Porque decís: «Vemos», vuestro pecado permanece (Jn. 9, 41)

por | Oct 26, 2006 | Reflexiones | 0 comentarios

Porque decís: «Vemos», vuestro pecado permanece (Jn. 9, 41)

Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Año B

Por lo visto tanto se molestaron muchos por el grito que dio Bartimeo que decidieron regañarlo.

Si yo estuviera allí entonces, no lo dudo que yo también le pediría al mendigo ciego que se callara. Ansioso de ver y escuchar a Jesús y de llegar con él a Jerusalén —aunque quizás más por curiosidad que devoción, por esperanzas egoístas más que desinteresadas— no me gustaría que alguien se robara el espectáculo y llamara más atención que el mismo Jesús o retrasara la llegada a la ciudad santa. Ni me alegraría tampoco si alguien hiciera tanto ruido que me perdiera yo algunas palabras de Jesús. La atención seria que querría prestarle a Jesús y mi deseo resuelto de llegar pronto al destino me conducirían a no tomarlo en serio al hijo de Timeo y a subestimar su resolución.

Pero bien en serio lo tomó Jesús al que, sentado al borde del camino, pedía limosna. No despreció el Señor ni tuvo en poco el sufrimiento del pobre sino que lo escuchó cuando a él clamó (cf. Sal. 22, 24; 9, 12). Fue atendido, pues, el ciego y se le concedió lo que quería que el Maestro hiciera por él. Resultó que no sólo recobró Bartimeo la vista sino que también acabó con ser un seguidor de Jesús.

Los que verdaderamente siguen a Jesús en la marcha mesiánica, a quienes se les llena la boca de risas y la lengua de cantares, son los pobres y afligidos, entre los cuales se encuentran ciegos y cojos, preñadas y paridas. Su pobreza y aflicción los predisponen a insistir en gritar: «Hijo de David, ten compasión de nosotros». Y rogando ellos que se libren de los males que sufren, recapacitan —por servirme de las palabras de San Agustín— que aún no están en aquel sumo bien en donde no será posible que les sobrevenga mal alguno y, por lo tanto, siguen peregrinando hacia la ciudad duradera de justicia y paz, de liberación total, al mismo tiempo que ellos le dan gracias a quien les libra del cuerpo mortal por medio de Jesucristo, el eterno y sumo sacerdote (cf. Heb. 13, 13-15; Rom. 7, 15-25).

Así que la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios en peregrinación formado por los seguidores de Jesús, es la «Iglesia de los pobres». La vida de la Iglesia late especialmente en los corazones de los pobres y allí echa realmente raíces profundas (cf. el artículo con título de “Ten Helpful Distinctions” del Padre Robert P. Maloney, C.M. en la revista America del 14 de octubre de 1995). No llevada solamente por la curiosidad ni engañada por falsas esperanzas de un reino de este mundo, esta Iglesia peregrina proclama con gran insistencia su opción preferencial por los pobres y procura que la doctrina social que enseña sea más que una declaración elocuente pero sólo teórica (cf. «Un signo boca abajo. La Iglesia de paradojas» del mismo Padre Maloney, C.M.).

Ahora bien, hasta que yo comprenda esta verdad —teórica y prácticamente, afectiva y efectivamente, convencido de que «los verdaderos héroes de la Iglesia son quienes comen con los necesitados, quienes sirven sopa en un albergue, o quienes buscan encontrar las causas de la pobreza y medios de erradicarla»— permaneceré en mi ceguera, sin saberlo. Y por no saberlo, no me veré en necesidad de gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí», ni mucho menos, de seguir a Jesús por el camino.

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