Por ellos me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn. 17, 19)
Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Año B
Si, para ser reconocidos santos, San Pedro y San Pablo, y asimismo los demás apóstoles y discípulos de Jesús, hubieran tenido que pasar por el proceso de canonización vigente en la Iglesia Católica desde 1587 hasta 1983, habrían dado todos ellos motivo para que no fuera corta la lista de objeciones del abogado del diablo, o mejor dicho, del promotor de la fe. Habría recordado éste que los discípulos abandonaron a Jesús y huyeron, y habría destacado, en particular, la negación de Pedro, la aprobación dada por Saulo a la muerte de Esteban y la iniciativa de persecución de la Iglesia tomada por el que «respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor».
Hubieran formado parte también del argumento contra la canonización quizás la sugerencia vengativa de los «hijos del trueno» (Lc. 9, 53-54; Mc. 3, 17) y, por supuesto, su maniobra divisiva para colocarse en los mejores puestos de honor y, desde luego, la reacción de los otros diez. Que se indignaron los diez contra Santiago y Juan, esto demuestra con claridad habrían alegado además tal vez el promotor de la fe que los diez, igual que los dos hermanos ambiciosos, no aprendieron nada de la enseñanza que antes ya había dado más de una vez su Maestro sobre su pasión y muerte, sobre la abnegación, la servidumbre y la cruz, sobre la humildad, la sencillez y la pobreza. Por esta falta de comprensión de parte de los discípulos, Jesús por lo pronto les repetiría la misma enseñanza y la explicaría una y otra vez.
Planteadas todas la objeciones, sin embargo, el abogado del diablo tendría todavía que conceder que los discípulos, al final, bebieron el cáliz que bebió el Maestro y ellos se bautizaron con el bautismo con que el Señor se bautizó. Así que tanto el promotor de la fe como el postulador de la causa acabarían con cantar y contar las maravillas del Señor.
De verdad, es por la gracia de Dios que llegan a ser santos hombres débiles, insensatos, tercos, ambiciosos o de poca fe y comprensión. Es el siervo de Dios quien justifica a estos hombres, por su sufrimiento y por cargar él los crímenes de ellos, y así logran los hombres ser siervos también. Quien da acceso seguro al trono de la gracia y ofrece misericordia y ayuda oportuna es el sumo sacerdote, capaz de compadecerse de las debilidades humanas y quien fue tentado en todo exactamente como los hombres, pero sin el pecado. Es el Hijo del hombre quien, sirviendo y dando su vida en rescate por todos, hace posible que los hombres escogidos por él se conviertan en sencillos, humildes, mansos, mortificados y celosos misioneros que personifican y señalan el significado cristiano de autoridad y grandeza como servidumbre humilde y sacrificada, y no como la opresión de los súbditos por el tirano. Sólo por Jesucristo, con él y en él, pueden hacer los misioneros cosa alguna de provecho, porque, por último, deben éstos estar firmemente persuadidos de que, según las palabras de Jesucristo, cuando hubieran hecho todo lo que se les ha mandado, deben decir que son siervos inútiles; que no han hecho más que lo que debían (RC XII, 14). Sí, como esto lo indicó también San Vicente en 1658 a un superior desanimado, los misioneros son simplemente herramientas pobres que todo lo estropearían si no estuvieran en las manos de tan excelente artesano.
Diga el abogado del diablo, o cualquier crítico, lo que quiera de los enviados por Dios, por ejemplo, del arzobispo martirizado Oscar A. Romero, el cual, según unos, murió a causa de la política más que a causa de la fe. Pues, de todos modos, sólo se pondría de relieve el mérito de Jesucristo, Salvador y Servidor de la humanidad caída.
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