de piedra fuera destrozado por el espíritu de tolerancia y de dulzura hacia mi prójimo» (SLM, E. 114)

Tomado de ssvp.es

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