Carta de Adviento

por | Dic 6, 2003 | Familia Vicenciana | 0 comentarios

Con ocasión del Adviento, el P. Superior General escribre su tradicional carta a la Familia Vicenciana.

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Adviento

2003

 

 

A

los miembros de la Familia Vicenciana

 

 

Mis queridos hermanos:

 

¡La gracia de nuestro Señor esté siempre con ustedes!

 

En mi primera carta de adviento, hace 11 años, concentré mi atención

en María, la Madre de Jesús, y la describía como la discípula ideal, la primera

de todos los santos, una creyente modélica que está ante Dios con humildad,

confianza y libertad. Hoy, en esta duodécima y última carta, tras haberme

detenido en muchos de los demás personajes del Adviento, retorno a María, pero

desde una perspectiva diferente. Este año les pido que mediten conmigo sobre la

“María histórica”. La pregunta que planteo es ésta: ¿qué conocemos realmente

sobre la mujer a quien Dios llamó para ser la madre de su Hijo y a quien

nosotros también llamamos la Madre de la Iglesia? Estoy convencido de que su

vida fue muy diferente de la representada en los retratos idílicos de los

pintores y en las rapsodias compuestas por músicos y poetas.

 

María, en realidad, se llamaba Miriam, como la hermana de Moisés. Muy

probablemente nació en Nazaret, una pequeña ciudad de Galilea de unos 1.600

habitantes, durante el reinado de Herodes el Grande, un violento rey marioneta

sostenido por el poder militar romano. Nazaret parece que fue de poca

importancia para la mayoría de los judíos (“¿De Nazaret puede salir algo

bueno?”, Jn 1, 46). Nunca se la menciona ni en las

Escrituras hebreas, ni en el Talmud. María hablaba arameo con acento galileo

(cf. Mt 26, 73), pero también estuvo en contacto con

un mundo en el que se usaban varias lenguas. A veces oyó el latín que hablaban

los soldados romanos, el griego que se usaba en el comercio y en los círculos

educados y el hebreo cuando en la sinagoga se proclamaba la Torah.

 

María perteneció a la clase campesina, que a duras penas se ganaba la

vida con la agricultura y con pequeñas actividades comerciales como la

carpintería, el oficio de José y de Jesús. Este grupo social componía el 90% de

la población y cargaba con el peso de mantener al estado y a la reducida clase

privilegiada. La vida de María y de José era exprimida por una triple carga de

impuestos: a Roma, a Herodes el Grande y al templo (al que, por tradición,

debían el 10% de la cosecha). Los artesanos, que eran aproximadamente el 5% de

la población, tenían unos ingresos medios aún más bajos que quienes trabajaban

la tierra a tiempo completo. Por eso, para tener

siempre la cantidad necesaria de alimentos, solían combinar su oficio con la

agricultura. El retrato de la “Sagrada Familia” como un pequeño grupo de tres

personas viviendo en un sereno y medio monástico taller de carpintero es

bastante inverosímil. Como la mayoría de la gente de aquel tiempo,

probablemente vivieron en una unidad familiar más amplia, de tres o cuatro

casas con una o dos habitaciones cada una, construidas alrededor de un patio

abierto y en la que los parientes compartían un horno, un aljibe y un molino

para moler el grano y donde también vivían los animales domésticos. Como las

mujeres de muchas partes del mundo actual, María probablemente pasaba una media

de diez horas diarias ocupada en tareas caseras como acarrear el agua de un

pozo o de una fuente cercana, recoger leña para el fuego, hacer las comidas y

lavar los cacharros y la ropa.

 

¿Quiénes fueron los miembros de este grupo familiar extenso? El

evangelio de Marcos habla de Jesús “¿… el carpintero, el hijo de María, el

hermano de Santiago y José, Judas y Simón?; ¿no viven aquí, entre nosotros, sus

hermanas?” (Mc 6, 3). ¿Eran estos “hermanos y

hermanas” los hijos de la tía de Jesús (cf. Jn 19, 25)

y, por tanto, primos? ¿Eran hijos de un matrimonio anterior de José? No

conocemos su relación exacta con Jesús y María, pero parece probable que todos

ellos viviesen en el mismo grupo de casas.

 

Por entonces y por lo general, en Palestina, la mujeres se casaban

alrededor de los 13 años para sacar el máximo partido de la maternidad y

asegurar su virginidad y, así, es probable que el compromiso matrimonial de

María con José (Mt 1, 18) y el nacimiento de Jesús

tuviesen lugar siendo ella muy joven. Lucas indica que María dio a luz a Jesús

durante un censo ordenado por los romanos en torno al año 6 a.C., en una cueva

o un establo donde había animales estabulados. Un pesebre sirvió de cuna, como

hoy día los pobres refugiados usan cajas de cartón y otros recursos caseros

como cunas provisionales para sus recién nacidos.

 

Sería un error pensar que María era débil, incluso a sus 13 años.

Probablemente tuvo un físico robusto en su juventud e incluso en sus últimos

años, dado que fue una mujer campesina capaz, estando embarazada, de caminar

por el territorio lleno de colinas de Judea; de dar a luz en un establo; una

vez al año más o menos, de hacer un viaje a pie de cuatro o cinco días hasta

Jerusalén; de dormir a cielo abierto como los demás peregrinos y de dedicarse

al duro trabajo cotidiano de la casa. Nos equivocamos cuando la representamos

como la Virgen magníficamente vestida, de ojos azules y cabello rubios que

pintara Fra Filippo Lippi y que con frecuencia embellece las postales de

Navidad (¡incluidas las mías!). Bella o no, tendría los rasgos semíticos de las

actuales mujeres judías y palestinas, muy probablemente de pelo negro y ojos

oscuros.

 

Es dudoso que supiera leer y escribir, pues el analfabetismo estaba

muy extendido entre las mujeres de aquel tiempo. La cultura, en gran medida,

era oral y se basaba en la lectura pública de las Escrituras, en la narración

de historias, la recitación de poemas y el canto de canciones.

 

Su marido, José, parece haber muerto antes de que Jesús comenzase su

ministerio público. Sabemos que María, sin embargo, vivió durante todo su

ministerio (Mc 3, 31; Jn 2,

1-12). Su separación de Jesús, cuando éste salió a predicar, probablemente fue

para ella muy dolorosa. En un pasaje que siempre ha puesto en aprietos a los

mariólogos, Marcos nos dice que la familia de Jesús pensaba que estaba loco (Mc 3, 21), pero qué madre, al ver a su hijo desafiar sin

miedo alguno a las autoridades romanas (y esto a menudo significaba la muerte)

no le habría dicho: “¿estás loco?”.

 

Juan nos dice que María estuvo presente en la crucifixión de Jesús

(cf. Jn 19, 25-27), si bien los demás evangelistas

guardan silencio sobre este hecho. En ese momento probablemente tendría cerca

de 50 años, bien superada ya la edad a la que moría la mayoría de las mujeres

de aquel tiempo. Vivió, al menos, en los primeros tiempos de la Iglesia. Lucas

afirma que estaba en la sala superior, en Jerusalén, con los 11 apóstoles que

habían quedado “los cuales persistían unánimes en la oración con algunas mujeres … y con sus parientes” (Hch

1, 14). Las hermosas pinturas e iconos de Pentecostés, en los que vemos la

representación del Espíritu descendiendo sobre María y los 11 apóstoles, apenas

hacen justicia al texto de Lucas, que indica que María estaba allí con toda una

comunidad de 120 personas.

 

Después de Pentecostés, María desaparece de la historia. El resto de

su vida está envuelto en la leyenda. Una imaginación despierta fácilmente se

pregunta: ¿qué recuerdos, esperanzas y planes compartió con los hombres y

mujeres de la nueva comunidad de Jerusalén, llena del Espíritu? ¿Continuó

viviendo pacíficamente en Jerusalén como una mujer anciana, venerada como la

madre del Mesías? ¿Manifestó su opinión sobre la aceptación de los gentiles en

la comunidad? ¿Era silenciosa o hablaba con franqueza? ¿Se le acercaban los

demás para pedirle consejo? No lo sabemos. Es verosímil que muriese siendo

miembro de la comunidad de Jerusalén, aunque una tradición posterior la

representa yendo a Éfeso en compañía del apóstol

Juan.

 

¿Por qué este año me centro en la “María histórica”? Por dos razones.

 

1.         Su

historia la hace más cercana a nosotros. Si bien existe una atrayente cualidad

en las magníficas Vírgenes pintadas por los artistas medievales, esta mujer

judía del siglo primero, que vive en un pueblo de campesinos, era mucho más

parecida a los billones de personas de hoy día. Aunque su cultura era bastante

diferente de la cultura de la sociedad postindustrial

del siglo XXI, no era diversa de la de miles de aldeas que siguen existiendo en

Asia, África y Latinoamérica. Su vida diaria y su trabajo fueron duros. Junto

con José, educó a Jesús en circunstancias llenas de opresión, luchando por

pagar los impuestos con los que los ricos se hacían más ricos a expensas de los

pobres. A medida que los acontecimientos se fueron desplegando en su vida, con

frecuencia para su sorpresa o incluso turbación, continuamente tuvo que

intentar comprender lo que Dios la estaba pidiendo. La mayor parte de la vida

de María, como ocurre con la gran mayoría de las personas en la historia del

mundo, transcurrió sin ser recordada. Simplemente la vivió con gran fe, en

palabras del Vaticano II (Lumen Gentium, 58)

como “peregrina de la fe”. Encontró una gran fuente de energía en su confianza

en el Dios de Israel y en su solidaridad con la creciente comunidad de

cristianos que experimentó la promesa de la vida en la muerte y resurrección de

su hijo.

 

Incluso aunque la Iglesia, cuando ha canonizado a los santos, ha

puesto habitualmente énfasis en el martirio, el ascetismo, la renuncia a la

familia y a las posesiones materiales, o en la dedicación de por vida a los

enfermos, a los pobres y a los prisioneros, hoy nos damos cada vez más cuenta

de que la santidad consiste principalmente en mantener la fidelidad en medio de

la vida de cada día. Esto es lo que la “María histórica” nos dice. Ella buscó

la palabra de Dios en las personas y en los acontecimientos, escuchó esa

palabra, la meditó y la puso en práctica. Repetía una y otra y otra vez lo que

dijo a Gabriel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc

1, 38).

 

2.         Hoy

consideramos su Magnificat como un entusiasta cántico

de libertad de los pobres. María, la cantante principal, personifica a los

humildes de Israel, a los marginados por la sociedad para quienes no hay “sitio

en la posada” (Lc 2, 7). Dios es su única esperanza y

ella canta las alabanzas divinas con exuberante confianza. Aunque puede

resultar difícil de imaginar que este himno revolucionario provenga de los

labios de una Virgen pintada por Caravaggio, es fácil

imaginarlo brotando de los labios de la “María histórica”. Galilea fue

semillero de las revueltas del siglo primero contra un poder ocupante y

represivo y contra sus impuestos. Los cristianos de Jerusalén, que con María

fueron el núcleo de la Iglesia post-pascual, sufrieron hambre y pobreza reales

(cf. Gal 2, 10; 1 Cor

16,1-4; Rm 15, 25-26). María, con los miembros de

esta comunidad, creyó que Dios puede poner el mundo boca abajo: que los últimos

son los primeros y los primeros, últimos; que los humildes son exaltados y los

orgullosos, humillados; que quienes salvan su vida la pierden y quienes la

pierden, la salvan; que quienes lloran serán consolados y quienes ríen,

llorarán; que los poderosos son derribados de sus tronos, y los humildes,

enaltecidos. Ella y ellos estaban convencidos de que en el reino de Dios los

pobres son los primeros y que las prostitutas, los publicanos y los marginados

de la sociedad comen en la mesa del Señor. La misma “María histórica”

experimentó la pobreza, la opresión, la violencia y la ejecución de su hijo. Su

fe está fuertemente enraizada en este contexto. Reconoce ante Dios omnipotente

su “humilde condición”. Ella no pertenece a los poderosos del mundo. Es

simplemente la “sierva” de Dios. Pero cree que nada es imposible para Dios. En

el Magnificat, canta llena de confianza que Dios hace

surgir la vida de la muerte, la alegría del dolor, la luz de las tinieblas.

 

Dietrich Bonhoeffer, un teólogo mártir, ejecutado por los nazis,

escribió esto:

 

“La canción de María es el más antiguo himno de Adviento.

Es a la vez el himno más apasionado, desenfrenado e, incluso se podría decir,

el más revolucionario himno de Adviento jamás cantado. Ésta no es la María

dulce, tierna y de ensueño que a veces vemos en los cuadros; quien aquí habla

es la María apasionada, entregada, vehemente y entusiasta. Esta canción no

tiene nada del tono dulce, nostálgico o hasta juguetón de algunos de nuestros

villancicos de Navidad. Al contrario, es un canto duro, fuerte e inexorable

sobre los tronos que se desploman y señores de este mundo que son humillados,

sobre el poder de Dios y la debilidad de la humanidad”.

 

 

Este Adviento me uno a María y a

ustedes cantando su resonante canto. Que sea una alabanza del poder de Dios y

una profecía del mundo que vendrá.

 

Su

hermano en San Vicente,

 

 

 

 

 

Robert P. Maloney,

C.M.

Superior

General

 

 

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